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Cuando las astillas cesaron, miraron hacia abajo para ver cómo los trozos se alejaban a ambos lados del barco antes de ser absorbidos debajo del casco, de camino hacia los tres gigantescos helicoides traseros de casi cinco metros de diámetro que se encontraban en el otro extremo; allí eran triturados y troceados hasta adquirir un tamaño manejable, antes de alejarse de la estela del barco.

Pero lo que más sorprendió a Wilde fue la sección inferior de la montaña de hielo. Lo que parecía blanco y prístino en la parte superior no tenía el mismo aspecto cuando se rompía y quedaba expuesto. La zona sumergida era bastante desagradable de ver: su color pálido y amarillento recordaba el aspecto de la nieve allí donde se había meado un perro.

– Las algas causan esa decoloración de la parte inferior -comentó el biólogo, intuyendo el rumbo de sus pensamientos. Debió alzar la voz para que Michael pudiera oírle sobre los crujidos provocados por el troceo del hielo y los vientos cada vez más fuertes-. Esos icebergs no son de hielo sólido, tienen canales de agua salada en los que hay algas, diatomeas y bacterias.

– ¿Y viven debajo del hielo? -gritó Michael.

– No… viven en él -respondió Hirsch a voz en grito, y parecía vagamente orgulloso de ellos por su inventiva.

El barco se abalanzó de nuevo hacia delante y después se hundió ligeramente. Incluso bajo aquella extraña luz, Michael apreció que Darryl empezaba a ponerse blanco como el papel.

Después de aquello, el biólogo se excusó apresuradamente para dirigirse abajo, y Michael se hartó de intentar mantenerse en pie y se dirigió hacia la sala de oficiales, la cual mostraba una gran actividad por la noche, con juegos de cartas y algún DVD que otro vociferando desde la televisión. Las opciones iban desde Bruce Lee y Jackie Chan, pasando por la lucha profesional hasta algún largometraje protagonizado por The Rock, pero no había nadie en estos momentos, por lo que supuso que la tripulación debía de estar dedicada a sus distintas tareas. Agachó la cabeza para dirigirse hacia el gimnasio, una habitación atestada dedicada al ejercicio alojada en la proa, separada del océano helado sólo por los mamparos. Kazinski estaba en la cinta andadora con unos pantalones cortos y una ajustada camiseta con el lema «Bésame, soy guardacostas».

– ¿Cómo puedes aguantar ahí sin caerte? -preguntó Wilde, cuando el barco dio otro tumbo.

– ¡Es lo mejor! -aseguró Kazinski, agarrándose a la barandilla y manteniendo un ritmo brutal-. ¡Es como montar un potro salvaje!

Había un pequeño monitor sobre sus cabezas que mostraba una imagen en tiempo real desde la proa. Michael pudo ver una imagen granulosa en blanco y negro del mar revuelto, donde cabeceaban los bloques de hielo, a pesar de las gotas de agua y espuma que manchaban la lente exterior.

– Se está poniendo la cosa fea ahí fuera -comentó Michael.

Kazinski echó una ojeada al monitor sin perder el paso.

– Se va a poner bastante peor cuando estalle la tormenta, téngalo por seguro.

Michael se alegraba de que Darryl no estuviera ahí para escuchar aquello. Atravesar por el estrecho más mortal del planeta sin sufrir ninguna tormenta le habría parecido como haber ido a París y no haber visto la Torre Eiffel.

Extendió las manos para sujetarse a ambas paredes del corredor y fue trastabillando hasta llegar a su propio camarote y abrir luego la puerta. El biólogo no se hallaba en su litera, pero la puerta de acceso al cuarto de baño estaba cerrada y pudo escucharle dentro, echando fuera todo lo que había comido.

Wilde se dejó caer en su litera y se tumbó. «Abróchense los cinturones. Ésta va a ser una noche movidita», dijo para sus adentros. Kristin citaba a menudo la vieja frase de Bette Davis en el largometraje Eva al desnudo, la mencionaba cada puesta de sol cuando se encontraban en problemas en algún lugar peligroso. Lo que habría dado por tenerla en ese momento a su lado y escuchar la cita de sus labios una vez más.

La puerta de contrachapado se abrió de golpe y Hirsch, doblado por la mitad, tropezó y se dejó caer despatarrado sobre su cama. Cuando se dio cuenta de que su compañero de cuarto estaba allí, masculló entre dientes:

– No creo que quieras entrar ahí. No he atinado.

