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Ya en la calle, Lisa se sintió profundamente desgraciada. Echaba de menos Londres. Detestaba tener que pasar por aquel calvario. Ella tenía un piso precioso en Ladbroke Grove. Daría cualquier cosa por estar allí.

La invadió de nuevo una oleada de agotamiento y tristeza. En Londres Lisa estaba inextricablemente entretejida en el ambiente de moda, pero aquí no conocía a nadie. Ni quería conocer a nadie. Los encontraba a todos insoportables. En aquel maldito país nadie llegaba puntual a ningún sitio y alguien hasta tuvo el descaro de decir: «El que creó el tiempo hizo cantidad». Como directora de una revista, ella estaba en todo su derecho de llegar tarde.

Volvió, desolada, a su espantoso hotelito, lamentando que Trix no hubiera podido concertarle ninguna cita para cenar con algún seudofamoso aquella noche.

No soportaba tener tiempo libre; su capacidad para emplearlo se había atrofiado. Aunque no siempre había sido así: ella había trabajado mucho y había sido ambiciosa, pero hubo un tiempo en que había algo más. Eso fue antes de que a base de mirar constantemente por encima del hombro para vigilar a las hordas de chicas más jóvenes, más inteligentes, más trabajadoras y más ambiciosas que la perseguían su vida se hubiera convertido en una rueda de andar.

Durante el fin de semana visitaría unos cuantos pisos y casas más; el tiempo pasaría deprisa. Y mañana pensaba ir a un par de peluquerías: se haría el color en una y se cortaría el cabello en la otra. El truco consistía en tener a unas cuantas en el bolsillo, de modo que si una no podía darte hora en un caso de emergencia, pudiera dártela otra.

Había hecho un pacto consigo misma. Se daría un año para convertir aquella birria de revista en un éxito rotundo, y entonces los directivos de Randolph Media reconocerían su mérito y la recompensarían por él. Quizá…

Tras tres rápidas copas después del trabajo, Ashling se levantó con intención de marcharse, pero Trix le suplicó que se quedara un rato más.

– ¡Venga! ¡Estrechemos nuestros lazos poniendo verdes a nuestros compañeros de trabajo!

– No puedo.

– Claro que puedes -la contradijo Trix-. Lo único que tienes que hacer es probarlo.

– No me refiero a eso. -Pero en parte Trix tenía razón. Ashling tenía pensamientos maliciosos, desde luego, pero raramente les daba rienda suelta porque tenía la sospecha de que el que siembra recoge. Aunque eso no valía la pena explicárselo a Trix, porque seguro que ella se moriría de risa-. Es que he quedado con mi amiga Clodagh.

– Dile que venga.

– No puede. Tiene dos niños y su marido está en Belfast.

Fue lo único que hizo claudicar a Trix.

Ashling se abrió paso a empujones entre el gentío del viernes por la noche y paró un taxi. Quince minutos más tarde llegó a casa de Clodagh, donde habían quedado para comer pizza, beber vino y poner verde a Dylan.

– No me gusta nada que vaya a esas malditas cenas y esos malditos congresos -protestó Clodagh-. Y cada vez lo hace más a menudo.

El comentario quedó suspendido en el aire, hasta que Ashling, consternada, dijo:

– No creerás que anda…, metido en algo, ¿verdad?

– ¡Qué va! -contestó Clodagh-. No me refería a eso. Lo que quiero decir es que envidio su… su… libertad. Yo estoy aquí con estas dos fieras mientras él está en un hotel de lujo durmiendo como un tronco y disfrutando de un poco de intimidad. Cómo me gustaría estar en su lugar -añadió con nostalgia.

Más tarde, en la cama, después de cerrar bien puertas y ventanas, Clodagh se puso a pensar en lo que había dicho Ashling sobre la posibilidad de que Dylan anduviese «metido en algo». No podía ser, ¿verdad que no? Pero ¿y si tenía un lío? ¿O un rollete anónimo y ocasional? ¿Rápido, feroz y despersonalizado? No, ella sabía que no podía ser. Entre otras cosas, porque ella lo habría matado.

