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Cuando terminó su número de diez minutos, Marcus le tocó el brazo a Ashling y dijo:

– Ya podemos marcharnos.

– No me importa quedarme un rato más…

Él sacudió la cabeza:

– No. Prefiero hablar contigo.

Sonrió en la penumbra, y de pronto Ashling se dio cuenta de que, pese a ser del montón, Marcus era tirando a guapetón. Entraron en otro pub, y cuando se hubieron sentado, Marcus le preguntó:

– ¿Qué te ha parecido el Hombre de Litio?

Ella reflexionó y dijo:

– La verdad, no me ha gustado mucho.

– Ah, ¿no? ¿Cómo es eso? -A él parecía interesarle mucho su opinión, y Ashling se sintió halagada.

– No me parece que sea muy ingenioso reírse de los enfermos mentales -explicó-. A menos que seas francamente gracioso, y él no lo es.

– Y ¿a quién consideras francamente gracioso? -preguntó él mirándola de hito en hito.

– Pues a ti, evidentemente. -Ashling soltó una risita un tanto estridente, pero a él no pareció importarle-. ¿Y a ti quién te gusta?

– Pues me gusto yo, obviamente. -Ambos rieron con complicidad-. Y Samuel Beckett.

Ashling soltó una larga carcajada, hasta que se dio cuenta de que Marcus lo había dicho en serio. Mierda.

– Creo que es el mejor escritor cómico del siglo -añadió Marcus.

– Una vez vi Esperando a Godot -dijo Ashling, no muy convencida. Lo que no comentó fue que había ido con el colegio, y que no había entendido ni papa.

Pero aparte del tropiezo con Beckett, la velada transcurrió sin incidentes. Bebieron abundantemente, y Marcus se mostró muy cariñoso y atento con ella. Por efecto de sus pecas, Ashling se sentía relajada a su lado, y le contó muchas cosas. Le habló de sus clases de salsa (tenía que admitir que estaba encantada de haberse apuntado a aquellas clases, porque tenía que parecer una persona con «aficiones»), de cómo le gustaban los bolsos y que le encantaba su trabajo en Colleen, con algunas excepciones.

– Pero que conste que no es una indirecta -se apresuró a aclarar.

– Ya lo sé. Pero dime la verdad, ¿te presionan para que les lleves la cabeza de Marcus Valentina?

– N… no -balbuceó ella.

– ¿Y seguro que no te marean con ese tema? -insistió.

– No, qué va -dijo con vehemencia-. De hecho ni siquiera lo han mencionado.

– Ah. -Tras un breve silencio, añadió-: Ya. Entiendo.

La miró con los párpados caídos y esbozó una sonrisa, y Ashling notó un repentino calorcillo en el plexo solar y se dio cuenta de que lo encontraba atractivo. Debía de ser de esas personas que con el tiempo te llegan a gustar. Y no se parecía en nada al personaje que interpretaba en el escenario. Mucho mejor: los tontorrones no eran exactamente su tipo en la cama.

Entonces Marcus cambió de postura, ladeó la cabeza hacia la suya y dijo con voz suave y elocuente:

– ¿Te apetece una bolsa de patatas fritas?

– No, gracias.

– Veamos: ya nos hemos tomado una copa, no quieres patatas fritas, así que lo único que queda en el programa es…

¡El polvo desenfrenado!

Pese a que había perdido la cuenta de las copas que se había tomado, aquella perspectiva le produjo a Ashling una repentina e inexplicable parálisis. No era exactamente miedo, pero también había parte de eso. Marcus le caía muy bien, lo encontraba atractivo, pero aun así…

– Hombre, verás… Es que no quisiera llegar muy tarde a casa esta noche. Mañana tengo que madrugar para ir al trabajo y…

– Ya. Claro -dijo él sin alterarse, pero sin mirarla directamente a los ojos-. En ese caso, será mejor que nos movamos.

Cuando la dejó en la puerta de su casa le dio un beso que no convenció del todo a Ashling.

33

Unas manos blandas y rechonchas le acariciaban la cara… Inmersa en un dulce duermevela, Clodagh se deleitó con el calor de las manos de Molly recorriendo su sensible y flexible cutis. Tumbada sobre el pecho de Clodagh, Molly paseaba sus tiernos y pegajosos deditos por la barbilla de su madre, por sus mejillas, por su nariz, su frente y… ¡Ay! Clodagh vio las estrellas.

