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Cuando se instaló en su piso no tenía ni un solo mueble. Tuvo que comprarlo todo, excepto una plancha y unas cuantas toallas deshilachadas, varias sábanas y fundas de almohada desparejadas, partiendo desde cero. Lo cual le produjo un gran berrinche. Le ponía furiosa la idea de desviar un mes tras otro el dinero para ropa a la compra de todo tipo de aparatos estúpidos. Como sillas.

– No podemos sentarnos en el suelo, Ashling -le gritó Phelim.

– Ya lo sé -admitió ella-. Es que no me imaginaba que esto pudiera ser tan…

– Pero si eres la mujer más organizada del mundo. -Phelim estaba perplejo-. Creí que se te darían la mar de bien estas cosas. ¿Cómo se llaman? Las labores del hogar.

Ashling estaba tan desorientada que Phelim le dijo en voz baja:

– Venga, cariño, deja que te ayude. Compraré unos cuantos muebles.

– Una cama, seguro -replicó Ashling con sorna.

– Pues mira, ahora que lo mencionas… -A Phelim le gustaba acostarse con Ashling. No le parecía mala idea comprarle una cama-. ¿Puedo permitírmelo?

Ashling caviló un momento. Ahora que había organizado las finanzas de Phelim, él estaba mucho mejor económicamente.

– Creo que sí -dijo, malhumorada-. Siempre que la pagues con la tarjeta de crédito.

Pidió de mala gana un crédito y se compró un sofá, una mesa, un armario y un par de sillas. Y nada más. Durante más de un año se negó a comprar cortinas. «Si no limpio los cristales -se dijo-, nadie me verá desde fuera.» Y no compró una cortina para la ducha hasta que los charcos que se formaban cada día en el suelo de su cuarto de baño empezaron a filtrarse hasta el de Joy. Pero en algún momento sus prioridades habían cambiado. Aunque no podía compararse con Clodagh, que estaba obsesionada con la decoración, a Ashling le importaba su casa. Hasta tal punto que no tenía solo un juego de sábanas, sino dos (uno muy original, de tela vaquera, y un conjunto blanco con cubrecama de gofre). Hacía poco se había gastado cuarenta libras en un espejo que ni siquiera necesitaba sencillamente porque lo encontró bonito. De acuerdo: tenía el síndrome premenstrual y no estaba del todo en sus cabales, pero aun así… Y el día que se compró un aspirador de doscientas libras quedó demostrado que la transformación estaba consolidada.

Llamaron a la puerta. Era Joy, que estaba pálida como un fantasma.

– Lo siento, me he pasado un poco con la limpieza -se disculpó Ashling-. ¿Te he despertado?

– No pasa nada. Tengo que ir a Howth a ver a mi madre. Joy puso cara de angustia-. Esta vez no puedo decirle que no: he cancelado la visita cuatro domingos seguidos. Pero ¿cómo lo aguantaré? Seguro que ha preparado un asado enorme e intentará por todos los medios que me lo coma, y después se pasará toda la tarde interrogándome para averiguar si soy feliz. Ya sabes cómo son las madres.

Bueno, sí y no, pensó Ashling. Estaba familiarizada con aquello de «¿Eres feliz?». Lo que pasa es que era Ashling la que controlaba los niveles de felicidad de su madre, y no al revés.

– Al menos podría comer a una hora más civilizada los domingos -protestó Joy.

– Sí, los martes por la noche, por ejemplo -bromeó Ashling-. Oye, no habrás visto a Ted todavía, ¿verdad?

– No. Supongo que anoche tuvo suerte y se resiste a salir del dormitorio de la pobre chica.

– Anoche estuvo genial. Bueno, ¿piensas decirme lo que pasó con el Hombre Tejón, o tendré que torturarte?

El rostro de Joy se iluminó inmediatamente.

– Hemos pasado la noche juntos. No hicimos el amor, pero le hice una mamada y él prometió llamarme. No sé silo hará.

– Una golondrina no hace una relación -le previno Ashling, que tenía experiencia en el tema.

– ¿A mí me lo vas a contar? Dame las cartas -dijo Joy al tiempo que cogía la baraja del tarot-, a ver qué me dicen. ¿ La Emperatriz? ¿Qué significa?

– Fertilidad. No dejes de tomar la píldora.

– Ostras. Y a ti, ¿cómo te fue anoche? ¿Conociste a alguien interesante?

– No.