A Michael le habría sorprendido que lo hubiera hecho.

– Crees que volverá a ocurrirte esta noche, ¿no? -le preguntó al verle vestido sólo con unos calzoncillos largos.

Darryl le dedicó una sonrisa lánguida.

– En su momento me pareció una buena idea.

– ¿Estarás bien?

El barco dio otro bandazo, tan violento que tuvo que agarrarse al armazón de la cama que estaba anclada al suelo.

Hirsch adquirió un tono más intenso de verde y cerró los ojos.

Michael se inclinó contra la pared interior, todavía agarrado al marco. Sí, sin duda iba a ser una noche muy dura y se preguntó cuánto duraría una tormenta de éstas. ¿Días? ¿Podría encresparse más? Y ya puestos en lo peor, ¿cuánto podría empeorar?

Cogió una de sus guías Audubon, pero el barco se mecía y cabeceaba tanto que no se podía leer. Intentar enfocar la vista bastaba para marearle. Colocó el libro debajo del colchón. Allí en los camarotes de popa del barco, el ruido de los motores y los propulsores era más alto que nunca. Darryl yacía tan inmóvil como una momia, pero aún enfurruñado y resoplando.

– ¿Qué has tomado? ¿Escopolamina?

Hirsch gruñó un sí.

– ¿Algo más?

– Una banda de acupresión. Se suponía que iba a ayudarme.

Michael jamás había oído hablar de ello, pero tampoco parecía que Darryl estuviera a punto de recomendarlo a nadie, desde luego.

– ¿Quieres que vaya a ver si Charlotte tiene algo más fuerte? -le preguntó a Darryl.

– No salgas ahí fuera -susurró el biólogo-. Morirás.

– Sólo voy a ir hasta el fondo del corredor. Volveré pronto.

Esperó a un momento de calma momentánea y después se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. El largo pasillo se inclinaba primero hacia un lado y luego hacia el otro y parecía una especie de caseta de feria. Las luces fluorescentes titilaban y zumbaban. El camarote de Charlotte estaba aproximadamente a mitad del barco, quizá a unos treinta metros de distancia, pero tuvo que ir muy despacio y con los pies muy separados para conservar el equilibrio.

Brillaba un hilo de luz debajo de su puerta, lo cual significaba que aún estaba despierta, así que llamó.

– Soy Michael -gritó-. Creo que Darryl necesita ayuda.

La doctora abrió la puerta con una bata enguantada con adornos chinos, unos dragones verdes y dorados escupiendo fuego, y zapatillas de lana. Se había anudado el pelo trenzado en un recogido en lo alto de la cabeza.

– No me lo digas -comentó, alcanzando ya su maletín negro-, se ha mareado.

Al llegar, encontraron a Darryl acurrucado en forma de una pelota. Era tan pequeño, medía poco más de metro sesenta, huesudo como un palo, que parecía un niño con dolor de barriga esperando a su mamá.

La mujerona se sentó en un lado de la cama y le preguntó qué se había tomado. Él le enseñó también la banda acupresora, a lo que ella repuso:

– No tengo nada en contra de las creencias de nadie.

Rebuscó en su maletín y sacó una jeringa y una botella.

– ¿Has oído hablar de la fenitoína sódica?

– Es lo mismo que el Dilantin.

– Oh, ya veo que conoces bien tus medicinas. ¿Lo has tomado alguna vez?

– Una vez, antes de una inmersión.

– Espero que no nos toque zambullirnos pronto. -Preparó la jeringa-. ¿Alguna reacción anómala?

Hirsch comenzó a sacudir la cabeza para decir que no, pero se pensó mejor lo de sacudir nada de forma innecesaria.

– No -masculló entre dientes.

– ¿Para qué sirve eso? -inquirió Michael mientras ella enrollaba una de las mangas del científico.

– Disminuye la actividad nerviosa del intestino. Es un medicamento para ataques y, hablando técnicamente, no está bien visto usarlo para el mareo. -Agitó un bote con alcohol-. Pero a los submarinistas les gusta. -Dispuso la jeringa, aunque tuvo que esperar de nuevo a que el barco se recuperara de lo que parecía una serie de puñetazos-. Quédate muy quietecito -le dijo a Darryl, y después clavó la aguja en la piel pecosa de la parte superior del brazo.

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