– ¿No te preocupa sentirte…? -Se interrumpió. Había estado a punto de decir «menos mujer», pero habría demostrado una gran falta de tacto. Prefirió decir-: ¿No te preocupa sentir que has perdido algo?
– Ni hablar -contestó Flor alegremente-. Si tienen que sacarmelo, adelante. No es más que un incordio. ¿Qué quieres que te haga hoy?
– Oh. -Clodagh estaba mortificada-. Un poco de plancha, si puedes. Y quizá el cuarto de baño. Tú misma, lo que a ti te parezca…
Clodagh abrió la puerta de la agencia de colocación del centro de la ciudad y el miedo y la emoción se manifestaron en sus temblorosas manos. Se paró delante de una joven con moño cuya fresca y aterciopelada piel estaba cubierta por un exceso de base de maquillaje.
– Tengo una cita con Yvonne Hughes.
La chica se levantó.
– Hola -dijo con una seguridad sorprendente-. Yo soy Yvonne Hughes.
– Oh. -Clodagh se la había imaginado mucho mayor.
Yvonne le dio un firme apretón de manos, como si se estuviera entrenando para ser un político varón.
– Siéntate.
Clodagh sacó su currículum, que se había doblado un poco en su bolso.
– Vamos a ver.
Yvonne movía las manos delicada y deliberadamente. Empezó a acariciar el currículum con los dedos extendidos y separados, alisándolo y realineándolo con el borde de su mesa. Antes de pasar la primera página, sujetó la esquina con el índice y el pulgar y la frotó brevemente, solo para asegurarse de que no había cogido dos páginas a la vez. Aquello puso muy nerviosa a Clodagh.
– Hace mucho tiempo que no trabajas, ¿verdad? -dijo Yvonne-. Más de… ¿cinco años?
– Tuve un hijo. No pretendía quedarme tanto tiempo en casa, pero después tuve una niña, y hasta ahora no me he sentido preparada -dijo Clodagh.
– Ya, ya… -Yvonne siguió poniendo a prueba sus nervios mientras repasaba su experiencia profesional-. Desde que terminaste los estudios has trabajado de recepcionista en un hotel, de secretaria en un estudio de sonido, de cajera en un restaurante, de administrativa en un bufete de abogados, de jefa de almacén en una empresa de confección, de cajera en el zoo de Dublín, de recepcionista en el despacho de un arquitecto y de secretaria en una agencia de viajes. -Clodagh había hecho incluir a Ashling todos los empleos que había tenido, para demostrar que era una persona versátil-. En el zoo de Dublín estuviste… ¿tres días?
– Fue por el olor -explicó Clodagh-. El olor del recinto de los elefantes me seguía a todas partes. Jamás lo olvidaré. Hasta mis bocadillos sabían a aquello…
– Donde trabajaste más tiempo fue en la agencia de viajes -la interrumpió Yvonne-. Dos años, ¿no?
– Exacto -dijo Clodagh con entusiasmo. Se había ido desplazando y ahora estaba sentada en el borde de la silla.
– Y ¿no te ascendieron en ese período?
– Pues… no.
Clodagh se desconcertó. ¿Cómo podía explicarle que solo te podían ascender a supervisor, y que todo el mundo odiaba y compadecía a los supervisores?
– ¿Tienes algún título de turismo?
A Clodagh casi se le escapó la risa. ¡Qué tontería! Para eso dejas los estudios, ¿no? Para no tener que hacer más exámenes.
Yvonne sacudió los dedos en el aire antes de bajarlos uno por uno y posarlos sobre la hoja, que a continuación se puso a acariciar hipnóticamente.
– ¿Qué software utilizabas?
– Pues… -Clodagh no se acordaba.
– ¿Sabes mecanografía y taquigrafía?
– Sí.
– ¿Cuántas palabras por minuto?
– Huy, no lo sé. Escribo con dos dedos -aclaró Clodagh-, pero muy deprisa. Más deprisa que mucha gente que ha hecho cursillos.
Yvonne entrecerró sus infantiles ojos. Estaba enojada, pero no hasta el punto de perder los estribos. En realidad solo estaba jugando, disfrutando de su poder.
– Entonces deduzco que tampoco dominas la taquigrafía, ¿no?
– Bueno, supongo que no, pero siempre podría… No -confesó Clodagh, que se había quedado sin energía.
– ¿Tienes nociones de tratamiento de textos?
– No.
