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– De todos modos ya lo había perdido.

– Ya sabes que este medicamento no debe mezclarse con alcohol, ¿verdad?

– Sí, claro. -Pedirle que no bebiera era demasiado.

– ¿Qué tal la terapia?

– Es que… todavía no he ido.

– Te di un número para que llamaras.

– Sí, lo sé, pero no puedo llamar. Estoy demasiado deprimida.

– ¡Vaya! -dijo el médico con enojo. Cogió el teléfono, hizo una llamada, y luego otra. Tapó el auricular y dijo-: ¿A qué hora sales del trabajo el martes?

– Depende…

– ¿A las cinco? -preguntó él, molesto-. ¿A las seis?

– A las seis. -Con suerte.

McDevitt colgó y le entregó a Ashling una hoja de papel.

– Los martes a las seis. Si no vas, no te recetaré más Prozac.

«¡Capullo!»

Cuando caminaba con desgana por Temple Bar, alguien le gritó: «¡Eh, Ashling!». Un individuo víctima de la moda con unos zapatos absolutamente ridículos caminaba pisando fuerte para alcanzarla, y ella tardó un momento en darse cuenta de que era Boo. Le brillaba el cabello y tenía color en las mejillas, e inesperadamente eso la hizo reír.

– ¡Ostras! -exclamó.

– Voy a trabajar. Hago el turno de dos a diez -explicó Boo, y rompió a reír a carcajadas-. ¿Te imaginas? -A continuación, le dio las gracias efusivamente-. Me encanta trabajar en la televisión. Hasta me han dado un adelanto para que pueda dormir en un albergue.

– Y ¿qué tal es el trabajo? ¿No lo encuentras demasiado difícil? -A Ashling le preocupaba que, acostumbrado a vivir sin obligaciones, le resultara difícil adaptarse a un mundo de disciplina y responsabilidades.

– ¿Hacer de mensajero? ¡Está chupado! Aunque sea con estos zapatos.

– Qué ropa tan guay -comentó Ashling señalando la chaqueta, la camisa y los estrambóticos zapatos.

– Parezco un chiflado -dijo Boo riendo otra vez-. Lo peor son los zapatos. Kelvin, tu colega, me ha dado toda la ropa extravagante que él no quería, pero al menos está limpia, y cuando me paguen podré comprarme ropa normal. ¡Espera! ¡Eso lo quiero repetir! -Se relamió y dijo con gran placer-: Cuando me paguen.

Su alegría era contagiosa.

– Me alegro mucho de que te vaya tan bien -dijo ella con sinceridad.

– Y ¿a quién se lo debo? A ti, Ashling. -Sonrió mostrando su boca desdentada. Por lo visto Kelvin no había podido proporcionarle un recambio para el diente que le faltaba-. Y a Jack. ¡Es un tipo estupendo!

Boo se quedó esperando a que Ashling confirmara su opinión.

– Sí, estupendo. -Pero estaba desconcertada. ¿Desde cuándo era Jack Devine tan encantador?

– ¿Sabes que creía que tendría que hacer reseñas de libros? -dijo entonces Boo.

– Bueno…

– Lo había entendido todo mal. Pero ya no me interesa escribir reseñas.

– Ya…

– Quiero ser cámara. O técnico de sonido. ¡O presentador de informativos!

De nuevo en la oficina, Ashling se preparó para abordar a Lisa y preguntarle si podía salir antes los martes por la tarde.

– Si no voy a terapia, el médico no me recetará más Prozac.

Aquello no le hizo ninguna gracia a Lisa.

– Tendré que consultarlo con Jack. Y más vale que seas muy puntual por las mañanas, para compensar -dijo, resentida.

Pero luego se le pasó. Ashling era buena persona.

Además, ella podía permitirse el lujo de ser generosa. «Al menos yo no tengo que ir a terapia -pensó con petulancia-. Ni tomar Prozac.»

61

Pasado un mes del desastre, Ted volvía a actuar en una función de cómicos, un sábado por la noche. Marcus también estaba en el programa.

– Espero que no te importe -dijo Ashling intentando sonar alegre-, pero no iré a animarte, Ted.

– No te preocupes. No pasa nada. ¡Es lógico!

– De todos modos, tarde o temprano tendrás que empezar a salir otra vez -intervino Joy.

Ashling se estremeció. No quería ni pensarlo.