– Tienes que esforzarte más. Tienes treinta y un años; dentro de poco será demasiado tarde.

«La verdad es que teniendo a Joy de vecina no necesito una madre», pensó Ashling.

– Pues tú tienes veintiocho -replicó.

– Sí, pero yo me acuesto con un montón de hombres. Joy suavizó el tono y preguntó-: ¿No te encuentras sola?

– Acabo de salir de una relación de cinco años. Eso no se supera de la noche a la mañana.

Phelim no era una persona cruel, pero su incapacidad para comprometerse había minado la confianza de Ashling en el amor. Desde su separación, Ashling se sentía muy sola, pero no estaba preparada para iniciar otra relación. Aunque la verdad era que no había recibido una avalancha de ofertas.

– Ha pasado casi un año. Tienes que olvidarte de Phelim. Tienes un empleo nuevo, y has de aprovecharlo. No sé dónde leí que el cincuenta por ciento de la gente conoce a su pareja en el trabajo. ¿Viste a algún chico atractivo el día de la entrevista?

Inmediatamente Ashling pensó en Jack Devine. Aquel tipo era de armas tomar. Una auténtica trituradora de nervios.

– No.

– Coge una carta -dijo Joy.

Ashling cortó la baraja y levantó una carta.

– El ocho de espadas. ¿Qué significa? -preguntó Joy.

– Cambios -admitió Ashling a regañadientes-. Alteraciones.

– Me alegro, ya era hora. Bueno, tengo que irme. Voy a frotar el Buda de la suerte para no vomitar en el autobús… Mira, paso del Buda. ¿Me prestas dinero para un taxi?

Ashling le dio a Joy un billete de diez libras y dos bolsas de basura que producían un tintineo revelador.

– Tíralas por la rampa, por favor.

A medio kilómetro de allí, en el aparthotel Malone, Lisa se defendía como podía del aburrimiento dominical. Había leído los periódicos irlandeses (al menos las páginas de sociedad) y eran un desastre. Al parecer consistían en fotografías de políticos gordos y varicosos que rezumaban cordialidad y sobornos. Esos tipos ya podían olvidarse de aparecer en su revista.

Encendió otro cigarrillo y se paseó con aire taciturno por la habitación. ¿Qué hacía la gente cuando no estaba trabajando? Estaba con su pareja, iba al pub, o al gimnasio, o de compras, o decoraba la casa, o salía con los amigos. Sí, ya se acordaba.

Necesitaba hablar con alguien, y pensó en llamar a Fifi, lo más parecido que tenía a una amiga íntima. Habían trabajado juntas en Sweet Sixteen, muchos años atrás. Cuando Lisa entró a trabajar en Girl, se las ingenió para que nombraran a Fifi redactora adjunta de belleza. Cuando Fifi consiguió el trabajo de redactora jefe en Chic, avisó a -Lisa cuando se enteró de que estaban buscando a una directora adjunta. Cuando Lisa se marchó a Femme, Fifi ocupó el puesto de directora adjunta en Chic. Diez meses después nombraron a Lisa directora de Femme, y a Fifi directora de Chic. A Lisa siempre le había resultado fácil contarle sus penas a Fifi, porque ella entendía los peligros y dificultades de aquel trabajo que presuntamente tenía tanto glamour, mientras que los demás se morían de envidia.

Pero por algún extraño motivo, Lisa no se decidía a coger el auricular. Se dio cuenta de que estaba avergonzada. Y un tanto resentida. Aunque sus carreras habían recorrido una línea casi paralela, Lisa siempre le había llevado una pequeña ventaja a su amiga. La carrera de Fifi había sido una lucha constante, mientras que Lisa había triunfado casi sin esfuerzo. La habían nombrado directora casi un año antes que a Fifi, y aunque Chic y Femme competían casi directamente, las ventas de Femme superaban en más de cien mil ejemplares a las de Chic. Lisa había dado por supuesto, demasiado alegremente, que su traslado a Manhattan sería el empujón final y que Fifi ya no podría alcanzarla. Pero la habían mandado a Dublín, y de pronto Fifi, por defecto, se había situado a la cabeza de la carrera.

«Oliver», susurró Lisa, y de pronto volvió a inundarla la felicidad. Voy a llamarlo. Pero inmediatamente la oleada de ternura y buenos sentimientos se convirtió en amargura. Por un momento lo había olvidado. No lo echo de menos, se recordó. Lo que pasa es que estoy aburrida y deprimida.

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