Y, pese a que ya sabía la respuesta, Yvonne preguntó:
– Y no tienes ningún título universitario, ¿verdad?
– No -reconoció Clodagh, mirándola fijamente con un ojo normal y otro inyectado en sangre.
– De acuerdo. -Yvonne suspiró con resignación, se lamió un dedo y alisó con él una esquina doblada del currículum-. Dime qué lees.
– ¿Qué quieres decir?
Hubo una pausa brevísima, pero Yvonne la creó para dar a entender que consideraba a Clodagh una idiota total.
– ¿FT? ¿Time? -la ayudó. No suspiró, pero fue como si lo hubiera hecho. Entonces, cruelmente, añadió-: ¿Bella? ¿Hola?
Clodagh solo leía revistas de decoración. Y libros de Cat in the Hat. Y, de vez en cuando, best sellers sobre mujeres que montaban su propio negocio y no tenían que someterse a humillantes entrevistas como aquella cuando querían trabajar.
– Veo que una de tus aficiones es el tenis. ¿Dónde juegas?
– No, no. Yo no juego. -Clodagh soltó una risita casi adolescente-. Me refiero a que me gusta verlo jugar.
Wimbledon estaba a punto de empezar, y por la televisión estaban dando mucha publicidad.
– ¿Y vas al gimnasio? -leyó Yvonne-. ¿O eso también te gusta ver cómo lo hacen los demás?
– No, no. Voy -dijo Clodagh, pisando terreno más firme.
– Aunque eso difícilmente puede considerarse un hobby, ¿no? Sería como decir que dormir es un hobby. O comer-. Aquello le hirió en lo más vivo.
– Te gusta el teatro. ¿Con qué frecuencia vas?
Clodagh vaciló un momento, y luego confesó:
– En realidad no voy. Pero algo hay que poner, ¿no?
Cuando Clodagh y Ashling dejaron de inventarse hobbies absurdos, como conducir coches de rally o la adoración satánica, e intentaron componer una lista de hobbies reales, no se les ocurrieron muchas cosas.
– Entonces, ¿cuáles son tus aficiones? -preguntó Yvonne, desafiante.
– Pues… -¿Cuáles eran sus aficiones?
– Hobbies, pasiones, esas cosas -dijo Yvonne, impaciente.
Clodagh se había quedado en blanco. Lo único que se le ocurría decir era que le gustaba jugar con sus puntas abiertas, tirando del extremo roto para ver hasta dónde llegaba. Podía pasarse horas haciéndolo. Pero algo la frenó y decidió no compartir aquella afición con Yvonne.
– Verás, es que tengo dos hijos -dijo tímidamente-. Me absorben mucho.
Yvonne le lanzó una mirada desconfiada.
– ¿Te consideras una persona ambiciosa?
Clodagh retrocedió como si tuviera miedo. No era nada ambiciosa. No le gustaba la gente ambiciosa.
– Cuando trabajabas en la agencia de viajes, ¿qué era lo que te producía más satisfacción?
Que llegara la hora de marcharse, pensó Clodagh. A todas las chicas que trabajaban allí les ocurría lo mismo: entraban, suspendían sus vidas reales durante ocho horas y dedicaban toda su energía a soportar la espera.
– ¿El trato con la gente? -sugirió Yvonne-. ¿Resolver problemas técnicos? ¿Cerrar una venta?
– Recibir mi sueldo -dijo Clodagh, y supo que había metido la pata. Lo que pasaba era que hacía mucho tiempo que no asistía a una entrevista de trabajo. Ya no se acordaba de los tópicos correctos. Y, si no se equivocaba, hasta entonces siempre la habían entrevistado hombres, y todos habían sido bastante más agradables que aquella estúpida.
– La verdad es que no me interesa volver a trabajar en una agencia de viajes -añadió-. En cambio no me importaría trabajar en… una revista.
– ¿Te gustaría trabajar en una revista? -Yvonne hizo ver que le costaba contener una sonrisa.
Clodagh asintió con cautela.
– ¡A quién no! ¿Verdad, querida? -dijo Yvonne con cierta cantinela.
Clodagh decidió que odiaba a aquella niñita despiadada y poderosa. Mira que llamarla «querida», cuando Clodagh le doblaba la edad.
– ¿Cuáles son tus aspiraciones económicas? -preguntó Yvonne, apretándole las tuercas.
– Pues no sé… No lo he pensado… ¿Qué crees tú? -dijo Clodagh, vencida.