– Siéntese. -No pensaba dedicarle más de cinco minutos.
Ansiosa por hacerlo bien, Ashling se sentó en una silla frente a Calvin, sentado al otro lado de la mesa.
– Estoy esperando a Jack Devine, nuestro director ejecutivo en Irlanda -explicó Calvin-. Ya no puede tardar. Antes que nada -añadió consultando el currículum de Ashling-, me gustaría que me dijera cómo pronuncia su nombre.
– Ash-ling.
– Ash-ling. Ashling. De acuerdo. Muy bien, Ashling, veo que durante los últimos ocho años ha trabajado en varias revistas…
– En una revista. -Ashling oyó una risita nerviosa y se dio cuenta de que era suya-. Solo en una.
– Y ¿por qué deja Woman's Place?
– Busco un nuevo desafío -contestó, nerviosa. Era lo que Sally Healy le había aconsejado que dijera.
Se abrió la puerta y entró el individuo que había recibido el mordisco.
– Hola, Jack. -Calvin Carter frunció las cejas-. Te presento a Ashling Kennedy.
– ¿Qué tal?
Jack tenía otras cosas en que pensar. Estaba de mal humor. Se había pasado gran parte de la noche negociando con los técnicos del canal de televisión y, casi simultáneamente, con una cadena norteamericana a la que intentaba convencer de que no vendiera su premiada serie a RTE sino a Channel 9. Y por si todavía no tenía suficiente trabajo, le habían encargado lanzar aquella estúpida revista femenina. ¡Como si en el mundo no hubiera ya demasiadas! Pero tenía que admitir que la verdadera fuente de su sufrimiento era Mai. Aquella mujer lo volvía loco. La odiaba. La odiaba con toda su alma. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que le gustaba? No pensaba volver a contestar sus llamadas. Nunca más, era la última vez, la última…
Se colocó detrás de la mesa, intentando concentrarse en la entrevista. El viejo Calvin se hacía unos líos tremendos con aquellos asuntos. Jack sabía que en cualquier momento tendría que preguntar algo que sonara vagamente relevante, pero en lo único que podía pensar ahora era en si podía desangrarse. O quizá contrajera la rabia. ¿Cuánto tardabas en empezar a echar espuma por la boca?
Columpiándose sobre las patas traseras de la silla, levantó el dedo herido y lo examinó. No podía creer que Mai le hubiera mordido. Otra vez. La última vez le prometió… Apretó más fuerte el improvisado vendaje de papel higiénico, y la sangre traspasó el papel.
– Hábleme de sus virtudes y defectos -pidió Calvin.
– Para ser sincera, he de decir que donde estoy más floja es en la redacción de artículos. No tengo problemas con las entradillas, los títulos ni los artículos breves, pero en cambio no tengo mucha experiencia en artículos largos. -La verdad era que no tenía ninguna-. Mis virtudes más destacadas son que soy meticulosa, organizada y trabajadora. Soy un buen número dos -prosiguió con seriedad, citando al pie de la letra a Sally Healy. Entonces hizo una pausa y dijo-: Perdone, ¿quiere una tirita para el dedo?
Jack Devine levantó la cabeza, sorprendido.
– ¿Quién? ¿Yo?
– No veo a nadie más sangrando -dijo Ashling, esbozando una sonrisa.
Jack Devine negó con la cabeza.
– No, gracias -añadió hoscamente.
– ¿Por qué no? -intervino Calvin Carter.
– Estoy bien -dijo Jack haciendo un gesto con la mano buena.
– Coge la tirita -insistió Calvin-. Te irá bien.
Ashling se puso el bolso sobre el regazo y, sin apenas rebusca en él, extrajo una caja de tiritas. Eligió una y se la pasó a Jack. -Creo que esta es del tamaño adecuado.
Jack se quedó como si no tuviera ni idea de qué tenía que hacer. Calvin Carter tampoco hacía nada para ayudar.
Ashling contuvo un suspiro, se levantó de la silla, le arrebató la tirita a Jack y retiró el papel encerado.
– Déjeme el dedo.
– Sí, señorita -dijo Jack con sorna.
