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El golpe fue tan tremendo que rompió a llorar como una Magdalena. ¿Qué iba a hacer ahora? Ya había leído el Elle, el Red, el New Woman, el Company, el Cosmo, el Marie Claire, el Vogue y el Tatler de aquel mes, y las revistas irlandesas con las que a partir de ahora tendría que competir. Supuso que podía leer un libro. Si lo tuviera. O un periódico, pero los periódicos eran tan aburridos y deprimentes… Al menos tenía ropa que colgar. Así que, mientras las calles se llenaban de jóvenes que iniciaban una noche de borrachera, Lisa fumó, desdobló vestidos, faldas y chaquetas y las colgó en las perchas, alisó rebecas y tops y los guardó en cajones, ordenó botas y zapatos formando una hilera casi militar, colgó bolsos… De pronto sonó el teléfono, sacándola de aquella balsámica rutina.

– ¿Diga? -E inmediatamente lamentó haber contestado-. ¡Oliver! -Mierda-. ¿De dónde has…? ¿Cómo has conseguido este número?

– Me lo ha dado tu madre.

Por qué no se meterá en sus asuntos.

– ¿Cuándo pensabas decírmelo, Lisa?

Nunca, la verdad.

– Pronto. Cuando hubiera encontrado un apartamento.

– ¿Qué has hecho con nuestro piso?

– Lo he alquilado. No te preocupes, recibirás la parte que te corresponde.

– Y ¿por qué Dublín? Creí que querías ir a Nueva York.

– Dublín me interesaba más profesionalmente.

– Qué dura eres, Lisa. Bueno, espero que seas feliz -dijo con un tono que significaba que esperaba precisamente todo lo contrario-. Espero que todo haya valido la pena.

Y colgó.

Lisa miró a la calle y se puso a temblar. ¿Había valido la pena? Ya podía asegurarse de que sí. Convertiría Colleen en la revista de mayor éxito del país.

Dio una honda calada al cigarrillo, y lo encendió de nuevo porque creyó que se le había apagado. No se había apagado; lo que pasaba era que ya no aliviaba su dolor. Necesitaba algo. El chocolate la llamaba desde el cajón, pero Lisa se resistió. El hecho de que estuviera fatal no era excusa para superar las mil quinientas calorías diarias.

Al final cedió. Se acurrucó en una butaca, retiró lentamente el envoltorio y pasó los dientes por el borde de la tableta, desprendiendo finas virutas, hasta que se lo terminó. Tardó una hora.

6

Ashling oyó un tintineo de botellas en la puerta, que anunciaba la llegada de Joy.

– Ahora sube Ted, deja la puerta abierta. Joy puso una botella de vino blanco en la encimera de la pequeña cocina de Ashling.

Ella se animó.

– Phil Collins -dijo Joy con un destello malicioso en la mirada-, Michael Bolton o Michael Jackson. ¿Con cuál de los tres te acostarías? Y no vale decir que con ninguno. Ashling hizo una mueca de asco.

– A ver, con Phil Collins ni hablar, con Michael Jackson ni loca, y con Michael Bolton tampoco.

– Tienes que elegir uno. Joy buscó el sacacorchos y se dispuso a abrir la botella de vino.

– Madre mía. -El semblante de Ashling denotaba una profunda repugnancia-. Supongo que con Phil Collins, hace tiempo que no lo elijo. Bueno, ahora te toca a ti. Benny Hill, Tom Jones o… a ver, ¿quién hay que sea verdaderamente asqueroso? Paul Daniels.

– ¿Sexo completo o solo…?

– Sexo completo -dijo Ashling, inflexible.

– En ese caso, Tom Jones. Joy suspiró y le pasó una copa de vino a Ashling-. A ver, enséñame qué te vas a poner.

Era sábado por la noche, y Ted había conseguido un espacio de prueba en una función de cómicos de micrófono. Era la primera vez que actuaba ante un público que no estaba formado solo por amigos y parientes, y Ashling y Joy iban a acompañarlo para darle ánimos, y de paso colarse en la fiesta que iba a celebrarse después.

Joy vivía en el piso de abajo del de Ashling. Era bajita, redondita, con el cabello rizado y peligrosa por su prodigioso apetito de alcohol, drogas y hombres, combinado con su misión de convertir a Ashling en su compinche.

– Ven a mi dormitorio -dijo Ashling, y una vez allí explicó-: Voy a ponerme estos pantalones de faena de color crema y este pequeño top-. Ashling se volvió demasiado deprisa del armario y pisó a Joy, que pegó un brinco y se golpeó el codo contra el televisor portátil.

