Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Michael fue consciente de ser observado antes incluso de ver realmente a alguien. Al mirar por encima del borde del tazón de café descubrió en la amplia entrada arqueada una esbelta figura deslizante envuelta en un abrigo naranja.

Supo que era Eleanor incluso a pesar de llevar echada la capucha y de que la cubría por completo el abrigo que llevaba casi a rastras por el suelo. Posó la taza sobre la mesa y le preguntó:

– ¿Por qué no está en la cama?

La pregunta real era: «¿Cómo es que está fuera de la enfermería? Se supone que está en cuarentena de verdad y, desde luego, fuera de vista de todos».

– No podía dormir.

– La doctora Barnes podría darle algo que la ayudara.

– Ya he dormido bastante. -Pero él vio cómo la capucha giraba cuando ella paseó la mirada, perpleja, alrededor de la habitación. Se detuvo en el piano y su banqueta vacía, y después volvió a moverse por toda la sala de descanso-. He oído música.

– Sí -dijo él-. Una pieza de Beethoven, seguro que lo conoce.

– Conozco algunas de las composiciones de Herr Beethoven, sí. Pero…

– Es un CD -comentó él, haciendo un gesto hacia el reproductor que había en una estantería-. Hace música.

Se levantó de la silla y se dirigió al aparato; primero lo detuvo y luego lo puso en marcha de nuevo; sonaron las notas del comienzo de la sonata Claro de Luna.

Eleanor, desconcertada, avanzó por la habitación y echó la capucha hacia atrás, descubriendo la cabeza. Se dirigió directamente hacia la máquina y permaneció de pie delante de ella a unos cuantos pasos, como si tuviera miedo de acercarse un poco más. Michael, para sorprenderla, pulsó la tecla de avance rápido y saltó hacia el Concierto para el Emperador, con lo que los fastuosos sonidos de la orquesta aparecieron de nuevo y a ella se le desorbitaron los ojos aún más asombrada, si eso era posible. Entonces, se volvió hacia él y le miró… con una sonrisa en los labios. Era la primera vez que veía en su rostro una sonrisa como esa, de puro asombro. Sus ojos relucieron y casi se echó a reír.

– ¿Cómo puede hacer eso? ¡Suena como si estuviéramos en Covent Garden!

Michael no tenía muchas ganas de ofrecerle una conferencia sobre la historia de los instrumentos electrónicos de audio, ni aunque hubiera sabido cómo hacerlo, pero sin duda estaba cautivado por su evidente disfrute.

– Es complicado -repuso-, pero fácil de usar y puedo enseñarte cómo.

– Me gustaría mucho.

También a él, pensó. El aroma de la máquina de café era fuerte y le preguntó si quería uno.

– Sí, gracias -respondió ella-. Ya he tomado antes café turco, en Varna y Scutari.

– Sí, bueno, éste es el que llamamos Folgers. Procede de la misma familia.

El reportero mantuvo un ojo fijo en la puerta mientras llenaba el tazón. No era frecuente que nadie se dejara caer por allí a esa hora, pero no sabía cómo explicar la presencia de ella si alguien lo hacía. En Point Adélie no aparecían caras nuevas de la noche a la mañana procedentes de la nada.

– ¿Azúcar? -inquirió.

– Si hay, sí.

Él sacudió un paquete de azúcar, lo abrió y lo echó en el café. Ella observó con interés hasta el menor de sus gestos, y él debió recordarse de nuevo a sí mismo que hasta la cosa más simple de su mundo, en el momento en que se encontraban, era extraño, raro y algunas veces incluso alarmante para alguien que no hubiera nacido en él.

– Le ofrecería leche, pero parece que se ha acabado.

– Ya me imagino que debe ser muy difícil conseguir leche en un sitio tan remoto como éste. Seguramente será difícil tener vacas aquí…

– No, no tenemos -comentó Michael-. Tiene razón en eso. -Le alargó el tazón y le preguntó si quería sentarse.

– No, aún no, gracias.

Con la taza en las manos, caminó lentamente alrededor del perímetro de la sala de descanso, registrándolo todo, desde la mesa de ping pong, donde se detuvo para hacer saltar una bola un par de veces, hasta la pantalla de televisión de plasma, la cual estudió sin preguntar qué demonios era aquello; gracias a Dios, no estaba encendida. No había manera de que Michael pudiera explicarle todo en ese momento.