Pero, curiosamente, la idea de Dylan teniendo relaciones sexuales con otra mujer la excitó. Siguió pensando en ello un rato, mezclando otras fantasías más habituales. ¿Lo harían como lo hacían Dylan y ella? ¿O sería más imaginativo? ¿Más salvaje? ¿Más rápido? ¿Más apasionado? Mientras visualizaba aquellas escenas de película pornográfica, empezó a respirar más deprisa, y cuando llegó el momento se ocupó de tener un par de intensos y rápidos orgasmos. Luego se sumió en un sueño profundo y apacible hasta que Molly la despertó porque tenía pipí.

12

Ashling pasó toda la tarde del sábado pateándose tiendas en busca de un traje sexy y elegante para ir a trabajar. En realidad lo que quería, aunque fuera inconscientemente, era parecerse a Lisa. Quizá así se sentiría merecedora de su nuevo empleo y desaparecería la ansiedad que la acosaba. Pero se probara lo que se probase, no conseguía el élan esmaltado de Lisa. Como se acercaba la hora del cierre, hizo un par de compras desesperadas y se fue a casa, agotada e insatisfecha.

El chico no estaba en medio del paso, sino agazapado junto a la puerta, sobre su manta naranja. Era la primera vez que Ashling lo veía despierto. Algunos transeúntes le lanzaban una moneda; otros le lanzaban una mirada de asco y temor, pero la mayoría de la gente ni siquiera lo veía. Era como si lo hubieran borrado de la realidad pintándolo con un aerógrafo.

Ashling tuvo que pasar a escasos centímetros de él para llegar al portal, y se sintió incómoda porque no sabía cuál era el protocolo en aquellos casos; con todo, le pareció que tenía que decir algo. Al fin y al cabo, eran vecinos.

– Hola -murmuró mirándolo de soslayo.

– Hola -respondió él, sonriente. Le faltaba un incisivo.

Ashling se apresuró, pero el chico señaló con la cabeza la bolsa que ella llevaba y preguntó:

– ¿Te has comprado algo bonito?

Ashling se paró en seco, a mitad de camino entre el chico y la puerta, muerta de ganas de escapar de allí.

– No, qué va. Solo un par de cosas para ir a trabajar. -Pero ¿por qué no se callaba? ¿Qué sabía él?

– ¿Cómo es eso que dicen? -El joven entrecerró los ojos, intentando recordar-. No te vistas para el trabajo que tienes, vístete para el trabajo que te gustaría tener. ¿No es eso?

Ashling estaba demasiado abochornada para concentrarse.

– ¿Quieres…? -Se descolgó la mochila del hombro con intención de sacar su monedero, pero se lo impedía la bolsa de la tienda, que llevaba cruzada sobre el pecho-. ¿Quieres que…?

Le dio una libra, que él aceptó con una elegante inclinación de cabeza. Muerta de vergüenza por la disparidad entre lo que le había dado a aquel chico y lo que acababa de gastarse en una blusa y un bolso que ni siquiera necesitaba, subió, ruborizada, la escalera. «Me cuesta mucho trabajo ganarlo -se dijo-. Muchísimo -añadió, pensando en la semana que acababa de pasar-. Y hace una eternidad que no me compro nada. Además, lo he pagado todo con la tarjeta. Y yo no tengo la culpa de que ese chaval sea un alcohólico o un heroinómano.» Aunque tenía que reconocer que no olía a alcohol y que no parecía colocado.

A salvo en su piso, después de cerrar bien la puerta, exhaló un suspiro. «Aquí estoy, gracias a Dios -pensó-. Yo también podía haber acabado en el arroyo.» Pero luego se regañó por aquel melodrama. En realidad, nunca le habían ido mal las cosas.

Dejó las bolsas encima de la mesa y se quitó los zapatos. Estaba cansadísima. Y ahora tenía que vestirse de fiesta y salir con Joy. No le apetecía en absoluto. Tener treinta y tantos años era como volver a la adolescencia. Su cuerpo estaba experimentando extraños cambios, y muchas veces la asaltaban extrañas y a veces vergonzosas necesidades. Como la necesidad de quedarse sola en casa el sábado por la noche, con solo un vídeo y una cinta de Ben y Jerry por compañía.

– Pero si no sales, nunca conocerás a nadie -le reprendía Joy constantemente.

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