– ¿Es usted Michael Wilde? -preguntó ella, dejando caer la colilla sobre el hormigón-. Soy María Ramírez, la mujer de Erik Danzing.
El reportero le tendió la mano y, afectado, le dijo que sentía su pérdida.
Ella se le quedó mirando atentamente con aquellos ojos oscuros y comentó:
– Un largo viaje, ¿eh?
Él sospechaba que tendría muy mal aspecto y ella se lo había confirmado.
– Sí, así es.
No podía evitar mirar alrededor, ¿dónde estaba la bolsa con el cuerpo? ¿Lo habían despachado ya o estaba aún en tránsito en algún otro lugar?
– Si está buscando la bolsa, ya está en la furgoneta.
– ¿Sí? -casi se le salió el corazón del pecho, y su reacción no escapó al escrutinio de la mujer.
– Bueno -dijo ella, aplastando el cigarrillo aún humeante bajo el zapato-, antes de que llame a la policía, al FBI, al INS o a quien sea, ¿no querría usted contarme algo antes?
Se había estado preparando para ese momento durante días, preguntándose cómo le iba a contar la historia, pero ahora que ya la tenía delante, lo único que quería hacer era abrir las puertas de la furgoneta y rescatar a Eleanor.
– Lo primero de todo -dijo ella-, no sé quién viene en esa bolsa; aunque no la he abierto, sé que no es Erik. Él mide por lo menos treinta centímetros más y pesa cuarenta y cinco kilos más que quien sea que esté ahí.
– Lleva razón -le aclaró él-. No es Erik.
María pareció sorprendida por aquella capitulación tan inmediata.
– Entonces, ¿dónde está él?
Michael abatió la cabeza y dijo:
– Va a tener que conformarse con lo que yo le diga, porque lo que le voy a contar está estrictamente prohibido por la NSF. -Y entonces comenzó a relatar la historia, recordándole a María que ella había dicho que Danzing, Erik, nunca había sido más feliz que cuando estaba en el Polo y que le gustaría que lo enterraran allí. Michael le confesó que así había sido-. Pero como eso habría sido una barbaridad, pensamos que era mejor no decirle a usted nada hasta que yo pudiera comunicárselo personalmente, en privado. -En ese momento, rebuscó bajo el cuello de la camisa y se sacó el collar de dientes de morsa por la cabeza. Cuando María lo vio, los ojos se le llenaron de lágrimas-. Sé que a él le habría gustado que usted lo tuviera -concluyó él-. Siempre lo llevaba puesto.
La mujer apretó el collar en la mano, dio media vuelta y se alejó varios metros con la cabeza gacha; lloraba, a juzgar por el estremecimiento de los hombros.
Michael esperó, sintiendo cómo se le pegaba la camisa a la piel y el pelo se le adhería a la nuca. Era todo lo que podía hacer para no irrumpir dentro de la furgoneta porque había gente por allí cerca, mecánicos y un par de repartidores de equipaje, y sabía que tenía que contenerse sólo un poco más.
María se recobró y sacó un sujetapapeles de la furgoneta. El collar colgaba de su cuello cuando se volvió.
– Vale, entonces, gracias. Erik tuvo lo que quería. Le debo una. -Entregándole los papeles, le dijo-: Firme en todos los lugares donde he puesto una cruz -Había al menos una docena y cuando terminó, arrancó un par de papeles copia y se los dio-. Ahora es oficial. Erik ha regresado.
– Gracias.
– Pero todavía no me ha dicho quién viene en la bolsa.
El reportero comprendió que ésa iba a ser realmente la parte más difícil del cuento. ¿Quién le iba a creer?
– Una amiga mía -dijo-. Se llama Eleanor.
– Querrá decir que se llamaba Eleanor.
– No; está viva.
María se detuvo y lo miró evaluándolo, como si intentara decidir si debería reconsiderar creerse lo que le había contado.
– No es posible que esté en esa bolsa, no. No puede haber hecho todo el viaje desde el Polo Sur en la zona de carga.
– Así es -repuso el reportero, cogiendo a María de la mano y casi arrastrándola hacia la parte trasera de la furgoneta-. Por favor, déjeme entrar para sacarla de ahí.
