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La capa de hielo tenía un espesor de dos metros y medio y la perforación practicada guardaba una gran semejanza con un embudo: era mayor en la parte superior que en el fondo. Michael notó cómo rompía con los pies una placa de hielo que ya se había formado desde el paso de su compañero. Siguió hundiéndose, envuelto por una nube de burbujas y esquirlas de hielo centelleante. Tardó unos segundos más en llegar a aguas lo bastante claras como para gozar de visibilidad.

Se mantuvo suspendido a unos cuantos metros por debajo del agujero de inmersión, flotando en un mundo que parecía carecer tanto de límites como de dimensiones. Sin embargo, veía con gran claridad, pues no había plancton en las aguas, sobre todo en esa época del año, y eran las menos contaminadas del planeta. La luz del sol apenas lograba atravesar la capa de hielo, lo cual hacía destacar sobremanera el agujero de emergencia: lanzaba un chorro de luz tan potente hacia abajo que parecía un faro, y de su borde salían tres largas cuerdas señalizadas con banderines de plástico que se perdían en las veladas profundidades.

Michael estaba gratamente sorprendido. Arriba se movía con suma torpeza y se estaba cociendo de calor, pero ahora, a pesar de que se había abrazado a fin de combatir el frío al sentir el primer contacto con el agua, se deslizaba con comodidad y la temperatura resultaba soportable, pues el líquido elemento no sólo le facilitaba los movimientos, sino que también enfriaba las capas exteriores. Notó un gran alivio allí abajo. No le extrañaba que el pelirrojo se hubiera sumergido tan deprisa. Ahora bien, sospechaba que al cabo de un rato notaría frío y estaría congelado al terminar los sesenta minutos.

Miró al fondo y vio a su compañero mientras movía las aletas para impulsarse hacia el bentos. Resultaba obvio que Hirsch no estaba dispuesto a malgastar ni un segundo de la hora disponible. Las aguas estaban tranquilas y se hallaban prácticamente libres del efecto de corrientes y mareas que, en otros mares, alejaban al buceador del punto de inmersión sin que éste apenas lo advirtiera. Miró en derredor. Un vasto y silencioso reino azul donde todo cuanto podía escucharse era el borboteo delator del regulador.

El lecho marino descendía lentamente desde la posición del agujero de inmersión hacia la zona bentónica y el submarinista empezó a seguir ese descenso gradual, los glaciares habían desgastado el fondo, dejando a su paso enormes estrías y grandes rocas sueltas y alisadas por la erosión que debían haber sido arrastradas durante kilómetros hasta llegar allí; presentaban unas vetas similares a las del mármol. Conforme se acercaba al fondo, empezó a ver una miríada de formas de vida pululando por un paisaje desierto sólo en apariencia. Las espirales y los culebreos grabados en el fango delataban la presencia de moluscos, crustáceos, erizos de mar, ofiuras, unos equinodermos emparentados muy de cerca con las estrellas de mar, y lapas adheridas como níveas serpentinas a las algas que cubrían las rocas. Entretanto, las estrellas de mar, amontonadas unas sobre otras, exploraban el lodo en busca de almejas, y una araña de mar del tamaño de la mano abierta de Michael se ponía de pie sobre dos de sus ocho patas, consciente de la proximidad del hombre. Éste permaneció suspendido en lo alto y le hizo varias fotos. La criatura parecía no tener cuerpo, sólo una cabeza con dos pares de ojos y un cuello del color de la herrumbre; el abdomen era tan reducido que se confundía entre los largos apéndices locomotores, pero Michael era consciente de la peligrosidad de su probóscide tubular, con la cual removía el sedimento en busca de esponjas y otros animales marinos de cuerpo blando a los que les ensartara y les chupaba los jugos con un beso prolongado y letal. Cuando el submarinista pasó junto a ella, la araña de mar se onduló a la estela de las aletas y giró sobre sí misma en un movimiento lento, pero cuando él se volvió, pudo ver cómo había reaccionado con indignación y se deslizaba sobre sus patas puntiagudas, dispuesta a atravesar al infortunado que pasara por allí.

