Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

16

Cada día llegaban con el correo invitaciones para lanzamientos (desde nuevas sombras para ojos hasta inauguraciones de tiendas), y Lisa y Mercedes se las repartían sin misericordia. Lisa, como directora, tenía el privilegio de la primera opción. Pero Mercedes, como editora de moda y belleza, también tenía derecho a asistir a un buen número de aquellas presentaciones. Ashling, que interpretaba el papel de Cenicienta, se quedaba para atender la oficina, y Trix estaba demasiado abajo en la cadena alimenticia para aspirar siquiera a una de aquellas invitaciones.

– ¿En qué consiste una fiesta publicitaria? -le preguntó Trix a Lisa.

– Pues mira, te encuentras a un montón de periodistas y unos cuantos famosos -explicó-. Hablas con la gente importante y escuchas la presentación del producto.

– Háblame de esa a la que vas a ir hoy.

Una tienda que se llamaba Morocco abría su primera sucursal en Irlanda. A Lisa le interesaba un pimiento, pues llevaba muchos años abierta en Londres, pero le estaban dando mucho bombo a la inauguración. Tara Palmer Tompkinson iba a desplazarse desde Londres para la fiesta, que se celebraría en el hotel Fitzwilliam, un establecimiento con esplendor inspirado en el Royalton.

– ¿Os darán de comer? -preguntó Trix.

– Suelen darte algo. Canapés, champán…

En realidad Lisa confiaba en que hubiera comida, porque había iniciado un nuevo programa de alimentación: había abandonado el régimen Siete Enanitos y se había pasado al régimen Publicidad. Podía comer y beber cuanto quisiera, pero solo en las fiestas publicitarias. Lisa sabía lo importante que era estar delgada, pero se resistía a convertirse en una esclava de los regímenes de adelgazamiento. Su táctica consistía en incorporar insólitas limitaciones y recompensas a su relación con la comida, con lo cual mantenía viva la motivación.

– ¡Champán! -La emoción agravó la ronquera de Trix, que hablaba como don Corleone.

– Eso, si no son unos muertos de hambre. Y si lo son, no les haces publicidad en la revista. En ese caso recoges el regalo y te largas.

– ¡Un regalo! -El rostro de Trix se iluminó ante la mención de algo gratis. Algo que no tuviera que molestarse en robar-. ¿Qué clase de regalo?

– Depende. -Lisa hizo un mohín de hastío-. Si se trata de una empresa de cosmética, generalmente te dan una selección de los productos de maquillaje de la nueva temporada.

Trix chilló de emoción.

– Si es una tienda como Morocco, quizá un bolso…

– ¡Un bolso! -Hacía años que Trix no conseguía un bolso gratis. Desde que empezaron a ponerles etiquetas electrónicas.

– O una camiseta.

– ¡Ostras! ¡Ostras! -exclamó Trix-. ¡Qué suerte tienes!

Tras una larga pausa, y tras reflexionar concienzudamente, Trix sugirió con tono exageradamente inocente:

– ¿Sabes qué? Tendrías que llevarte a Ashling. -La jerarquía de la oficina era tan estricta que Trix no tendría ocasión de ir a una de aquellas fiestas hasta que lo hubiera hecho Ashling-. Es tu directora adjunta. Le conviene saber cómo comportarse, por si algún día te pones enferma.

– Es que…

Mercedes no pudo disimular su inquietud ante la sugerencia de que otra persona se colara en aquel territorio sagrado. No había barras de pintalabios gratis para todos.

La palpable alarma de Mercedes, combinada con los restos de remordimientos por lo ocurrido con Ashling, hizo que a Lisa le resultara más fácil tomar una decisión:

– Muy buena idea, Trix -dijo-. Ashling, esta tarde me acompañas. Bueno -añadió con falsedad-, suponiendo que quieras venir.

Ashling nunca había sido una persona rencorosa, sobre todo cuando había regalos por medio.

– ¿Si quiero ir contigo? -exclamó a su pesar-. Pues claro que quiero. Será un placer.

Lisa comió en el Clarence con una escritora de éxito a la que quería convencer de que escribiera una columna en la revista. Fue una gran victoria. La autora accedió a escribir la columna a un precio tirado, a cambio de que Lisa hiciera propaganda de sus libros; pero además Lisa salió casi indemne de la comida. Aunque no paró de mover el tenedor por el plato, lo único que comió fue un tomate cherry y un bocado de pollo de granja.

