– Esta noche has estado genial. De verdad debe de encantarte tu trabajo.
– No creas -repuso él, irascible-. Estoy escribiendo una novela. Eso es lo que me gusta de verdad.
– Qué bien -dijo Ashling con amabilidad.
– No, no creas -se apresuró a corregirla Billy-. Es muy verídica, muy deprimente. Muy cruda. ¿Dónde he metido mi encendedor?
– Toma. -Ashling encendió una cerilla y se la ofreció a Billy, pues le pareció que la necesitaba.
Atisbando entre el gentío que llenaba el salón, Ashling vio a Ted entronizado en una butaca, mientras una ordenada fila de chicas curiosas avanzaban hacia él para exponerle sus casos. Junto a una ventana que daba a las negras aguas del Liffey había un individuo con aire meditabundo, con un grueso mechón blanco en medio de la larga y negra mata de pelo. «Ajá -pensó Ashling-. El misterioso Mitad Hombre-Mitad Tejón.» Joy estaba por allí cerca, ignorándolo intensamente.
Dadas las circunstancias, Ashling decidió dejar en paz a su vecina. Se quedó por allí, bebiéndose el vino, y vio a Mark Dignan. Como medía más de dos metros y tenía los ojos más saltones que ella había visto jamás en alguien que no fuera un ahorcado, tampoco tuvo reparos en charlar un rato con él.
Pero Mark rechazó las alabanzas de Ashling por su número con un brusco ademán.
– Solo lo hago para ir tirando hasta que se publique mi novela.
– Ah, tú también estás escribiendo una novela. Y… ¿de qué trata?
– Trata de un hombre que ve el mundo en toda su podredumbre. -Los ojos se le desorbitaron aún más. «Un poco más y se le caerían en la moqueta», pensó Ashling, angustiada-. Es muy deprimente -se jactó Mark-. Increíblemente deprimente. El tipo odia la vida más que la propia vida.
Mark se dio cuenta de que había dicho algo vagamente ingenioso, y echó un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.
– Bueno, te deseo mucha suerte.
Capullo de mierda.
Ashling se alejó, y entonces la acorraló un individuo entusiasta de ojos centelleantes que insistió en que Ted era un cómico anarquista, un deconstructivo irónico posmodernista del género.
– Coge un gag elemental y lo subvierte por completo, cuestionando nuestras expectativas de lo gracioso. Oye, ¿quieres bailar?
– ¿Cómo? ¿Aquí? -La pregunta la desconcertó. Hacía mucho tiempo que un tipo raro no la invitaba a bailar. Y menos aún en el salón de una casa. Aunque ahora que se fijaba, había varias personas (todas chicas, por supuesto) meneándose al ritmo de una canción de Fat Boy Slim-. No, gracias -se excusó-. Es demasiado temprano y todavía me siento inhibida.
– Vale, ya te lo volveré a pedir dentro de una hora.
– ¡Estupendo! -exclamó ella con sorna, ante la mirada de ansiosa expectación de él.
En una hora no tendría tiempo de emborracharse lo suficiente. Bien mirado, no tendría tiempo ni en toda una vida.
Al cabo de un rato vio a Joy besando al Hombre Tejón, lo cual le produjo una gran alegría.
Se quedó un rato más dando vueltas por allí. Aunque era una fiesta bastante cutre, le sorprendió comprobar que se sentía a gusto envuelta de gente, aunque sin hablar con nadie en particular. Aquella sensación de satisfacción era insólita: Ashling casi nunca se sentía a gusto. Aunque se sintiera muy realizada, siempre había un vacío en su interior. Como aquel punto diminuto, aquel agujerito que quedaba en el negro de la pantalla cuando apagabas el televisor antes de acostarte.
Esta noche, en cambio, estaba tranquila y reposada, y pese a estar sola, no se sentía sola. Aunque los únicos hombres que se le habían acercado no eran su tipo, no se sintió fracasada cuando decidió irse a casa.
En la puerta volvió a encontrarse a Don Entusiasmo.
– ¿Ya te vas? Espera un momento. -Anotó algo en un trozo de papel y se lo dio.
Ashling esperó a estar fuera para desdoblar el papelito. Aquel individuo había anotado un nombre (Marcus Valentina), un número de teléfono y la instrucción Llamez-moi!
Ashling no se había reído tanto en toda la noche.
Tardó diez minutos en llegar a su casa; al menos había dejado de llover. Cuando llegó al edificio, vio a un hombre dormido en el portal.