Darryl se hallaba debajo; sostenía una red con una mano mientras apoyaba la otra en una piedra del tamaño de una pelota de baloncesto. Cuando se acercó a él, Hirsch ladeó la cabeza e hizo un ademán indicativo de que quería que le diera la vuelta a la roca. Michael dejó que la cámara oscilase en torno a su cuello mientras usaba ambas manos para desplazar la roca primero en una dirección y luego en la contraria, y así hasta apartarla, quedando a la vista un enjambre de anfípodos minúsculos, de tamaño no superior a una uña. Movían las antenas mientras correteaban para escabullirse, pero la mayoría acabó en la red de Darryl. Éste actuó con habilidad y los introdujo a la bolsa transparente con cierre hermético para luego levantar los pulgares en dirección a Michael, bueno, levantarlos todo lo posible cuando se llevaba aquellos guantes; después hizo un gesto de despedida con la mano. El periodista tuvo un pálpito: Darryl no deseaba compañía a su alrededor mientras recogía muestras y efectuaba observaciones.

Michael tampoco deseaba entorpecerle y debía hacer su propio trabajo y sus propios descubrimientos. Merodeó sobre un grupo de criaturas con aspecto de gusanos, cada uno de un metro de largo, mientras pululaban encima de una carroña casi consumida, y tomó algunas fotografías con la intención de que Hirsch las identificara más tarde. La luz era más débil conforme se alejaba de la superficie y poco a poco empezó a cubrir el lecho marino una capa helada llena de crestas; parecía una inmensa cuartilla de papel arrugada. De pronto, una silueta oscura apareció ante sus ojos desde un lado. Agudizó los ojos a través de la máscara y distinguió unos grandes bigotes y unos enormes ojos nacarados que le devolvían la mirada.

Era una foca de Weddell, el único mamífero capaz de nadar en aguas tan profundas, junto a la ballena minke. El buceador sabía que no le haría daño. La foca contrajo la membrana limitante externa y desplegó los pelos del bigote como si fuera un abanico cuando él alzó la cámara. «Listo para un primer plano», pensó mientras tomaba una serie de instantáneas.

La foca ladeó una aleta, pasó junto a él sin dejar de mirar hacia atrás y remoloneó, como si esperase que el recién llegado intentara darle alcance antes de seguir nadando. Michael le calculó una longitud próxima a los dos metros.

«Vale, voy a jugar», dijo para sus adentros. Esas imágenes serían estupendas y le darían un toque divertido al artículo. Se impulsó sobre las aletas y fue en pos del mamífero, un ejemplar joven, si no se equivocaba, a juzgar por el pelaje lustroso y sin cicatrices y los dientes de un blanco impoluto, que se dirigió hacia las profundidades. El tanque del oxígeno siseó y burbujeó mientras seguía al fócido primero alrededor de un témpano de hielo cariado del tamaño de un yate de motor y después sobre un afloramiento rocoso cubierto por una maraña de algas rojas y marrones.

El mar se abrió a sus pies y Michael tuvo la sensación de que podía ir demasiado lejos si no se andaba con cuidado. Una grieta de hielo de la superficie proporcionaba algo más de luz y gracias a eso fue capaz de advertir algo fuera de lugar cuando fijó la vista en el inclinado lecho marino. Los contornos rectangulares eran demasiado precisos incluso a pesar de estar recubierto por el hielo. Parecía algún tipo de baúl. La foca se demoró sobre el mismo, girando en círculos. Daba la impresión de que todo el tiempo le había estado conduciendo hasta allí.

«¡Dios de mi vida! ¿Qué es eso? ¿Un tesoro oculto?», pensó para sus adentros. «No es posible, aquí, no. No en el Polo Sur».

Movió las piernas con fuerza para impulsar las aletas y redujo la distancia enseguida mientras empezaba a notar cómo el frío se abría paso hacia su cuerpo a pesar de toda la ropa que llevaba puesta. Se detuvo encima y movió los brazos de forma morosa en el agua helada. No cabía la menor duda: había un arcón sin tapa debajo de todo el hielo, de las pegajosas lapas antárticas, de los erizos de mar y varias estrellas de mar que festoneaban los laterales del cofre; una de ellas, blanca como el marfil, se había extendido sobre la parte superior como una esquelética mano guardiana. Reaccionó por instinto y echó mano a la cámara para tomar media docena de fotografías.

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