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– Tengo una mesa para mí sola, un Mac…

– ¿Y el jefe? ¿Qué tal está? -preguntó Joy.

Ashling intentó formular lo que pensaba. Estaba fascinada por el atractivo de Lisa y por lo bien que vestía, y sentía curiosidad acerca de la infelicidad que desprendía. La había reconocido de inmediato: era aquella mujer del supermercado que llevaba siete cosas de cada, y eso también le interesaba. Pero había sido un error seguirla hasta el lavabo. Ashling solo pretendía echarle una mano, pero lo único que había conseguido era parecer prepotente e insensible.

– Es muy guapa -dijo, porque no quería explicar lo que había pasado-. Delgada, inteligente… Y viste muy bien.

Ted, que estrenaba papel de donjuán, se puso en guardia, animado; pero Joy dijo con desdén:

– No me refiero a tu jefa. Me refiero a aquel guaperas al que su novia le mordió el dedo.

Ashling no se sintió mejor pensando en Jack Devine. Acababa de estrenar su empleo y ninguno de sus superiores parecía valorarla demasiado.

– ¿Cómo sabes que es un guaperas? -preguntó.

– Tiene toda la pinta. A los feos no les muerden los dedos. -Es verdad -terció Ted-. A mí no me ha pasado nunca. Ya, pero eso podría cambiar, pensó Ashling.

– ¿Cómo es? -insistió Joy, curiosa.

– Pues es… muy serio -se limitó a contestar Ashling. Pero luego se dio el gusto de admitir-: Creo que no le caigo bien. -Después de decirlo se sintió al mismo tiempo mejor y peor.

– ¿Por qué? -preguntó Joy.

– Sí, ¿por qué? -preguntó también Ted. ¿Cómo podía no caerle bien Ashling a alguien?

– Me parece que es porque aquel día le ofrecí la tirita.

– ¿Qué tiene eso de malo? Tú solo pretendías ayudar.

– No debí hacerlo -reconoció Ashling-. ¿Comemos algo?

Llamaron a un tailandés y, como solía pasar, encargaron demasiada comida. Comieron hasta hartarse, pero seguía quedando un montón de comida.

– Siempre nos pasa lo mismo -comentó Ashling, arrepentida-. Bueno, ¿en qué nevera vamos a dejar esta vez las sobras durante dos días antes de tirarlas a la basura?

Joy y Ted se encogieron de hombros, se miraron y miraron a Ashling.

– En la tuya, por ejemplo.

– Estoy preocupada -anunció entonces Joy-. Mi galleta de la suerte dice que voy a llevarme una desilusión. Leamos nuestros horóscopos.

Luego sacaron el I-Ching y estuvieron un rato tirando los palillos, hasta que obtuvieron la solución que buscaban. Después intentaron ponerse de acuerdo para mirar algún programa de televisión, pero no lo consiguieron, y Joy se asomó a la ventana y miró hacia el Snow, el club que había al otro lado de la calle. Las prostitutas de la puerta les dejaban entrar gratis porque eran del barrio.

– ¿A alguien le apetece ir a bailar al Snow? -sugirió adoptando un tono indiferente. Demasiado indiferente.

– ¡No! -gritó Ashling, categórica a causa del miedo-. Mañana por la mañana tengo que estar en forma para ir a trabajar.

– Yo también trabajo -dijo Joy-. Soy la procesadora de solicitudes de pólizas de seguros más rápida del Oeste. Venga, solo una copa.

– Tú no tienes ni idea de lo que quiere decir tomarse solo una copa. Hasta me sorprende que lo digas. Cada vez que salgo contigo para tomarme «solo una copa» acabo a las cinco de la mañana con una cogorza descomunal, bailando canciones de Abba y viendo salir el sol en un apartamento que no conozco con un grupo de hombres desconocidos a los que no quiero volver a ver jamás.

– Hasta ahora nunca te habías quejado.

– Lo siento, Joy. Debe de ser que estoy un poco nerviosa por el trabajo.

– Yo voy contigo -se ofreció Ted-. Si no te da miedo que ahuyente a tus pretendientes.

– ¿Tú? -dijo Joy con desdén-. No lo creo, Ted.

Eran más de las nueve cuando Dylan llegó a casa. Clodagh había conseguido acostar a Molly y a Craig, lo cual era casi un milagro.