Era el mismo que había visto allí el otro día, solo que era más joven de lo que Ashling había imaginado. Era delgado, estaba muy pálido y se aferraba con fuerza a su gruesa y mugrienta manta naranja. Parecía un chiquillo.
Ashling revolvió en su bolso, sacó una libra y la dejó sin decir nada junto a la cabeza del chico. Pero ¿y si se la roban?, pensó, así que la puso debajo de la manta. Luego, pasando por encima de él, entró en el edificio.
Al cerrarse la puerta detrás de ella, Ashling oyó «Gracias», aunque fue un susurro tan débil que no estuvo segura de si se lo había imaginado.
Mientras Ted se lo pasaba en grande en la fiesta de los humoristas, Jack Devine abría la puerta de su casa en una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend.
– ¿Por qué no me has llamado? -le preguntó Mai-. Nunca tienes tiempo para mí. -Pasó por su lado y enfiló la escalera. Ya había empezado a desabrocharse los tejanos.
Jack se quedó mirando el mar, aquella agua que por la noche se volvía casi negra, impenetrable a su mirada. Luego cerró la puerta y siguió lentamente a Mai por la escalera.
A la misma hora, en una elegante casa eduardiana de Donnybrook, Clodagh se acabó la cuarta ginebra y se preparó otra. Habían pasado veintinueve días.
7
El domingo Ashling despertó a las doce, descansada y con una resaca soportable. Se tumbó en el sofá y fumó hasta que terminó The Dukes of Hazzard. Luego salió a comprar pan, zumo de naranja, tabaco y periódicos (un periodicucho difamatorio y otro serio, para compensar).
Tras atracarse hasta sentir asco de relatos rimbombantes sobre infidelidades, decidió limpiar el piso. La tarea consistía básicamente en trasladar unos veinte platos llenos de migas y vasos de agua medio vacíos del dormitorio al fregadero de la cocina, recoger un tarro vacío de Haagen Daz de debajo del sofá y abrir las ventanas. Se negó a quitar el polvo, pero roció la sala con Don Limpio y el olor la hizo sentir virtuosa. Olfateó minuciosamente las sábanas de su cama y decidió que podía dejarlas una semana más.
A continuación, pese a saber que no podía haberse movido de donde estaba, se aseguró de que no le habían robado el traje que había llevado a la tintorería. Seguía colgado en el armario, junto a un top limpio. Mañana iba a ser un gran día. No todos los lunes estrenabas trabajo. De hecho hacía más de ocho años que Ashling no estrenaba trabajo, y estaba tremendamente nerviosa. Pero también emocionada, se decía una y otra vez, intentando ignorar el cosquilleo que notaba en el estómago.
Y ahora, ¿qué podía hacer? Decidió pasar el aspirador, porque silo hacías debidamente era un ejercicio fabuloso para la cintura. Así que sacó su Dyson de color magenta y verde lima. Todavía no podía creer que se hubiera gastado tanto dinero en un electrodoméstico. Un dinero que habría podido invertir en bolsos o botellas de vino. La única conclusión que podía sacar era que finalmente había madurado. Lo cual resultaba gracioso, porque mentalmente tenía dieciséis años y todavía tenía que decidir qué quería hacer cuando terminara la escuela.
Le dio al interruptor e, inclinándose enérgicamente y haciendo girar la cintura, recorrió el pasillo. Por suerte para la resacosa vecina del piso de abajo (Joy), no tardó mucho, porque el piso de Ashling era ridículamente pequeño.
De todos modos le encantaba. Lo que más temía de perder su empleo era no poder pagar los plazos de la hipoteca. Había comprado aquel piso tres años atrás, cuando se convenció de que Phelim y ella nunca iban a comprar juntos una casita de campo rodeada de rosas. Su decisión respondía a una política suicida: evidentemente Ashling confiaba en que Phelim intervendría cuando su saldo empezara a peligrar y que se avendría a embarcarse en la compra de la casa adosada con tres dormitorios en un barrio de las afueras. Pero lamentablemente Phelim no intervino, y la compra siguió adelante. En aquel momento le pareció un reconocimiento de su fracaso. Pero ahora no. Aquel piso era su guarida, su nido y su primer hogar verdadero. Desde los diecisiete años había vivido en tugurios, durmiendo en las camas de otros, sentándose en sofás llenos de bultos que los caseros habían comprado por lo barato y no por lo cómodos que eran.