– ¿Happy o Oui? Happy -decidió-. Probemos el poder de lo sugerente. -Roció a Ashling de colonia y la empujó, como si fuera un muñeco a cuerda, en dirección al salón-. ¡Ánimo!
Jack estaba sentado en el sofá azul, con las manos colgando entre las rodillas. Aquella era una visión extrañísima. Pese a lo deprimida que estaba, esa idea venció su estupor. Jack pertenecía al mundo del trabajo, y sin embargo allí estaba, haciendo que el piso de Ashling pareciera aún más pequeño de lo que era.
El traje oscuro, el despeinado cabello y la corbata torcida le hacían parecer trastornado y agobiado por las preocupaciones. Ashling se quedó en el umbral, mirando cómo él intercambiaba pensamientos con el suelo de arce. Entonces ladeó la cabeza, vio a Ashling y sonrió.
Cuando Jack se levantó del sofá, cambió la luz de la habitación.
– Hola -dijo Ashling-. Siento no haber ido al trabajo ni ayer ni hoy.
– Solo he venido a ver cómo estás, no a meterte prisa para que vuelvas al trabajo.
Entonces Ashling recordó que él se había mostrado inesperadamente amable y comprensivo después de que Dylan le revelara la fatídica noticia.
– Intentaré ir mañana -dijo, aunque era tan probable como que escalara el Kilimanjaro.
– ¿Por qué no te tomas una semana de vacaciones e intentas volver el lunes? -sugirió Jack.
– De acuerdo. Gracias. -El alivio que le produjo no tener que enfrentarse al mundo de inmediato fue tan grande que ni siquiera discutió-. Mi madre va a venir a pasar unos días conmigo. Eso bastará para animarme a volver al trabajo, seguro.
– Ah, ¿sí? -dijo Jack con una sonrisa-. Un día tienes que contármelo.
– Sí. -Ashling no se sentía capaz ni de decirle la hora.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jack.
Ashling vaciló. Aquel no era el tema más adecuado para hablar con tu jefe, pero ¿qué más daba? Ya nada importaba.
– Estoy muy triste -reconoció.
– Es lógico. El fin de una relación, el fin de una amistad…
– Pero no es solo eso. -Ashling intentaba comprender aquel intenso dolor-. Estoy triste por el mundo entero.
Se quedó mirando a Jack. Este debía de pensar que estaba chiflada.
– Y ¿qué más? -dijo él con dulzura.
– Solo veo tristeza y dolor a mi alrededor. Por todas partes.
– Weltschmerz -dijo Jack.
– Salud -dijo ella distraída.
– No -explicó Jack, riendo débilmente-. Weltschmerz significa algo así como «tristeza por el mundo» en alemán.
– ¿Hay una palabra para esto?
Ashling sabía que no era la primera persona que se sentía así. Sabía que su madre también había pasado por aquello. Pero si existía una palabra para describir aquel sentimiento, debía de haber muchas personas más que lo habían sentido. Aquello la consoló. Jack le enseñó una bolsa de papel blanca que llevaba.
– Mira, te he traído una cosa…
– ¿Qué es? ¿Pañuelos de papel? Tengo tantos que podría montar una tienda. ¿Uvas? No estoy enferma, sino solo… humillada.
– No; es… verás, es sushi.
Ella se sintió ofendida.
– ¿Me tomas el pelo?
– ¡No! Es que el día que lo comimos en la oficina me pareció que sentías curiosidad. -Como Ashling seguía muda, él prosiguió-: Pensé que te gustaría. No hay nada asqueroso, ni siquiera pescado crudo. Es básicamente vegetariano: pepino, aguacate, un poco de cangrejo. Un sushi para principiantes. Si quieres puedo explicarte paso por paso…
Pero la expresión de desconfianza de Ashling le hizo echarse atrás.
– Hummm… Bueno, pues te lo dejo aquí. Espero que te mejores. Ya nos veremos el lunes.
Cuando Jack se hubo marchado, Ted y Joy fueron al salón.
– ¿Qué hay en la bolsa?
– Sushi.
– ¡Sushi! ¿Cómo se le ocurre traerte sushi?
Formaron un corro alrededor de la bolsa de papel, observándola con recelo, como si fuera radiactiva.
– ¿Le echamos un vistazo? -propuso Ted.
– Si quieres… -dijo Ashling. Ted sacó la caja negra laqueada y, fascinado, contempló los pequeños rollitos de arroz dispuestos en pulcras hileras.
– No sabía que fuera así -comentó Joy.