Uno de los mozos de equipaje se le quedó mirando con curiosidad.
– Madre de Dios -exclamó María-, ¿está usted loco? Pero ¿qué demonios les pasa allí a ustedes?
Sin embargo, ella no le detuvo cuando él abrió las puertas traseras, se metió dentro y las cerró de nuevo.
Habían puesto la bolsa en una estantería metálica, sujeta por dos tiras de lona. Michael las desató con rapidez, susurrando todo el tiempo: «Estoy aquí, estoy aquí»; pero no salió ningún sonido de la bolsa.
Aferró la cabezuela de la cremallera en la parte superior, aquella que él había estropeado a propósito para que no pudiera cerrarse del todo, la abrió de un tirón y separó los bordes a uno y otro lado.
La mujer estaba tan inmóvil como si estuviera muerta, con los brazos a ambos costados.
– Eleanor -la llamó, tocándole el rostro con las yemas de los dedos-. Eleanor, por favor, despierta.
Él acercó la cabeza lo suficiente para sentir su aliento en la mejilla. Era frío, no cálido, y también tenía la piel helada.
– Eleanor -insistió, y esta vez le pareció que había visto cómo se le estremecían los párpados-. Eleanor, despierta. Soy yo, Michael.
Su rostro adquirió una expresión disgustada, como si le molestase que la despertaran.
– Por favor… -habló él de nuevo, poniendo una mano sobre las de ella-. Por favor. -Incapaz de resistir un minuto más, se inclinó para besarla. Pero entonces, recordando la advertencia de Darryl, puso los labios sobre sus párpados, primero uno y luego el otro. No era así como habría deseado despertar a su Bella Durmiente… pero era suficiente.
Ella abrió los ojos y fijó la vista en el techo de la furgoneta, y después se giró para mirarle a él. Durante un segundo, temió que no le reconociera.
– Tenía tanto miedo -dijo ella-, tanto miedo de que al abrir los ojos me encontrara de vuelta en el hielo…
– Nunca más -sentenció él.
Ella levantó la mano de él y se la llevó a la mejilla.
María Ramírez le hizo jurar por lo más sagrado que nunca le contaría a nadie cómo había entrado esa mujer de forma ilegal en Estados Unidos, y Michael le hizo jurar a su vez que ella jamás divulgaría el verdadero destino de los restos de su marido. Entonces, conduciendo a través de la noche bochornosa, ella les dejó en un pequeño hotel que conocía en Collins Avenue, a un bloque de la South Beach.
– Cuando necesitamos un experto forense de fuera de la ciudad -explicó ella-, le traemos aquí. Y hasta ahora nadie se ha quejado.
Michael subió a Eleanor a la habitación, apagó todas las luces y comenzó a llenarle la bañera. En el momento en que se cerró la puerta, creyó oír un sollozo sofocado desde el otro lado. Estaba dividido entre tocar e intentar consolarla o simplemente dejar que las emociones siguieran su curso. ¿Cómo podría nadie soportar lo que ella había soportado, tanto en los días como en los siglos que le habían precedido, sin venirse abajo en ningún momento? ¿Y qué le podía decir él que le fuera de la más mínima ayuda?
En vez de ello, bajó las escaleras y convenció a la anciana de recepción para que le abriera la boutique y así le compró ropa veraniega, la más recatada que logró encontrar, un vestido amarillo de gasa de manga corta y unas sandalias. La mujer, que había mirado a Eleanor como si viniera de una fiesta de Halloween, comprendió e incluso añadió un par de artículos más a la pila.
– No va a poder ponerse los bombachos debajo de un vestido como éste -le comentó, lacónicamente.
Cuando regresó a la habitación, dio unos golpecitos a la puerta del baño, la abrió unos centímetros e introdujo la bolsa de la ropa limpia. Una nube de vapor brotó del interior.
– He pensado que deberías vestirte de forma apropiada para el clima de aquí -le dijo, antes de cerrar la puerta de nuevo-. Si tienes hambre, puedo salir y traer algo de comida.
– No -contestó una voz que sonó casi sepulcral-. Ahora no.