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En cuanto despertó el domingo por la mañana, Lisa deseó no haberlo hecho. El silencio que había detrás de la ventana de su dormitorio tenía algo que indicaba que era muy, muy temprano. Y a ella le habría gustado que fuera muy tarde. Pasado el mediodía, a ser posible. O, puestos a pedir, que fuera el día siguiente.

Se quedó quieta y atenta por si oía a alguna madre gritando, a algunos niños peleándose o arrancándole la cabeza a una Barbie, cualquier evidencia de que al otro lado de las paredes el mundo seguía en movimiento. Pero aparte de una bandada de pájaros que habían acampado en su jardín y que piaban y gorjeaban alegremente como si les hubiera tocado la lotería, no oyó nada.

Cuando ya no pudo soportar más aquella incertidumbre, rodó sobre las arrugadas sábanas y miró con recelo el despertador. Las siete y media. De la mañana.

El fin de semana con puente se estaba haciendo eterno. Agravado, sin duda, por el hecho de que Lisa estaba completamente sola.

No se había imaginado que tendría que pasarlo así. Durante la semana había dado por hecho que Ashling la invitaría a tomar algo, o a alguna fiesta, o a conocer a la chiflada de Joy, o a Ted, o algo. La verdad era que Ashling se pasaba la vida invitándola a sitios. Pero el viernes por la tarde salió de la oficina un poco acelerada por el champán, y hasta que llegó a casa y se serenó un poco no se dio cuenta de que Ashling no la había invitado a nada. La muy fresca. Llevaba días proponiéndole cosas que no le interesaban, y cuando Lisa necesitaba una invitación, no se la hacía.

Encendió un cigarrillo, malhumorada, rompiendo la norma de no fumar nunca en la cama.

Qué extraña era la vida en Dublín. En Londres, Lisa jamás había tenido tiempo libre. Siempre había un montón inagotable de citas aguardando su rechazo. Y en las raras ocasiones en que tenía algo de tiempo para el ocio, Lisa siempre podía emplearlo para trabajar.

Pero aquí era diferente. No había podido organizar ninguna cita para el fin de semana. Los periodistas, los peluqueros, los DJ y los diseñadores eran una pandilla de mantas: todos se iban fuera, y aunque no lo hicieran, no se sentían inclinados a reunirse con ella, o solo estaban dispuestos a hacerlo si los sobornaban.

Para colmo, el lunes no podría ir a la oficina porque el edificio estaría cerrado. En cuanto se enteró, el viernes por la mañana, fue al despacho de Jack y montó un escándalo.

– ¿Por qué no le dices al portero…? ¿Cómo se llama? ¿Bill? ¿Por qué no le dices que venga a abrirme y se vuelva a casa?

– ¿Un lunes festivo? -Le pareció que Jack lo encontraba graciosísimo-. ¿Bill? Ni soñarlo.

«Maldito holgazán -pensó Lisa furiosa-. En Londres los porteros siempre iban a abrirle la oficina.»

– ¿Por qué no descansas un poco? -le aconsejó él-. Has hecho mucho en muy poco tiempo; te mereces un descanso.

Pero Lisa no quería descansar, era demasiado hiperactiva. Tenía tres días enteros por delante. ¿Qué iba a hacer para llenarlos? Y ¿por qué no le sugería él que hicieran algo juntos?, se preguntó, frustrada. Sabía que Jack se interesaba por ella: lo había visto más de una vez en su cara.

– Haz alguna excursión. Tómate unas copas -le sugirió.

¿Con quién?

Se había planteado ir a Londres a pasar el fin de semana, pero le daba vergüenza. ¿Dónde iba a alojarse? Había alquilado su piso y dejado enfriar sus amistades (casi todas se habían ido a pique durante los dos últimos años, cuando Lisa se esforzaba por extender su esfera de influencia en la empresa), y la única persona a la que había dedicado alguna vez su precioso tiempo era Fifi. Pero Lisa estaba tan avergonzada desde que la habían desterrado a Irlanda que no se había dignado a hablar con ella. Si iba a Londres tendría que alojarse en un hotel, como una… como una vulgar turista.

Pero el viernes por la noche, cuando comprendió que aquel fin de semana se iba a aburrir como una ostra, decidió que no le importaba ir a Londres de turista. Y entonces fue cuando se enteró de que todos los vuelos estaban completos. Todo el mundo estaba loco por huir de aquel asqueroso país. Era lógico.

