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Ashling lo miró con gesto taciturno.

– Tienes demasiado trabajo -le dijo. Jack siempre tenía demasiado trabajo.

– No tardaremos mucho, ¿no? ¡Vamos!

– ¿En qué cuarto de baño? -preguntó Ashling.

– En el de hom… -fue a decir él, pero se interrumpió. Se miraron, luchando en silencio-. Pero…

– En el de hombres no -repuso ella con firmeza.

– Pero…

– No. -Ya había suficiente con que Jack Devine le lavara el pelo, solo faltaría que encima tuviera que hacerlo delante de una pared de urinarios. Ni hablar.

– De acuerdo -concedió él.

– No se parece en nada al nuestro.

Jack se quedó en el umbral, contemplando el cuarto de baño como si fuera algo excepcional, o incluso aterrador.

– Venga -dijo Ashling con insolencia, intentando disimular lo incómoda que se sentía. Cogió la manguera de ducha de goma, regalo de una marca de champús, e intentó acoplarla al grifo del lavamanos. Pero se aplastaba como un acordeón y no servía para nada-. Menudo invento -masculló. ¿Es que hoy nada le iba a salir bien?

– Dame eso. Jack se acercó al lavamanos y acopló la manguera al grifo a la primera.

– Gracias.

– Y ahora, ¿qué? -Él se quedó mirando cómo ella ponía las manos debajo del chorro de agua, moviendo el grifo hasta que consiguió la temperatura adecuada.

Ashling echó la cabeza hacia delante, inclinándose sobre el lavamanos de porcelana blanca.

– Primero tienes que mojarlo. Y cuidado con mi oído. -Madre mía. Lo que había que hacer.

Indeciso, Jack cogió la ducha de plástico y le echó un poco de agua por la cabeza; el cabello se oscureció inmediatamente.

– ¡Tienes que mojarlo del todo! -exclamó ella.

– ¡Ya lo sé!

Jack empezó por la oreja izquierda (el oído que no le dolía); le levantó el cabello, separándolo en madejas, se lo mojó bien, llegó hasta la línea de crecimiento y luego bajó hasta la nuca. Ashling notó un cosquilleo no del todo desagradable.

Jack se inclinó sobre su espalda y ella notó el contacto de sus muslos. Se dio cuenta de que percibía el calor de él, y también de que la puerta estaba cerrada. Estaban solos. Ashling empezó a sudar.

Pero cuando un hilillo de agua corrió hacia su oreja derecha, el miedo la distrajo, y gritó:

– ¡Ten cuidado!

– Tranquila -dijo Jack, ofendido.

Creía que lo estaba haciendo bastante bien, para ser un hombre que nunca le había lavado el cabello a nadie.

– Perdona -dijo ella-. Es que si me entra agua, se me puede perforar el tímpano. Ya me ha pasado dos veces.

– Vale.

Jack enlenteció sus movimientos y pasó los dedos con cuidado por la zona peligrosa para retirar el agua. Se fijó en la piel de detrás de la oreja de Ashling y se emocionó. Aquella tierna franja que contrastaba con el vigor de la línea de crecimiento del cabello parecía tan dulce e indefensa, aunque también inexplicablemente soberbia. Y la bolita de algodón que le asomaba por la oreja… Tragó saliva.

– Coge el champú -dijo Ashling, devolviéndolo a la realidad-. Pon un poco en el pelo y frota hasta hacer espuma…

– Ashling, ya sé usar el champú.

– Ya. Sí, claro.

Jack empezó a describir círculos por su cabeza, enjabonándole el cabello. Ashling sintió un placer inesperado. Cerró los ojos y se relajó, dejando que aquellas últimas semanas, agotadoras, se perdieran en la distancia.

– ¿Qué tal lo hago? -preguntó él.

– Muy bien.

– Siempre me ha gustado trabajar con las manos -admitió, un tanto nostálgico.

– Pues no podrías ser peluquero -murmuró ella, lamentando tener que hablar, pues estaba disfrutando muchísimo-. No eres suficientemente afeminado.

Jack siguió masajeándole el cuero cabelludo con sus firmes y duras manos, y Ashling sentía un maravilloso cosquilleo. Iba a llegar tardísimo a la entrevista con Niamh Cusack, pero no le importaba. Notaba unos placenteros escalofríos en la cabeza, la tensión abandonó los músculos de su cuerpo y lo único que se oía en la habitación era la respiración de Jack. Inclinada sobre el lavamanos, somnolienta, se sentía arropada por el calor de él. Estaba en la gloria… Pero entonces sintió miedo. Jack no se estaba limitando a enjabonarle la cabeza. Ella lo sabía. Y él debía de saberlo. Aquello era mucho más íntimo que un simple lavado.