Regresó triunfante a la oficina, y estaba revisando su correo cuando Ashling se acercó a su mesa, con el bolso y la chaqueta en la mano.

– Lisa -dijo nerviosa-, son las dos y media y la invitación es para las tres. ¿Nos vamos?

Lisa soltó una risotada sarcástica.

– Regla número uno -repuso-: nunca seas puntual. ¡Es básico! Eres demasiado importante.

– Ah, ¿sí?

– Tienes que hacerlo ver.

Lisa siguió repasando su montón de comunicados de prensa. Pero al cabo de un rato levantó la cabeza y se dio cuenta de que Ashling la miraba fijamente y con avidez.

– ¡Esto me pasa por hablar demasiado! -exclamó Lisa, arrepentida de haber invitado a Ashling.

– Lo siento. Es que me da miedo que ya no haya nada.

– Que no haya ¿qué?

– Canapés, bolsas de regalos…

– No pienso marcharme hasta las tres, así que no vuelvas a preguntármelo.

A las tres y cuarto cogió su bolso Miu Miu de debajo de la mesa y le dijo a la temblorosa Ashling:

– ¡Nos vamos!

Cogieron un taxi, pero las calles estaban tan embotelladas que hasta Lisa empezó a temerse que ya no quedaran canapés ni bolsas de regalos.

– Y ahora, ¿qué pasa? -preguntó, enojada, al ver que un policía levantaba una rolliza mano indicándoles que se detuvieran.

– Patos -dijo el taxista, lacónico.

Lisa supuso que «patos» debía de ser otra palabrota del habla local de Dublín, pero entonces Ashling exclamó:

– ¡Mira, mira! ¡Patos!

Pero ¿qué es esto?, se dijo Lisa al ver que una mamá pato cruzaba la calle tan campante con sus seis patitos siguiéndola en fila. Dos policías detenían el tráfico de ambas direcciones para garantizar la seguridad de la familia de ánades. ¡No daba crédito a sus ojos!

– Ocurre cada año. -A Ashling se le había iluminado la cara-. Los patos salen del cascarón en el canal, y cuando han crecido lo suficiente bajan al lago de Stephen's Green.

– Centenares de patos. Colapsan completamente el tráfico. Son un verdadero engorro -aportó el taxista con cariño.

«Maldita ciudad», pensó Lisa.

Cuando se apearon frente al hotel Fitzwilliam, el día se había puesto nublado y fresquito, y la breve ola de calor de la semana anterior no era más que un lejano recuerdo.

Una pierna depilada no hace verano, pensó Ashling con tristeza. Había vuelto a ponerse pantalones largos y guardado la larga falda de verano que se había puesto el día anterior. De pronto se olvidó del clima y, extasiada, le dio un codazo a Lisa.

– ¡Mira! Es esa mujer, ¿cómo se llama? Tara Palmtree Yokiemedoodle, ¿no?

Sí, era Tara Palmtree Yokiemedoodle; andaba de aquí para allá pavoneándose por la acera del hotel, rodeada de una multitud de periodistas que la fotografiaban frenéticamente.

– Enséñanos un poco de pierna, Tara, sé buena -le gritaban.

Ashling se dirigió hacia la calzada para rodear al grupo de fotógrafos, pero Lisa se metió, decidida, entre ellos.

– ¿Quién es esa? -oyó Ashling.

– ¡Tara, querida! ¡Cuánto tiempo sin verte! -exclamó Lisa.

Venciendo la resistencia de Tara, le plantó un par de besos y se colocó a su lado mirando hacia las cámaras.

Los fotógrafos interrumpieron momentáneamente el bombardeo; luego enfocaron a aquella mujer de tez bronceada y cabello color caramelo que posaba con una mejilla pegada a la de Tara y siguieron disparando con renovado entusiasmo.

– Lisa Edwards, directora de la revista Colleen. -Lisa se paseaba entre los fotógrafos, informándolos-. Lisa Edwards. Lisa Edwards. Tara y yo somos viejas amigas.

– ¿De qué conoces a Tara Palmtree? -preguntó Ashling, impresionada, cuando Lisa volvió junto a ella, que se había quedado al margen completamente ignorada por los periodistas.

31
{"b":"115864","o":1}