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Clodagh, ansiosa, los observaba sin apenas atreverse a respirar. Quizá todo aquello fuera para mejor. Quizá todo acabaría saliendo bien. Se puso a imaginarse el futuro. A lo mejor Marcus podía irse a vivir allí con ella; él podía pagar la hipoteca, ella conseguiría la custodia de los niños, se descubriría que Dylan era un pedófilo o un traficante de drogas, y todo el mundo lo odiaría y a ella la perdonarían…

Aprovechando que Craig y Molly estaban distraídos, Marcus la acarició suavemente y le preguntó:

– ¿Cómo estás? ¿Un poco más animada?

– Todos nos odian -dijo ella, llorosa-. Pero al menos nos tenemos el uno al otro.

– Exacto. ¿Cuándo podremos meternos en la cama? -murmuró él deslizando una mano por debajo de su camiseta y tocándole el pecho que quedaba más alejado de los niños. Le pellizcó el pezón y ella se excitó.

– ¡Mamiii! -gritó Craig; se puso en pie e intentó apartar a Marcus de su madre. A continuación lanzó con todas sus fuerzas el camión rojo, que se estrelló muy cerca del testículo izquierdo de Marcus. No le acertó de pleno, pero fue suficiente para que Marcus sintiera un torbellino de náuseas.

– Tendrás que aprender a compartirme, cariño -dijo Clodagh con voz dulce.

– ¡No quiero compartirte!

Tras una incómoda pausa, Clodagh aclaró:

– Marcus, en realidad se lo decía a Craig.

56

Lisa se sentó en el suelo, con la demanda de divorcio firmemente sujeta. La ola de depresión que había avanzado y retrocedido varias veces desde su llegada a Dublín había acabado rompiendo sobre su cabeza.

«Soy un desastre -admitió-. Un verdadero desastre. Mi matrimonio ha fracasado.»

Curiosamente, ella nunca había pensado seriamente que aquello fuera a ocurrir. Ahora se daba cuenta de ello, con dolorosa claridad. Por eso no se había molestado en buscar un abogado. Durante la ruptura con Oliver, Lisa se había comportado de forma inusitada: ella siempre había sido activa y enérgica: hacía lo que había que hacer, y deprisa; pero aquel asunto, por algún extraño motivo, lo enfocó de otra manera.

Pues bien, ahora más valía que buscara un abogado.

«Pero si ella se había negado a reconocer la situación, lo mismo había hecho Oliver -pensó para no sentirse tan… tan… tonta-. La había dejado en enero y, aunque pagaba el alquiler de otra vivienda, seguía pagando su mitad de la hipoteca que tenían en común. Aquella no era la actitud típica de un hombre que está deseando cortar sus vínculos con una mujer.»

Se vio sentada en el suelo, en todo su patetismo, y se sintió estúpida; se levantó e inmediatamente perdió todo su ímpetu. Consiguió llegar al dormitorio, se dejó caer en la cama y se tapó con el edredón.

El calor del edredón, que la arropaba suavemente, hizo que sus emociones se desbordaran, y derramó lágrimas de pena de frustración y… sí, autocompasión. Maldita sea, tenía derecho a sentir lástima de sí misma. Habían sucedido muchas desgracias. El que Jack la hubiera rechazado, aunque no le dolía tanto como el haber perdido a Oliver, era una de ellas. Luego estaba lo de Mercedes; si la habían contratado en Manhattan, ella…, bueno, ¿qué podía hacer ella? Nada, precisamente. Lisa nunca había sido tan consciente de su impotencia. Y aunque había pedido a Trix miles de veces que llamara a la tienda, la persiana de madera todavía no estaba terminada. A aquel ritmo, seguramente no estaría terminada nunca.

Aquel era el vomitivo que Lisa necesitaba. El llanto fino y elegante fue intensificándose hasta convertirse en un berrido de bebé.

En la salud y la enfermedad…

Ashling acaba de sufrir una fuerte conmoción…

Ya puede besar a la novia…

Le han ofrecido un empleo en Nueva York…

La fábrica está cerrada por vacaciones…

Sin parar de dar alaridos, estiró un brazo y tiró una caja de Kleenex, que cayó junto a ella en la cama.