Y había otra cosa. Ashling notaba algo. Algo duro a la altura del hígado, justo donde Jack Devine tenía la entrepierna. ¿O se lo estaba imaginando?

– Creo que ya puedes ir aclarándomelo -dijo con una débil vocecilla-. Y ponme un poco de suavizante, pero no te entretengas, porque voy a llegar tarde.

Estaba hablando con Jack Devine. Con el jefe de su jefa. Ashling no entendía qué estaba pasando, pero fuera lo que fuese era muy raro.

En cuanto Jack hubo terminado, ella eliminó el exceso de agua, y entonces vio que él se le acercaba con una toalla.

– Ya puedo secármelo sola, gracias. -Casi no podía hablar.

Sus miradas se encontraron en el espejo, e inmediatamente Ashling apartó sus ojos de los ojos azabache de Jack. Estaba muerta de vergüenza, desconcertada… como siempre se sentía cuando estaba con él, pero elevado a la décima potencia.

– Gracias -dijo educadamente-. Me has sacado de un apuro.

– De nada-. Jack sonrió, y entonces la atmósfera se transformó por completo, tanto que, más tarde, ella se preguntó si se había imaginado aquel zumbido que los rodeaba-. No soy tan ogro como todos creéis.

– No, si nosotros no…

– Solo soy un tío normal que hace un trabajo difícil.

– ¡Eso! ¡Exacto!

– Oye, ¿qué te apuestas a que Trix me pilla saliendo de aquí?

Ashling tardó un momento en contestar:

– Un billete de diez.

52

Cuando Jack llegó al hotel Herbert Park, la fiesta ya había empezado. El salón estaba abarrotado de gente, había ejemplares de Copeen dispuestos en lustrosos montones en las mesas, y las chicas habían montado una eficaz cinta transportadora humana para controlar a los invitados.

La primera escala era Lisa, que iba impecable y seguramente nunca había estado tan guapa. Luego estaba Ashling, un poco incómoda con su vestido y sus zapatos de tacón, encargada de compraban las invitaciones con una lista. Mercedes, vestida de negro, les colocaba unas insignias con su nombre a los recién llegados. Y por último Trix, que iba prácticamente desnuda, indicaba a los invitados dónde estaba el guardarropa. Unos chicos y chicas muy atractivos circulaban entre la gente con bandejas de cócteles para mayores (no se veía ni una sola sombrillita).

– Señora directora -dijo Jack parándose delante de Lisa.

– ¡Oye! ¡Yo soy la que saluda! -replicó ella, sonriente.

– Bueno, pues salúdame.

Lisa le dio un beso en la mejilla y, parodiando al personal de las revistas femeninas, exclamó:

– ¡Querido! ¡Cómo me alegro de verte! Por cierto, ¿puedes decirme quién coño eres?

Jack rió y se acercó a Ashling, que levantó la vista del listado que tenía en las manos.

– Ah, hola -exclamó con timidez-. Devine. Jack. No lo encuentro en mi lista. ¿Seguro que lo han invitado?

– Creo que sí -repuso él, y fijándose en el vestido negro suelto de Ashling agregó-: Estás muy elegante. -Aunque lo que quería decir era: «Estás diferente».

– Casi nunca llevo vestidos -confesó Ashling-. Y ya me he hecho una carrera en las medias.

– ¿Qué tal el pelo?

– Juzga tú mismo. -Lo agitó para que él lo viera.

En otra mujer, aquel gesto habría parecido presumido y felino; pero en Ashling tenía una naturalidad que Jack encontró maravillosa.

– ¿Y el oído?

– ¿Qué oído? -preguntó Ashling alegremente, y levantó su cóctel de champán-. ¡Salud! Ya no me duele. Y ahora, señor, circule, por favor.

Lisa se pasó la noche recibiendo felicitaciones. La fiesta fue todo un éxito: estaba todo el mundo. Una minuciosa búsqueda solo había descubierto seiscientos catorce personajes ilustres en Irlanda, pero por lo visto todos habían acudido a la convocatoria. Por el salón circulaban ráfagas de elogios y buena voluntad que levantaban el ánimo. Era fabuloso.

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