– ¡Me has dado un puñetazo en el ojo, Molly! -gritó, aturdida tras aquel despertar tan brusco.

– Mami se ha despertado -dijo Molly fingiendo sorpresa.

– Pues claro que se ha despertado. -Clodagh se tapó con la mano el ojo dolorido, del que empezaban a salir lágrimas a chorro-. La gente suele hacerlo cuando le pegan un tortazo en el ojo.

Se quitó a Molly de encima, se levantó de la cama y fue hasta el espejo para comprobar los daños. Hoy tenía que estar impecable porque tenía una cita en una agencia de colocación.

Una mitad de su cara estaba normal, y la otra componía un desastre de lágrimas y un ojo inyectado en sangre. Maldita sea. Entonces reparó en el montón de ropa que había en la silla, y emprendió el habitual frenesí de recoger y guardar previo a las visitas de Flor.

– ¡Vístete, Craig! -gritó-. Date prisa, Molly, ponte la ropa. Flor no tardará en llegar.

Bajó la escalera a toda prisa, y se enfrentó al desayuno, que como siempre era zona de guerra.

– ¡No quiero All-Bran! -gritaba Craig a pleno pulmón-. ¡Quiero Coco Pops!

– No te daré Coco Pops hasta que no termines el All-Bran -dijo Clodagh, creando la ilusión de que aquella vez su hijo la obedecería.

La compra semanal de Clodagh incluía unos paquetes de seis cajas de cereales variados; los Sugar-Puffs y los Coco Pops se terminaban enseguida, mientras que los otros, más insípidos, como el All-Bran, se acumulaban en los armarios de la cocina sin que nadie les hiciera caso. Clodagh intentaba resistirse a abrir otro paquete hasta que no se hubieran terminado los que nadie quería. Y siempre acababa cediendo. Sobre todo hoy, porque hoy el tiempo tenía fundamental importancia. Rompió el celofán de un paquete nuevo de seis cajas y le puso los Coco Pops delante a Craig. A continuación, y todavía en camisón, salió de la casa y fue corriendo hasta el coche, de donde sacó varias bolsas escondidas en el maletero. Solía hacerlo cuando se compraba ropa nueva. Aunque Dylan nunca ponía reparos a que su mujer se gastara dinero en ropa, ella se sentía culpable.

Sin embargo, aquella vez era diferente. Dylan había tenido que trabajar el lunes festivo, y Clodagh había dejado a los niños con su artrítica madre y había salido a gastar. Las bolsas con que entró en casa contenían ropa juvenil y divertida, una ropa que ella no estaba del todo segura de poder ponerse. También se había comprado un traje con motivo de su visita a la agencia de colocación (de lo cual Dylan seguía sin saber nada). Clodagh no sabía por qué no se lo había dicho, pero tenía una vaga e imprecisa sospecha de que a él no le habría gustado.

Ya en su habitación, arrancó sin miramientos las etiquetas de la falda y la chaqueta grises y se vistió. El traje le había costado mucho dinero. Mucho dinero, pero Clodagh se tranquilizó pensando que lo amortizaría cuando encontrara trabajo. Se puso también unas medias de quince denier, zapatos de tacón negros y una blusa blanca. Después de pintarse los labios y arreglarse el pelo a lafrancesa, decidió que estaba guapa.

Sin tener en cuenta el ojo inyectado en sangre, desde luego.

Esta mañana ya no tenía tiempo de huir de Flor. La vio entrar en el jardín mientras ella salía por la puerta de casa con Craig y Molly.

– ¿Cómo estás, Flor?

– El viernes fui a ver a Frawley -contestó Flor.

Frawley era su médico. Aunque no lo había visto nunca, Clodagh tenía la impresión de que lo conocía desde hacía años.

– Y ¿qué te dijo?

– Tienen que sacármelo.

– ¿Qué tienen que sacarte?

– El útero, ¿qué va a ser? -repuso Flor, sorprendida.

– Ostras, cuánto lo siento. Qué mala suerte. -Clodagh hizo acopio de energía para expresar compasión y comprensión.

– ¿Mala suerte? ¡Qué va!

– ¿No estás disgustada?

– ¿Por qué iba a estarlo?

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