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Pero ¿cómo podía llevar varios siglos congelada dentro de un iceberg? A Charlotte le costaba aceptarlo. Sin embargo cualquier otra explicación sobre quién era Eleanor o cómo había llegado a Point Adélie, uno de los lugares más remotos e inaccesibles sobre la faz de la Tierra, parecía aún más difícil de creer.

– ¿Tienes hambre -inquirió Michael, que por fin había encontrado sitio donde poner la comida en un mueble con ruedas para instrumental médico. Lo empujó hasta la mesa de examen y preguntó-: ¿Puedes sentarte?

Con la ayuda de Charlotte, consiguió pasar un brazo por los frágiles hombros de Eleanor e incorporarla hasta que se quedó sentada y con la espalda apoyada en unos almohadones. La joven miró la comida con una especie de desinterés educado, como si fuese algo que ya había visto antes pero que no era capaz de situar en su memoria.

– Prueba el chocolate -le animó Michael-. Está caliente.

Cuando Eleanor se llevó la taza a sus labios exangües, Michael le dijo a Charlotte:

– Murphy está fuera. Quiere hablar contigo.

– Estupendo, porque a mí también me gustaría hablar con él.

Charlotte cogió la carpeta en la que había anotado los resultados del examen y dejó a la misteriosa Eleanor Ames con Michael. Para ser sincera, se alegró de salir de allí. Desde que entró en la enfermería no había dejado de sentir escalofríos, y su impresión era que no se trataba tan sólo de una reacción al tacto de la piel fría y húmeda de la paciente ni de sus ropas congeladas. Era como si, a pesar de toda su preparación y su experiencia, se hubiera topado por fin con algo que la sobrepasaba por completo.

En la enfermería reinaba el silencio, sólo roto por el silbido del viento al otro lado de la ventana. Eleanor dejó el tazón -en los labios se le quedó un poco de espuma blanca- y, con la mirada baja, le dijo a Michael:

– Siento haberte hecho daño en la iglesia.

Él sonrió.

– Me he dado golpes peores.

Cuando él y el otro hombre -¿Lawson?- intentaron sacarla del pequeño cuarto trasero, Eleanor se había negado a irse, e incluso recordaba haber aporreado el pecho y los brazos de Michael con una serie de puñetazos que no habrían hecho daño ni a una mosca. Un segundo después, tras malgastar en el ataque sus últimas fuerzas, se había desplomado sollozando. Mientras ella protestaba, incapaz ya de oponer resistencia, Michael y Lawson se la habían llevado fuera y la habían colocado sobre el asiento de la máquina de Michael. Después se habían puesto en marcha hacia el campamento mientras la tormenta empezaba a arreciar.

– Sé que sólo intentabas ayudarme.

– Y aún sigo intentándolo.

Ella asintió de modo casi imperceptible y levantó los ojos para mirarle a la cara. ¿Cómo podía él saber o tan siquiera imaginar por todo lo que había pasado? Eleanor cogió un trocito de la magdalena y después miró en derredor.

– ¿Dónde estoy?

– En la enfermería. Pertenece a la estación científica americana de la que te hablé.

– Sí, sí… -musitó ella, comiéndose por fin el minúsculo trozo de magdalena-. Pero entonces, ¿esto pertenece a América?

– En realidad no. Este lugar, Point Adélie, forma parte del Polo Sur.

El Polo Sur. Debería haberlo imaginado. Al parecer, el Coventry se había desviado tanto de su rumbo que había acabado llegando al Polo, el lugar más inexplorado de la tierra. Eleanor se preguntó si el barco había resistido aquella travesía, y si alguno de los hombres que viajaban a bordo había sobrevivido para contar su relato. En caso de que así fuese, ¿habrían tenido la osadía de contarlo todo? ¿Se habrían atrevido, por ejemplo, a explicar a sus amigos en la taberna cómo habían encadenado al heroico soldado y a la enfermera inválida para después arrojarlos al océano?

– Los huevos llevan queso fundido -dijo Michael-. Al tío Barney, nuestro cocinero, le gusta prepararlos así.