– Hola -dijo Dylan, cansado, balanceando su maletín contra la pared en el recibidor y aflojándose la corbata.

Clodagh no dijo nada cuando los cierres del maletín volvieron a arañar la pintura, y se preparó para recibir el beso de su marido. Habría preferido que Dylan no se molestara en besarla. En realidad aquel beso no significaba nada; solo era una costumbre molesta.

Clodagh abrió la boca dispuesta a explicarle a él el mal día que había tenido, pero Dylan se le adelantó:

– ¡Dios mío, menudo día! ¿Dónde están los niños?

– En la cama.

– ¿Los dos?

– Sí.

– ¿Llamamos al Vaticano para informar del milagro? Voy a verlos y bajo enseguida.

Cuando regresó se había quitado el traje y se había puesto unos pantalones de chándal y una camiseta.

– ¿Alguna noticia? -preguntó Clodagh, ansiosa de información y emociones del mundo exterior.

– No. ¿Hay algo para cenar?

Ah, sí. La cena.

– Pues mira, entre el dolor de barriga de Craig y las rabietas de Molly… -Abrió la nevera en busca de inspiración, pero no sirvió de nada-. ¿Te apetece una tostada con espaguetis?

– Una tostada con espaguetis. Menos mal que no me casé contigo por tus habilidades culinarias. -Le lanzó una sonrisa, y a Clodagh le pareció detectar en ella cierta tensión.

– Sí, menos mal -concedió mientras sacaba una lata del armario.

No habría sabido decir si Dylan estaba enfadado o no. Siempre estaba risueño, aunque estuviera furioso. Y a ella no le importaba, porque así la vida era más fácil.

– ¿Qué tal en el trabajo? -insistió-. ¿Cómo es que has salido tan tarde?

Dylan suspiró y dijo:

– ¿Te acuerdas de aquel gran contrato con los americanos? ¿Ese que no hay manera de cerrar?

– Sí -mintió ella mientras metía el pan en la tostadora.

– No sé dónde me quedé la última vez que te hablé de ese tema. ¿Se habían decidido ya?

– Creo que estaban a punto de decidirse -se aventuró Clodagh.

– Bueno, pues tras deliberar eternamente, al final lo reducen a tres paquetes. Luego dicen que quieren probarlos. Lo cual, como sabes, supone una gran pérdida de tiempo, así que les ofrezco los informes de las pruebas. Primero dicen que sí, que ya les sirven. Luego cambian de opinión y envían a dos técnicos de su oficina de Ohio para hacer las pruebas…

Clodagh removió los espaguetis en la sartén y se desconectó de la conversación. Estaba decepcionada. Aquello era mortalmente aburrido.

Dylan se sentó a la mesa y siguió explicándoselo todo:

– Esta tarde me llaman y me dicen que le han comprado un paquete a Digiware, y que los nuestros ni siquiera van a probarlos.

Entonces fue cuando Clodagh volvió a conectarse:

– ¡Estupendo! ¡Ni siquiera van a probarlos!

10

En la fría y triste cama de la desangelada habitación de Harcourt Street, Lisa intentaba dormir, aunque ya tenía la sensación de estar soñando. O mejor dicho, de que estaba en medio de una aterradora pesadilla.

Después de la espantosa jornada en aquella oficina de aficionados, se había consolado pensando que la situación no podía empeorar más. Pero eso fue antes de que intentara buscar un piso de alquiler.

Creyó que podría recurrir a una agencia de traslados, pero la tarifa de inscripción era exorbitante. Y no tuvo ningún éxito cuando por teléfono formuló, con mucho tacto, el ofrecimiento de mencionar a la agencia en su revista si no le cobraban la tarifa de inscripción.

– No necesitamos publicidad -le explicó el empleado-. Estamos desbordados de trabajo por culpa del Tigre Celta.

– ¿De qué?

– Del Tigre Celta. -El joven se había dado cuenta de que Lisa no tenía acento irlandés, así que le dio explicaciones-: ¿Recuerda que cuando las economías de países como Japón y Corea vivían un boom lo llamaban el Tigre Asiático?

¿Cómo iba ella a acordarse de una cosa así? Palabras como «economía» no figuraban en su léxico.

– Y ahora que la economía de Irlanda está despegando, lo llamamos el Tigre Celta -prosiguió el joven-. Lo cual significa -añadió con todo el tacto de que fue capaz, que no era mucho- que no necesitamos publicidad gratis.

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