Había pósteres enmarcados en la pared, seguramente suministrados por alguna agencia gubernamental, en los cuales se conmemoraba algún triunfo nacional. Uno era el del equipo nacional de hockey de Estados Unidos de 1980; otro, de Chuck Yeager de pie, con el casco bajo el brazo al lado de su avión experimental X-1, y la última, ante la cual se detuvo Eleanor, mostraba a Neil Armstrong en traje espacial plantando la bandera americana en el suelo de la Luna. «Por favor, no -rogó Michael-; jamás se creería eso».

– ¿Está en el desierto, por la noche? -inquirió ella.

– Algo así. Seguro.

– Su ropa se parece a como visten ustedes aquí.

Depositó la taza en la parte superior de la televisión para poder quitarse el abrigo y lo dejó en un maltrecho sofá de polipiel. Vestía de nuevo sus ropas originales, recién lavadas, y le pareció a Michael una figura de un cuadro de época. El vestido era de color azul oscuro, con los puños y el cuello de blanco y las mangas abullonadas; sobre el pecho llevaba un broche de marfil blanco. Sus zapatos eran de cuero negro, abotonado hasta muy por encima del tobillo; se había apartado el pelo de la cara y lo llevaba recogido detrás con una peineta de ámbar que él no había visto antes.

Ella le echó una ojeada a la mesa donde él había estado sentado y preguntó:

– ¿He interrumpido su trabajo?

– No, no se preocupe.

Las páginas de Ackerley eran lo último que él quería que ella viera y rápidamente las recogió en una pila ordenada, con el anuncio de la cerveza Sam Adams en la parte superior.

– Le veo nervioso -comentó ella.

– ¿Usted cree?

– Está todo el rato mirando la puerta. ¿Tanto le asusta que me descubran?

«No se le escapa ni una», pensó él.

– No es por mí -repuso él-. Es por usted.

– La gente siempre hace cosas por mí -comentó ella, meditabunda-. Y es bastante extraño, porque soy la que sufre al fin y al cabo.

Se dirigió hacia el piano y pasó los dedos con ligereza por las teclas.

– Puede tocarlo si quiere.

– No mientras actúe la orquesta… -aclaró ella, señalando la música ambiental con un gesto de la mano. Su voz era dulce y con aquel acento inglés le sonaba a Michael como alguien salido de la serie de televisión Masterpiece Theater.

Apagó el reproductor de CD y ella e le quedó mirando como si fuera un mago y lo hubiera conseguido con un simple gesto de la mano. Luego, sacó la banqueta de debajo del piano.

– Considérese mi invitada -le indicó él, y habría jurado que, aunque se echó para atrás, estaba deseando hacerlo-. De perdidos, al río. -Usó esta expresión porque pensó que sería la única que ella podría reconocer.

Eleanor sonrió y pestañeó. Lentamente, como una vieja cámara cuyo obturador se abriera y cerrara. El reportero se quedó inmóvil. ¿Es que en ese momento las cosas de repente habían adquirido el aspecto borroso del que Ackerley había hablado? ¿Estaba «refrescando la imagen» en ese instante?

De forma impulsiva, se recogió las faldas y se deslizó en la banqueta del piano. Sus dedos, pálidos y esbeltos, se estiraron sobre las teclas pero sin tocarlas. Michael echó de nuevo una ojeada hacia la puerta, hasta que escuchó las primeras notas de una vieja canción tradicional, Barbara Allen, que recordó haber oído antes en una versión en blanco y negro de Canción de Navidad, de Dickens. Bajó la mirada hacia Eleanor, cuya cabeza se inclinaba sobre el teclado aunque había cerrado los ojos. Se equivocó un par de veces de notas, se detuvo, y comenzó de nuevo donde se había quedado. Parecía… extasiada, como si después de mucho tiempo, finalmente se encontrara en algún lugar soñado.

Él permaneció en pie a su espalda, con un ojo puesto en la puerta, hasta que finalmente dejó de hacer de centinela y simplemente escuchó la música. Tocaba bien, a pesar de las notas ocasionales que había fallado. Era un estilo rico, muy expresivo, y podía imaginarse muy bien cuánto tiempo y cuán profundo lo había llevado dentro.

109
{"b":"195232","o":1}