– No sé qué decirte. Con los datos que me das… Si estuvieras dispuesta a hacer algún curso de reciclaje…
– Quizá -mintió Clodagh.
– Si sale algo ya te llamaré.
Ambas sabían que no iba a hacerlo.
Yvonne la acompañó hasta la puerta. A Clodagh le entusiasmó ver que era un poco patizamba.
Ya en la calle, con su odioso, ridículo y carísimo traje, echó a andar despacio hacia su coche. Tenía la autoestima por los suelos. Aquella mañana había recibido una cruel lección sobre lo vieja e inútil que era. Clodagh había depositado todas sus esperanzas en un empleo, pero evidentemente el mundo iba demasiado deprisa, y ella ya no estaba capacitada para ocupar un lugar en él.
¿Qué iba a hacer ahora?
34
El martes por la mañana Lisa saltaba de impaciencia por entrar en las oficinas de Randolph Media. No podría soportar otro fin de semana como el que acababa de pasar. El lunes había alcanzado tal grado de aburrimiento que fue al cine sola. Pero para la película que quería ver no quedaban entradas, así que acabó comprando entradas para otra que se titulaba Rugrats II, y compartiendo el cine con una horda de sobreexcitados menores de siete años. No se había enterado hasta entonces de la cantidad de niños que había en el mundo. Y eso que últimamente pasaba gran parte de su tiempo con niños…
Miró con odio a Bill, el portero, quien, al otro lado de la puerta de cristal, hizo tintinear las llaves y le abrió. Todo era culpa de aquel viejo perezoso y holgazán. Si le hubiera dejado ir a trabajar aquel fin de semana, Lisa nunca se habría enterado de lo vacía que estaba su vida.
– Cielos, qué temprano llega usted hoy -refunfuñó el portero, sorprendido.
– ¿Ha pasado un buen fin de semana? -preguntó Lisa, mordaz.
– Ya lo creo -contestó Bill, y se explayó con un detallado recuento de visitas de nietos, visitas a nietos…
– Pues yo no -le interrumpió ella.
– Lo lamento -repuso él, preguntándose qué tenía que ver eso con él.
Pero todo tenía una parte positiva, pensó Lisa al entrar en el ascensor, y en aquel caso lo positivo era que ella había tomado ciertas decisiones. Si no tenía más remedio que pasar una temporada en aquel condenado país, se crearía un círculo de amistades. Bueno, quizá no de amistades en el sentido estricto de la palabra, pero sí de personas a las que pudiera llamar «cariño» y con las que pudiera criticar a otras personas.
Y también pensaba acostarse con alguien. Con un hombre, especificó rápidamente. Al cuerno con la Nueva Bisexualidad, que ella misma había descrito en el número de marzo de Femme: Lisa no había podido pasar de un avergonzado morreo con una modelo en el Met Bar. Tenía muy claro que a ella le iban los hombres.
Aquella espantosa necesidad de llamar a Oliver que había sentido el fin de semana era una señal indudable de que necesitaba un hombre. No estaría mal que fuera Jack. Pero, endureciendo su determinación, decidió que si él quería jugar a Richard Burton y Elizabeth Taylor con Mai, le buscaría un sustituto. Quizá eso lo hiciera entrar en razón. Fuera como fuese, las cosas no podían continuar como estaban.
Era consciente de que quizá no encontrara un novio adecuado inmediatamente. Pero se propuso acostarse con alguien antes de que terminara la semana.
¿Quién podía ser? Estaba Jasper French, el famoso chef; no cabía duda de que él estaba dispuesto. Pero era un pelmazo. También estaba Dylan, aquel tipo al que había visto con Ashling. Era una monada. Desgraciadamente estaba casado, de modo que Lisa no tenía muchas posibilidades de encontrárselo en una discoteca. Sería más fácil encontrárselo paseando el fin de semana por una tienda de bricolaje.
«¡Ostras!», dijo en voz alta en cuanto puso el pie en la oficina. Había botellas de champán, tazas, papel de aluminio y alambre por todas partes, y olía a pub. Por lo visto la señora de la limpieza no creía que fuera su deber limpiar los restos de la juerga del viernes. Pues bien, Lisa tampoco pensaba limpiar nada: tenía que pensar en sus uñas. Podía hacerlo Ashling.