A medida que pasaban las horas, la luz que entraba por la ventana de su dormitorio fue tiñéndose de rosa. El rosa dio paso a un azul oscuro, y finalmente al violeta de la noche urbana. Todavía se daba el gusto de pegar algún berrido cuando el tenue gris perlado del amanecer fue introduciéndose por la ventana, para luego desaparecer y convertirse en un cielo azul intenso, propio de septiembre. Empezaron a oírse ruidos en la calle, pero Lisa decidió seguir donde estaba, muchas gracias.

En algún momento de lo que debía de ser la tarde, hubo una intrusión en su mundo reservado. Un ruido en el recibidor, pasos, y a continuación Kathy asomó la cabeza por detrás de la puerta del dormitorio de Lisa.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Lisa, mirándola con los ojos enrojecidos.

– Es sábado -respondió Kathy-. Los sábados siempre vengo a limpiar.

Los pañuelos de papel arrugados esparcidos por el edredón, el inconfundible miasma de abatimiento y el hecho de que Lisa estuviera vestida en la cama alarmaron a Kathy.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– Sí.

Kathy no la creyó. Entonces Lisa tuvo una brillante idea.

– Estoy enferma -dijo-. Tengo gripe.

Kathy se deshizo en atenciones con ella. ¿Qué quería que le llevara? ¿Un 7-Up sin gas, un Lemsip, un whisky caliente?

Lisa negó con la cabeza y siguió contemplando la pared, un trabajo de dedicación exclusiva.

«¿Gripe? -se preguntó Kathy-. No conocía a nadie que la hubiera pillado. De todos modos, no era de extrañar que Lisa hubiera enfermado, viviendo entre tanta porquería.» Empezó la operación de limpieza por la cocina, fregando superficies pegajosas (pero ¿cómo se las ingeniaba para dejarlo todo tan guarro?), y apartó un documento que le estorbaba. Como es natural, le echó un vistazo (¿acaso era una santa?), e inmediatamente todo cobró sentido. ¿Gripe? Lisa no tenía gripe. Pobrecilla, la gripe habría sido mucho mejor.

Al cabo de un rato Kathy volvió al dormitorio.

– Voy a limpiar aquí.

– No, por favor.

– Esas sábanas apestan, Lisa.

– No me importa.

Kathy salió de la habitación y poco después Lisa oyó cerrarse la puerta de entrada. Qué bien. Ya volvía a estar sola.

Pero pasados unos minutos volvió a abrirse la puerta de la calle y al cabo de un momento Kathy entró en el dormitorio con una bolsa de plástico.

– Cigarrillos, caramelos, una tarjeta de lotería y una guía de televisión. Si quieres que te traiga algo más de la calle, llámanos. Si yo no estoy, irá Francine. Dice que está dispuesta a hacerlo gratis.

Normalmente Francine le cobraba una libra cada vez que iba a comprarle algo a Lisa.

– Ahora tengo que ir a trabajar -explicó Kathy-. ¿Quieres que te traiga una taza de té antes de marcharme?

Lisa negó con la cabeza. Kathy le preparó el té, de todos modos.

– Fuerte y con mucho azúcar -dijo, y lo dejó en la mesilla de noche.

Lisa se quedó mirando las zapatillas de deporte de Kathy, gastadas y sucias. Sacó rápidamente unos Kleenex de la caja y se los llevó a los ojos.

Tras arrojar definitivamente el guante diciendo que jamás perdonaría a Clodagh, Ashling se marchó, todavía ardiendo de justificada rabia. Ahora le tocaba a Marcus.

Echó a andar deprisa, casi dando traspiés, hacia la oficina de Marcus. Cuando pasaba por Leeson Street, un hombre que iba en dirección opuesta, y que también caminaba a toda velocidad, tropezó con ella y le dio un fuerte golpe en el hombro. El hombre se alejó sin disculparse, pero Ashling se tambaleó hacia atrás a cámara lenta, sin recuperarse del golpetazo. Súbitamente fragmentada, toda su ira se hizo añicos, como un adorno de cristal, y quedó deshecha e inútil. El rugido de la ciudad la golpeó. Coches que hacían sonar la bocina, rostros insensibles que gruñían a la mínima. De pronto ningún lugar ofrecía protección.

Ashling temblaba de miedo y se le olvidó el enfrentamiento con Marcus. ¡Pero si él era inofensivo comparado con el resto del mundo!

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