– ¡Ay! ¿No estás harta de vivir en una caja de zapatos? -refunfuñó Joy, frotándose el codo.

Ashling negó con la cabeza y dijo:

– Me encanta vivir en el centro, y no se puede tener todo.

Rápidamente Ashling se puso la ropa de salir.

– Yo estaría ridícula con esa ropa-. Joy se quedó contemplando a Ashling con nostalgia-. ¡Es terrible tener forma de pera!

– Pero al menos tienes cintura. Mira, he pensado que podría hacerme algo en el pelo…

Ashling había comprado varios clips de colores después de ver el precioso peinado que Trix se había hecho con ellos. Pero cuando se los puso, apartándose con ellos el cabello de la cara, comprobó que el efecto no era exactamente el mismo.

– ¡Estoy ridícula!

– Desde luego -concedió Joy-. Oye, ¿crees que el Hombre Tejón irá a la fiesta?

– Podría ser. Lo conociste en una fiesta a la que fuiste con Ted, ¿no? Creo que es amigo de algunos de los humoristas.

– Hummm -murmuró Joy con aire soñador, asintiendo con la cabeza-. Pero de eso hace semanas, y no he vuelto a verlo desde entonces. ¿Dónde se habrá metido ese misterioso Hombre Tejón? Coge las cartas del tarot y veamos qué va a pasar.

Fueron dando traspiés hasta el diminuto salón; Joy sacó una carta de la baraja, se la enseñó a Ashling y dijo:

– Diez de espadas. Es mala, ¿verdad?

– Malísima -confirmó Ashling.

Joy agarró la baraja y pasó rápidamente las cartas hasta que encontró una que le gustaba.

– La reina de bastos. ¡Esta sí! Ahora te toca a ti.

– Tres de copas. -Ashling levantó la carta-. Comienzos.

– Eso significa que tú también vas a conocer a un hombre.

Ashling soltó una carcajada.

– Ya hace una eternidad que Phelim se marchó a Australia, ¿no? -preguntó Joy-. Ya va siendo hora de que lo olvides.

– Ya lo he olvidado. Fui yo la que puso fin a la relación, ¿te acuerdas?

– Sí, pero porque él no hacía lo que correspondía. Hiciste bien. En cambio yo, aunque no hagan lo que corresponde, no consigo darles el pasaporte. Tú sí que eres fuerte.

– No se trata de ser fuerte. Si lo mandé a paseo fue porque no soportaba la tensión de esperar a que se decidiera. Pensé que me iba a dar un ataque de nervios.

Phelim y Ashling habían sido novios durante cinco años, con algunas interrupciones. Habían tenido épocas buenas y épocas no tan buenas porque Phelim siempre perdía el valor en el último momento, cuando llegaba la hora del compromiso auténtico y maduro.

Para hacer que la relación funcionara, Ashling se pasaba la vida evitando grietas de la acera, saludando a urracas solitarias, recogiendo monedas del suelo y consultando su horóscopo y el de Phelim. Llevaba siempre los bolsillos llenos de amuletos, cuarzo rosa y medallas milagrosas, y frotaba tanto su Buda de la suerte que casi le había quitado toda la pintura dorada.

Cada vez que se reconciliaban, el pozo de la esperanza se agotaba un poco más, y al final el amor de Ashling se apagó por tanto titubeo de él. Como todas las rupturas, la definitiva estuvo desprovista de aspereza. Ashling dijo sin alterarse: «Te pasas la vida diciendo que no soportas estar atrapado en Dublín, y que te gustaría ver mundo. Pues adelante, hazlo».

Incluso ahora mantenían un débil contacto, pese a que los separaban veinte mil kilómetros. Phelim había ido a Dublín en febrero, para la boda de su hermano, y la primera persona a la que fue a ver fue Ashling. Se abrazaron y se quedaron así mucho rato, con lágrimas de emoción en los ojos.

– Capullo -dijo Joy con vehemencia.

– No digas eso -insistió Ashling-. Él no podía darme lo que yo quería, pero eso no significa que lo odie.

– Yo odio a todos mis antiguos novios -dijo Joy, orgullosa-. Estoy deseando que el Hombre Tejón se convierta en uno de ellos; entonces dejará de ejercer tanto dominio sobre mí. ¿Y si nos lo encontramos esta noche en la fiesta? Tengo que parecer inasequible. Ojalá… no, un anillo de compromiso sería exagerado. Creo que bastará con un chupón.

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