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Los petreles damero bailoteaban con sus patas palmeadas sobre la mismísima superficie del agua.

Os petreles plateados, grises como el cañón de un arma, se sostenían en el viento y después doblaban las patas y se dejaban caer, con la cabeza retrasada hacia el mar, como un miedoso saltando desde lo alto de un gran acantilado.

Los petreles paloma antárticos surfeaban sobre el oleaje, donde hundían sus anchos picos laminados como palas, y de esa forma filtraban el plancton del agua. Sus primos, los petreles paloma de pico estrecho, volaban con una mayor languidez, inclinándose para pescar con agilidad alguna presa ocasional desde unos cuantos centímetros por encima del mar.

Los petreles blancos, los más difíciles de ver porque no contrastaban contra la espuma y el agua pulverizada del turbulento océano, rebotaban como bolas de billar, dirigiéndose de un lado para otro y de ese modo, sus pequeñas alas puntiagudas rozaban ligeramente el agua helada para evaluar la forma y el rumbo del oleaje.

Pero el rey de todos ellos era el albatros errante, la mayor de las aves marinas; planeaba en las alturas como un gobernante vigilando majestuoso su reino. Uno se posó en la lona del helicóptero en la cubierta inferior justo cuando Michael rebuscaba en su bolsa impermeable de suministros una nueva tarjeta de memoria y varios más se entretenían cerca del barco, volando a su altura. El fotoperiodista no había visto ninguna criatura viajar con tal belleza y economía de movimientos. Con una envergadura de unos tres metros, los pájaros de color blanco ceniza, apenas parecían ejercer ningún tipo de esfuerzo en absoluto. Michael había estudiado que sus alas eran un milagro de diseño aerodinámico, que percibían cada pequeño y sutil cambio en el viento e instantáneamente ajustaban su juego completo de músculos para cambiar el ángulo y modificar cada pluma individual. Sus mismos huesos no pesaban casi nada, ya que en parte eran huecos. Aparte de los cortos periodos en que el albatros debía anidar o buscar compañía en alguna isla antártica, en general vivía toda su vida en el aire, extrayendo la fuerza de sus adaptables alas y usándolo gracias a algún prodigioso instinto navegador para dar vueltas a todo el globo una y otra vez.

No era de extrañarse entonces que los marineros siempre los hubieran reverenciado ni que los considerasen como una señal de buen agüero, tal y como explicó el capitán Purcell esa noche durante la cena; luego, añadió:

– Esos pájaros tienen un sistema de navegación global en sus cabezas mejor que todo lo que llevamos en la cabina del timonel.

– Unos cuantos me han hecho compañía hoy -comentó Michael-, mientras estaba en la cubierta voladiza.

Purcell asintió mientras alargaba la mano hacia la botella de espumosa sidra.

– Pueden ajustar su ángulo y su velocidad de vuelo a la rapidez del barco que estén siguiendo.

Rellenó de sidra el vaso de la doctora Barnes. Como Michael había constatado en su primera noche a bordo, cuando había pedido una cerveza con tanta inocencia, no se servía alcohol en los barcos de la Armada de Estados Unidos ni en los de la guardia costera.

– Un amigo mío, un ornitólogo de Tulane -aportó Hirsch-, anilló con un sistema electrónico a un albatros en el océano Índico y le siguió vía satélite durante un mes. Viajó unos quince kilómetros, deteniéndose en una única ocasión. Parece ser que el ave es capaz de ver a centenares de metros de alturas los bancos bioluminiscentes de calamares. Cuando éstos ascienden a la superficie para alimentarse las aves descienden para hacer lo propio.

Charlotte hizo una pausa para coger uno de los cuencos y servirse de la bandeja de plástico; luego, comentó:

– Esto de aquí son calamares, ¿no? -Todo el mundo se echó a reír-. Quiero decir que no me haría ninguna gracia dejar sin comer a algún albatros hambriento.

– No, ésta es una de las especialidades del cocinero, tiras de calabacín fritas.

La doctora se sirvió y después se la pasó a la oficial de operaciones, la teniente Kathleen Healey, a quien todos llamaban «Ops» para abreviar.

– Servimos un buen surtido de hortalizas y fruta fresca al zarpar -observó el capitán Purcell-, y montones de enlatados y congelados en el largo camino de regreso.