Ashling le puso la tirita con rapidez y eficacia. Sorprendiéndose a sí misma, y con el pretexto de asegurarse de que la tirita estaba bien puesta, le dio un pequeño apretón en el dedo a Jack Devine, y sintió una ignominiosa satisfacción al ver su mueca de dolor.
– ¿Qué más lleva en el bolso? -preguntó Calvin Carter con curiosidad-. ¿Aspirinas?
Ashling asintió con cautela y dijo:
– ¿Quiere una?
– No, gracias. ¿También lleva papel y bolígrafo?
Ella volvió a asentir.
– ¿Y…? Ya sé que es pedir demasiado, pero… ¿lleva un costurero?
Ashling hizo una pausa y adoptó una expresión tímida; luego soltó una risita.
– Pues sí -admitió.
– Es usted una persona muy organizada -terció Jack Devine, haciendo que aquel comentario sonara como un insulto.
– Alguien tiene que serlo. -Calvin Carter había cambiado de opinión sobre ella. Era una chica encantadora, y aunque tenía los dientes manchados de lápiz de labios, al menos llevaba lápiz de labios-. Gracias, Ashling. Ya la llamaremos.
Ashling les estrechó la mano a los dos, aprovechando una vez más la ocasión para darle un doloroso apretón a Jack Devine.
– Me ha gustado -dijo Calvin Carter, riendo.
– A mí no -repuso Jack Devine, malhumorado.
– He dicho que me ha gustado -repitió Calvin Carter, que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria-. Es formal y tiene recursos. Ya puedes darle el puesto.
4
Clodagh despertó temprano. Eso no suponía ninguna novedad. Clodagh siempre despertaba temprano. Cuando tenías niños, pasaba eso. Si no pedían a gritos que les dieras de comer, se metían en tu cama, entre tu marido y tú, o entraban en la cocina a las seis y media un sábado por la mañana y se ponían a hacer un ruido ensordecedor con las cacerolas.
Esta mañana tocaba ruido ensordecedor con las cacerolas. Después Clodagh descubriría que Craig, su hijo de cinco años, le estaba enseñando a Molly, su hija de dos y medio, a hacer huevos revueltos. Con harina, agua, aceite de oliva, ketchup, salsa de carne, vinagre, coco, velas de cumpleaños y, por supuesto, huevos. Nueve huevos para ser exactos, con cáscara incluida. Clodagh sabía, por el tipo de ruido, que estaba pasando algo terrible en el piso de abajo, pero estaba demasiado cansada, o demasiado no sé qué, para levantarse e intervenir.
Con la mirada perdida, se quedó escuchando cómo los niños arrastraban las sillas por el suelo nuevo de piedra caliza, abrían y cerraban los armarios SieMatic recién instalados y maltrataban las cacerolas Le Creuset.
A su lado, todavía profundamente dormido, Dylan cambió de postura y le puso un brazo encima. Clodagh se le arrimó un momento, buscando alivio. Entonces, al notar la erección de él contra su estómago, la invadió un sentimiento automático de rechazo y se apartó con cautela.
Sexo no. No lo soportaba. Ella necesitaba cariño, pero cada vez que se acercaba al cuerpo de él en busca de consuelo, él se excitaba. Sobre todo por la mañana. Y Clodagh se sentía culpable cada vez que lo rechazaba. Pero no lo bastante culpable como para ceder.
Dylan tenía más posibilidades por la noche, sobre todo cuando ella se había tomado unas cuantas copas. Clodagh nunca lo mantenía a raya más de un mes, porque temía lo que eso podía significar. Así que cuando se acercaba el plazo siempre organizaba algún tipo de embriaguez y cumplía con él; en esas ocasiones, su entusiasmo y su inventiva estaban en proporción directa con la cantidad de ginebra que hubiera consumido.
Dylan volvió a acercarse a ella, y Clodagh se deslizó hacia el otro lado de la cama con una habilidad resultado de varios meses de práctica.
De pronto se oyó un estruendo alarmante en el piso de abajo.
– Malditos enanos -murmuró Dylan, adormilado-. Van a destrozar la casa.
– Voy a decirles algo. -Lo más prudente era levantarse.
Más tarde, cuando llegó Ashling, el descalabro de los huevos revueltos ya no era más que un lejano recuerdo, superado con creces por las atrocidades ocurridas en la mesa del desayuno.