No obstante, el sábado no estuvo del todo mal. Lisa fue a la peluquería, donde le cortaron el pelo, le tiñeron las pestañas, le limpiaron los poros y le hicieron las manos y los pies. Y todo eso gratis. Luego hizo la compra de la semana. Durante los siete días siguientes solo pensaba comer alimentos que empezaran por «a»: alcachofas, albaricoques, aguacates, anchoas y ajenjo.

Como se sentía muy frágil, adaptó las normas para permitir que un bollito danés de albaricoque entrara en la cesta. Lo agradeció mucho, porque pasar el sábado por la noche sola en casa ya resultaba bastante deprimente.

Ahora ya era domingo por la mañana, y todavía quedaban por pasar dos días enteros.

«Vuelve a dormirte -se dijo-. Vuelve a dormirte y matarás un par de horas más.»

Pero no podía. Y no era de extrañar, pensó con amargura, pues la noche anterior se había acostado a las diez.

Se levantó de la cama, se dio una ducha, y pese a que le dedicó a su aseo un tiempo poco habitual y casi se dejó en carne viva, a las nueve y cuarto ya estaba vestida y preparada. ¿Preparada para qué? Rebosante de energía que no tenía en qué emplear, se preguntó: ¿qué hace la gente? La gente iba al gimnasio, supuso poniendo los ojos en blanco (y lamentando que no hubiera nadie con ella para ver cómo lo hacía). Lisa se enorgullecía de no ir nunca al gimnasio, sobre todo en Dublín. Todo aquello del stairmaster y el remo estaba totalmente pasado de moda. La industria del fitness irlandesa estaba tan atrasada que todavía creían que el hoola-hop era una idea original. No, a Lisa le interesaban más otras tendencias menos violentas y más modernas. La gimnasia pasiva, el yoga, la isometría. A ser posible en clases individuales con un preparador que tuviera a Elizabeth Hurley y Jemina Khan entre sus clientes.

El único problema de las técnicas como la gimnasia pasiva era que, como en realidad no aceleraban tu metabolismo, obtenías mejores resultados si las combinabas con un estricto régimen alimenticio. De ahí que Lisa hubiera introducido trucos como el de la dieta «a». Curiosamente, había pocos alimentos prohibidos que empezaran por la «a». Con la «b» todo habría sido diferente: beicon, bounties, bacardí, brie, bollos… Y cuando necesitaba adelgazarse en serio, se pasaba una semana haciendo la «y». Prácticamente solo podía comer yogures. O la «w»: con la «w» sí que no había vuelta de hoja.

Lisa desayunó un albaricoque, una rama de apio y un vaso de agua mineral, y se alegró de que ya fueran las diez. Pero cuando empezó a temer que se pondría a charlar con las paredes, tomó una decisión: tenía que ir de compras. Y no se trataba simplemente de una terapia, sino que tenía un objetivo. Bueno, algo parecido. Quería instalar persianas de madera en una de las paredes de su dormitorio, tapizando por completo la pared, para compensar la atmósfera rústica y darle un aire más geométrico y urbano. Luego escribiría un artículo en la revista sobre esas persianas y les dejaría pagar parte de la factura.

Sin embargo, cuando llegó a Grafton Street se llevó un chasco, pues todavía no había ninguna tienda abierta, y por la calle solo se veían algunos turistas desconcertados.

Maldito país, pensó por enésima vez. ¿Dónde estaba la gente? En misa, seguramente, dedujo con desdén.

A la una, le dijo el empleado del quiosco. Las tiendas abrían a la una. Lisa se sentó en una cafetería, con las piernas cruzadas, bebiendo café americano y leyendo un periódico. Solo los continuos golpecitos que daba con el pie, en su intento de acelerar el tiempo, ofrecían una pista de su histerismo interno.

Y ¿qué pasaba con aquellas inusitadas condiciones meteorológicas? No había ni rastro de lluvias torrenciales ni de vientos huracanados, fenómenos que nunca fallaban cuando había un puente. Hacía un sol espléndido que brillaba en un cielo de un azul espectacular, y aquello le recordó otros tiempos, que a su vez la pusieron triste, y eso Lisa no podía permitírselo. ¡Ni hablar!

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