– Los extraños no existen -terció Ted para animarla-, solo son amigos a los que todavía no conoces.

– Mejor aún -le corrigió Joy-: los extraños no existen, solo son novios a los que todavía no conoces.

– Ex novios a los que todavía no he conocido -sentenció ella hoscamente.

Ashling pasó toda la semana en tensión, hasta que el sábado por la tarde volvió a ver a Ted. Intentó no preguntárselo, pero al final se rindió.

– Perdona, Ted, pero ¿estaba él?

Ted asintió, y Ashling, aún más apagada, dijo:

– ¿Te preguntó por mí?

– Es que no hablé con él -se apresuró a contestar Ted. Tenía la sensación de que caminaba por un campo de minas.

Ashling se llevó un chasco. Ted debería haber hablado con él, para que Marcus pudiera preguntarle por ella. Aunque si hubiera hablado con él, ella se habría sentido traicionada.

Bajó aún más la voz y, sobreponiéndose, preguntó:

– ¿Y ella? ¿Estaba?

Ted asintió, sintiéndose un poco culpable.

Ashling se sumió en un silencio taciturno. Aunque le habría gustado que fuera de otro modo, sabía que Clodagh iría a la función, porque Dylan pasaba la noche de los sábados con los niños, con lo cual ella podía salir. Ashling maldijo su memoria, que había retenido cada uno de los detalles que Dylan le había dado sobre los dos tortolitos. Habría preferido no saber nada, pero la tentación era irresistible, como la de arrancarse una costra.

Se imaginó a Clodagh contemplando embelesada a Marcus, y a Marcus contemplando embelesado a Clodagh. Permaneció tanto rato callada que Ted empezó a pensar que Ashling no iba a hacerle más preguntas. Poco a poco fue relajándose, pero… ¡no! Con voz entrecortada, Ashling le preguntó:

– ¿Parecían muy enamorados?

– No, qué va -contestó Ted, evitando comentar que antes de empezar su número Marcus había dicho: «Dedico mi actuación de hoy a Clodagh».

Después de que Craig los sorprendiera en la cama, Marcus había convencido a Clodagh de que, de perdidos, al río. Ahora se quedaba a dormir casi todas las noches, y las cosas iban mejor de lo que se habían imaginado. Los niños parecían haber aceptado a Marcus y había ocasiones, como esta, en que Clodagh tenía la impresión de que todo estaba en armonía.

Estaban todos sentados alrededor de la mesa de la cocina; Molly dibujaba flores, Craig hacía sus deberes, con la ayuda de Clodagh, y Marcus preparaba unos gags.

Se respiraba un apacible ambiente de unidad y sincero empeño.

– Clodagh, ¿puedo probar este gag contigo? -preguntó Marcus.

– Espera diez minutos. Quiero que Craig termine sus deberes.

Al cabo de un rato, Marcus volvió a interrumpir a Clodagh, que le estaba enseñando por enésima vez a su hijo cómo hacer una Q más grande.

– ¿Puedo ahora, Clodagh?

– Diez minutos más, cariño, y estaré por ti.

A continuación la puerta de la cocina se cerró de golpe. Clodagh levantó la cabeza. ¿Qué había pasado?

Echó un vistazo a la mesa, vio quién faltaba y comprendió que Marcus se había marchado.

Eran las siete y media de la tarde de un jueves de finales de octubre, y Ashling y Jack eran los únicos que quedaban en la oficina. Jack apagó la luz de su despacho, cerró la puerta y se paró junto a la mesa de Ashling.

– ¿Qué tal te va? -preguntó, indeciso.

– Muy bien. Estoy acabando el artículo sobre las prostitutas.

– No; me refería… en general. Con la terapia y todo eso. ¿Te ayuda en algo?

– No lo sé. Quizá sí.

– Como dice mi madre, el tiempo todo lo cura -la tranquilizó-. Recuerdo que la última vez que sufrí un desengaño amoroso creía que jamás me recuperaría…

Ashling lo interrumpió:

– ¿Tú sufriste un desengaño amoroso?

– ¿Qué pensabas? ¿Que no tengo corazón?

– No, pero…

– Venga, admite que lo pensabas.

– No -insistió Ashling, pero tuvo que mirar hacia otro lado para ocultar su sonrisa y su rubor-. ¿A quién te refieres? ¿A Mai? -preguntó con curiosidad.

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