El resto de los empleados llegaron tarde, para desesperación de Lisa. Todos habían pasado tres estupendos días de fiesta. Hasta la señora Morley, quien tras el par de copas de champán del viernes se había pasado el resto del fin de semana borracha.
Había llegado el momento de la venganza: todos sin excepción estaban quejumbrosos y deprimidos, sobre todo Kelvin, que había pinchado su mochila naranja inflable con el anillo que llevaba en el pulgar en un trágico accidente ocurrido el sábado por la noche mientras buscaba un bolígrafo.
Mientras todos se guardaban muy bien de mirar las tazas sucias, empezaron a comparar sus resacas.
– A mí siempre me afecta más al estómago que a la cabeza -confesó Dervla O'Donnell-. Lo único que me quita las náuseas son un par de bocadillos de beicon.
– A mí lo que me hunde es la paranoia -dijo Kelvin lanzándole una mirada furtiva a Dervla y volviendo a bajar la cabeza. Hasta la señora Morley admitió tímidamente:
– A mí es como si me estuvieran clavando una daga en el ojo derecho.
A Lisa le habría encantado participar en aquella conversación, pero no podía hacerlo. Por si fuera poco su cabreo, Mercedes entró pavoneándose, cargada de bolsas llenas de adhesivos de compañías aéreas. Al parecer había pasado el fin de semana en Nueva York, nada más y nada menos. «Guarra. Engreída -pensó Lisa con amargura-. Qué suerte tenía. Y ¿cómo podía ser que todo el mundo lo hubiera sabido, menos ella?»
A Mercedes le habían encargado varias cosas de Nueva York: unos Levi's blancos para Ashling (por lo visto allí costaban la mitad); un sombrero Stussy para Kelvin (en Europa era imposible encontrarlos); y un cargamento de barritas Babe Ruth para la señora Morley, que había estado en Chicago en los años sesenta y desde entonces no había vuelto a probar los Cadbury's. Los afortunados receptores se abalanzaron sobre sus artículos chillando de alegría, y el dinero cambió rápidamente de manos.
– Estaba pensando en suicidarme -comentó Kelvin mientras se probaba el sombrero-, pero no lo voy a hacer.
Lisa los miraba con cara avinagrada. Habría podido pedirle a Mercedes que le trajera loción corporal Kiehl's; o mejor dicho, habría sido un placer renunciar a pedírselo.
Aparte de los encargos, Mercedes había traído generosos regalos para la oficina: caramelos de goma de cuarenta sabores, varias bolsas de bombones Hershey y un montón de tazas de crema de cacahuete Reece's. Pero cuando Mercedes le ofreció una bolsa de bombones Hershey a Lisa, esta se estremeció y dijo:
– No, gracias. Siempre he creído que el chocolate americano sabe un poco a vómito.
La señora Morley, que tenía la boca llena de Babe Ruth, se quedó atónita ante aquel sacrilegio, y Mercedes fulminó a Lisa con sus ojos negros azabache. Lisa detectó desprecio en ellos, incluso burla.
– Si tú lo dices -se limitó a replicar Mercedes con tono inexpresivo.
La última en llegar fue Trix, contribuyendo notablemente a la fuerte mezcla aromática de la oficina.
– Se ve que alguien ha pasado el fin de semana en la playa -observó la señora Morley haciendo gala de una insólita tendencia a actuar para la galería-. Huele a pescado.
– Ja, ja -dijo Trix con desdén.
Aquello desencadenó comentarios sarcásticos.
– ¿Has cambiado de perfume, Trix? -preguntó Kelvin.
– Venga, no os paséis -intervino Ashling.
– ¿No será que te han cortado el agua? -terció Mercedes.
En ese momento entró Jack, con las manos en los bolsillos y todo sonrisas.
– Buenos días a todos -dijo alegremente-. ¿Sabéis que esta oficina está patas arriba?
Trix se volvió hacia él y protestó:
– Jack… Bueno, señor Devine. Se están burlando de mí porque huelo a pescado. No paran de hacer bromas.
– Me encanta la gente que se toma el trabajo con alegría -dijo Jack sin intervenir en el conflicto.