El barco viró con brusquedad, como si diera un paso hacia el lado, y luego volvió a virar. Michael puso una mano sobre la cinta de goma que rodeaba todo el borde de la mesa y la otra en el vaso de sidra, los pasajeros todavía no se habían habituado a los continuos balanceos del rompehielos.

– El barco tiene una forma parecida a la de un balón de fútbol -comentó Kathleen, que parecía completamente indiferente a la turbulencia-; de hecho, no está diseñado para navegar por aguas tranquilas, ni siquiera tiene quilla. Más bien se diseñó para moverse suavemente a través de los icebergs y el hielo, y ése es un buen motivo para que estén ustedes contentos de ir a bordo.

– Hemos tenido muchísima suerte -añadió el capitán-, tenemos altas presiones sobre nosotros, lo que implica mar tranquila y buena visibilidad, con lo cual avanzaremos a buen ritmo hasta Point Adélie.

Michael detectó la duda en su voz al igual que los demás.

– ¿Pero…? -inquirió Charlotte mientras sostenía una tira de calabacín en la punta de su tenedor.

– Bueno, da la sensación de que se está disolviendo -añadió él-. En el cabo, el tiempo cambia de manera muy rápida.

– Gradualmente nos estamos acercando a lo que se conoce como la Convergencia Antártica -informó la teniente Healey-, que es donde las aguas frías procedentes de las fosas polares entran en contacto con el agua más cálida procedente de los océanos Índico, Atlántico y Pacífico. Navegaremos por mares mucho más impredecibles y con un clima menos benigno.

– ¿Al de hoy le llamaría usted benigno? -Preguntó Charlotte, antes de morder el calabacín de su tenedor-. Se me han congelado tanto las trenzas que se han quedado tiesas -comentó con una risotada, pero todo el mundo sabía que no era una broma.

– Lo de hoy le parecerá una ola de calor antes de que lleguemos a nuestro destino -comentó el capitán mientras cogía el bol de la pasta primavera-. ¿Alguien quiere repetir?

Darryl no había probado el aperitivo, cóctel de gambas, por lo que alargó la mano de forma inmediata. A pesar de su tamaño, habían comprobado que era un tragón: podía zamparse a todos los comensales de esa mesa tranquilamente.

– Sólo estoy intentando prepararles para lo que se avecina -continuó el capitán.

Y su aviso se hizo realidad mucho antes de lo que cabía esperar. La intensidad del viento había ido a más y era cada vez mayor el tamaño de los témpanos que se encontraban en su camino; las dimensiones de algunos superaban ya las de un vagón de tren. Cuando no era posible rebasar alguno, el barco hacía aquello para lo que estaba preparado: se abría camino a través del hielo. Una vez terminada la cena, con el sol aún colgado inmóvil sobre el horizonte, el periodista se dirigió hacia la proa para observar el enfrentamiento encarnizado que se entablaba entre el orgullo del rompehielos de la guardia costera y los icebergs que pasaban.

Darryl Hirsch ya estaba allí, envuelto en un pasamontañas de lana roja que le cubría por completo la cabeza y el rostro y del cual sólo asomaban sus gafas.

– Has de ver esto -dijo cuando se le unió Michael en la barandilla-. Desde luego es casi hipnótico.

Justo delante tenían una masa tabular de hielo del tamaño de un campo de fútbol, y Michael sintió que el Constellation tomaba impulso antes de embestir directamente al centro del iceberg cubierto de nieve. El hielo al principio no cedió ni un centímetro y Michael se preguntó cuál sería su grosor. Los motores rugían y gruñían y el casco redondeado del navío, justo por ese motivo, se alzó sobre la superficie del glaciar y dejó que sus trece mil toneladas de peso presionaran hacia abajo. Primero se abrió una fisura mellada en el hielo y luego otra, que tomaron direcciones opuestas. El rompehielos empujó hacia delante, sin ceder un instante, hasta que de repente con un gran ruido de crujidos y chasquidos el hielo quebró. Se levantaron enormes astillas a ambos lados de la proa, elevándose casi hasta la altura de la cubierta donde se encontraban Darryl y Michael. Instintivamente, se apartaron de la barandilla, pero pronto tuvieron que aferrarse a ella para no salir despedidos dando tumbos en dirección a la popa.

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