Estaba intentando ser amable. Y lo había sido. Pero había muchas cosas que nunca podría saber y que ella jamás se atrevería a contarle a nadie. ¿Cómo podían creer incluso lo poco que les había explicado hasta ahora? Si ella misma no lo hubiera vivido en sus carnes, habría creído que era demasiado fantástico para ser cierto.

Eleanor cogió el tenedor y probó los huevos. Estaban ricos, tenían un toque salado y seguían calientes. Mientras, el tal Michael Wilde la veía comer con gesto de aprobación. Era alto, tenía la cara sin afeitar y su cabello negro parecía tan despeinado e indómito como el de su hermano pequeño cuando venía de volar la cometa en las colinas.

Su hermano pequeño, que ya debía de llevar más de cien años en la tumba.

Todos se habían ido. Era como si en su cabeza repicara sin cesar un toque de difuntos. No soportaba pensar en ello, así que tomó otro bocado de huevos revueltos.

Aunque estaba deseando hacerle mil preguntas, Michael no quería interrumpir su almuerzo. ¿Quién sabía cuánto tiempo habría pasado desde que tomó su última comida? ¿Años? ¿Décadas? ¿Más? Todo en ella, desde su ropa a sus ademanes, la señalaba como una persona de otra época.

Pero ¿cómo era capaz de empezar siquiera a aceptar en su mente un concepto como aquél?

Al final, fue Eleanor quien rompió el silencio al preguntarle:

– ¿Y qué hace la gente aquí, en este campamento?

– Estudiar la flora, la fauna y los cambios climáticos. -¿Calentamiento global? Michael prefirió dejarlo correr. Algo le decía que Eleanor ya había recibido suficientes noticias malas en su vida-. En cuanto a mí, soy fotógrafo. -¿Esa palabra significaría algo para ella?-. Hago daguerrotipos, o algo parecido, y escribo para una revista, en Tacoma. Es una ciudad del noroeste de Estados Unidos, cerca de Seattle. La gente de Seattle suele hacer chistes con los de Tacoma.

Él mismo tenía la impresión de que estaba balbuceando cosas sin sentido. Pero mientras hablaba, ella seguía comiendo, y eso hacía feliz a Michael. No es que la joven atacase el plato con ganas, sino que más bien reproducía los movimientos como si comer fuese una habilidad que estuviera intentando recordar.

– ¿Y la negra? ¿De verdad es médico? -preguntó, con tono de incredulidad.

‹Muy bien›, pensó Michael. Procediera de la época y del lugar que procediera, la joven iba a tener que someterse a una buena sesión de aprendizaje.

– Sí. La doctora Barnes. Charlotte Barnes. Es una doctora muy respetada.

– La señorita Nightingale cree que las mujeres no deben ser médicos.

– ¿Quién es esa señorita Nightingale?

– Florence Nightingale, ¿quién iba a ser? -Lo dijo como si estuviera enseñándole su tarjeta de visita, la referencia que de algún modo la legitimaba.

Michael estuvo a punto de reírse. A cada momento todo se le antojaba extraño. Se preguntó si Eleanor le enseñaría aquella especie de carta de recomendación a Charlotte.

– Ella defiende con mucho ardor nuestro trabajo como enfermeras, pero también cree, igual que yo, que cada sexo debe desempeñar roles distintos.

Una larga sesión de aprendizaje.

Michael dejó que siguiera con su comida. Mientras tanto hablaron, aunque con muchas vacilaciones, de otros temas, como el tiempo, la tormenta que iba en aumento o el trabajo que hacían en la estación polar. De vez en cuando, Michael debía sacudirse en su fuero interno para recordar que estaba hablando con una mujer que aseguraba, y hasta el momento disponían de pocas pruebas para contradecirla, haber nacido en algún momento del siglo XIX. Una persona que debía haberse ahogado, pues ¿de qué otra manera podía haber acabado congelada en un glaciar submarino? A Michael le habría gustado preguntarle sin tapujos por todo aquello, pero se acababan de conocer y las palabras no le salían con facilidad, aunque fuese un periodista entrenado para hacer preguntas difíciles.

Además, tenía miedo a la reacción de Eleanor. ¿Podía provocar en ella una especie de colapso mental?

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