– Y ¿qué es eso? -preguntó Ted señalando un saquito plateado.
– Salsa de soja -dijo Ashling sin entusiasmo.
– ¿Y esto? -Ted levantó la tapa de un pequeño envase de poliestireno.
– Jengibre.
– ¿Y esto? -Señaló un montoncito de pasta verde.
– No me acuerdo de cómo se llama -admitió Ashling-, pero pica mucho.
Tras una prolongada y cautelosa exploración, Ted cogió el toro por los cuernos.
– Voy a probarlo.
Ashling se encogió de hombros.
– Este parece de pepino. -Ted se lo metió en la boca-. Ahora me limpio el paladar con un poco de jengibre, y luego…
– No, no se hace así -le interrumpió Ashling con fastidio.
– Bueno, pues enséñame tú cómo se hace.
58
Al oír los golpecitos en la ventana, Clodagh se puso en pie de un brinco. La invadió una oleada de felicidad. Ya había llegado. Corrió hacia la puerta de la calle y la abrió sin hacer ruido.
– El gallo canta al anochecer -dijo Marcus con marcado acento ruso.
– ¡Shhh! -Clodagh se llevó un dedo a los labios, en un gesto exagerado, pero ambos reían, desbordados de alegría.
– ¿Duermen? -susurró Marcus.
– Sí, duermen.
– ¡Aleluya! -Casi olvidó que no tenía que hacer ruido-. Ahora ya puedo hacer lo que quiera contigo. -Entró en el recibidor y la abrazó; tropezaron, entre risas, con el perchero, y él empezó a quitarle la ropa.
– Ven al salón -dijo ella.
– No; quiero hacerlo aquí -repuso él con picardía-. Entre las botas de lluvia y las mochilas del colegio.
– ¡No puedes, tonto! -Rió al ver los pucheros de Marcus-. Te pareces a Craig.
Marcus sacó aún más el labio inferior, y rió con más fuerza.
– En serio -susurró Clodagh-, ¿y si uno de los dos se levantara para ir al baño y nos pillara con las manos en la masa en el suelo del recibidor? ¡Venga! ¡Pasa ahora mismo al salón!
Marcus, obediente, recogió su camisa y siguió a Clodagh.
– Tanto secreto me recuerda a la adolescencia. Resulta muy sexy -comentó.
Dylan había aterrorizado a Clodagh con sus amenazas de quitarle la custodia de los niños, y ella quería impedir por todos los medios que Molly y Craig la vieran en la cama con Marcus. Pero aquella semana Marcus tenía mucho trabajo, así que no podían verse durante el día. El único momento que podían aprovechar para hacer el amor era cuando Molly y Craig dormían. Un período de aproximadamente veinte minutos al día.
Se tumbaron en el sofá y se quitaron mutuamente la ropa; luego, tras una breve pausa para mirarse a los ojos, Clodagh suspiró:
– Me alegro tanto de verte.
Los cinco días pasados, desde que Dylan se marchara, habían sido extraños, oníricos. El sentimiento de culpa la estaba destrozando, sobre todo porque los niños no paraban de preguntar cuándo iba a volver su padre a casa. Clodagh cada vez se sentía más aislada: hasta su madre estaba furiosa con ella. Además, se sentía terriblemente fuera de control, y sorprendida de la catástrofe que había desencadenado.
La confusión y el pánico solo cedían cuando estaba con Marcus. Él era un diamante en medio del estercolero en que se había convertido su vida. Había leído esa frase en algún sitio (seguramente en la novela en que la mujer monta una tienda de ropa de marca de segunda mano) y se le había quedado grabada.
– No tanto como yo.
Marcus recorrió su cuerpo desnudo con la mirada, le puso las manos debajo y le dio la vuelta, colocándola boca abajo. Esperó un momento antes de penetrarla, casi con solemnidad. Hacía casi una semana que no follaban. El sábado por la tarde fue completamente imposible. Después de golpear a Marcus con el camión rojo, Craig no le había dejado acercarse a más de medio metro de su madre.
– ¡Venga! -imploró Clodagh con voz amortiguada.
Ayudándose con una mano, Marcus se colocó justo en la entrada. No había nada como el primer empujón. Como siempre tenían poco tiempo para estar juntos, sus polvos tenían una violencia entusiasta: a él le gustaba entrar hasta el fondo a la primera, venciendo toda resistencia, yendo directamente hacia el éxtasis. Y si conseguía obtener de Clodagh un grito ahogado a medio camino entre el placer y el dolor, eso lo alentaba aún más.