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Lunes por la mañana. Tradicionalmente, la mañana más deprimente de la semana (con la única excepción de la semana con lunes festivo, caso en que pasa a serlo el martes por la mañana). Aun así, Lisa estaba muy animada. La perspectiva de ir a la oficina le hacía sentir que volvía a llevar las riendas de la situación; al menos podría hacer algo para mejorar su estado de ánimo. Pero entonces quiso ducharse y comprobó que el agua salía helada.

Tuvo que aplazar temporalmente su intención de coger por banda a Jack y preguntarle cuándo pensaba arreglar el temporizador de la caldera porque a la señora Morley se le escapó que Jack se había pasado todo el fin de semana trabajando, apaciguando a enfurecidos electricistas y cámaras. Estaba agotado y de muy mal humor.

Ashling, que había llegado tarde y también estaba deprimida, tampoco estaba teniendo un buen día. Para colmo, Jack Devine asomó la cabeza por la puerta de su despacho y, con tono cortante, dijo:

– ¿Doña Remedios?

– ¿Sí, señor Devine?

– ¿Puedo hablar contigo un momento?

Ashling, alarmada, se levantó demasiado deprisa y tuvo que esperar un momento a que su sistema circulatorio se recuperara y le devolviera la visión.

– O tienes un grave problema, o te acuestas con él -susurró Trix con regocijo-. Ya me lo contarás…

Ashling no estaba de humor para las bromitas de Trix. No tenía ni idea de por qué Jack Devine quería hablar con ella en privado. Fue hacia su despacho temiéndose lo peor.

– Cierra la puerta -pidió él.

«Me van a despedir.» Ashling tenía los pelos de punta.

La puerta se cerró detrás de ella e inmediatamente la habitación se encogió y oscureció. Jack, con su oscuro cabello, sus oscuros ojos, su traje azul oscuro y su oscuro humor, solía causar aquel efecto. Por si fuera poco, no estaba detrás de su mesa, sino delante y apoyado en ella, y quedaba muy poco espacio entre Jack y Ashling, que se sentía sumamente incómoda.

– Quería darte esto, sin que lo vieran los demás.

Ella no pudo evitar echarse hacia atrás para apartarse de él, aunque no tenía a dónde ir. Jack le tendió una bolsa de plástico que ella aceptó con desconcierto. Reparó, aturdida, en que era demasiado grande para contener una carta de despido.

Se quedó con la bolsa en las manos; Jack soltó una risita impaciente y dijo:

– Mira dentro.

Ashling abrió la bolsa y, sorprendida, vio que la bolsa contenía un cartón de Marlboro, con un lazo rojo atravesado en el envoltorio de celofán.

– Por los cigarrillos que te he gorreado últimamente -aclaró Jack-. Lo siento -añadió, aunque no sonó muy sincero.

– Es muy bonito -balbució ella, sorprendida por aquel indulto, y por el lazo rojo.

Jack rió como Dios manda por primera vez desde que Ashling lo conocía. Soltó una sonora carcajada, echando la cabeza atrás y luego inclinándose hacia delante.

– ¿Bonito? -exclamó, muerto de risa-. Bonitos son los barcos de vela, las olas de tres metros, pero… ¿los cartones de tabaco? No sé, a lo mejor tienes razón.

– Creía que me ibas a despedir -le espetó Ashling.

Él se quedó sorprendido.

– ¿Despedirte? Pero…, doña Remedios -dijo con picardía, adoptando un tono dulzón-, ¿quién nos proporcionaría tiritas, aspirinas, paraguas, imperdibles, esa cosa para los sustos… ¿cómo se llama? ¿Pócima curativa?

– Bálsamo curalotodo. -Por cierto, a ella no le vendría mal un poco. Tenía que salir de aquel despacho para recobrar el aliento.

– ¿De qué tienes tanto miedo? -le preguntó Jack con un tono aún más dulce. A Ashling le pareció que se acercaba un poco más a ella.

– ¡De nada! -gritó.

Jack se quedó mirándola con los brazos cruzados. El modo en que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba hizo que Ashling se sintiera tonta e infantil; tenía la impresión de que su jefe se estaba mofando de ella. De pronto fue como si él perdiera el interés.

– Ya puedes irte -dijo rodeando la mesa para sentarse en su butaca-. Pero no se lo cuentes a los demás -añadió señalando la bolsa-. Si no, todos vendrán a reclamar su cartón.

Ashling volvió a su mesa con la sensación de que sus piernas pertenecían a otra persona. ¡Paren las prensas! Jack Devine no era tan capullo como parecía. Pero lo más curioso era que en cierto modo Ashling lo prefería de la otra manera. De todos modos, aquella misma tarde las aguas volvieron a su cauce.

Mercedes entró precipitadamente en la oficina, y todos estuvieron a punto de caerse de la silla al ver que exteriorizaba sus sentimientos, cosa rara en ella. Obedeciendo las órdenes de Lisa, había ido a ver si podía entrevistar a la chalada de Frieda Kiely. Y aunque Mercedes se había pasado todo el fin de semana en Donegal haciendo fotografías para un reportaje de doce páginas sobre la ropa de Frieda, esta la hizo esperar una hora y media, y luego manifestó que nunca había oído hablar de Colleen.

«¿Para qué revista dice que trabaja? -le preguntó-. ¿Para Colleen? ¿Qué demonios es eso? ¿Qué demonios es esto?»

– Es una enferma. Una imbécil -masculló Mercedes, y luego tuvo otro ataque de humillación-. ¡Una imbécil de mierda!

– Una zorra psicótica con síndrome premenstrual. -Kelvin estuvo encantado de ponerse a favor de Mercedes.

– Una histérica engreída -aportó Trix.

– Y una anoréxica -terció Bernard el soso, que no tenía ni idea de qué aspecto tenía Frieda, pero al que le gustaba cotillear, como a cualquier hijo de vecino-. Hay más carne en el bastón de un gitano después de una buena pelea.

Trix lo miró con desdén y dijo:

– Eso es un cumplido, idiota. ¡No tienes ni idea!

Siguieron poniendo verde a Frieda Kiely; la única que no participó fue Ashling, que había leído en algún sitio que verdaderamente estaba loca. Por lo visto padecía esquizofrenia leve y no se tomaba la medicación.

– ¿No creéis -les interrumpió, creyendo que alguien tenía que defenderla- que antes de criticarla deberíamos conocerla mejor?

– Exacto -dijo Jack, que acababa de asomarse por la puerta para ver a qué se debía tanto alboroto-. Así podríamos fotografiarla persiguiéndonos con un zapato en la mano. No me parece mala idea. -Le lanzó una sonrisa burlona a Ashling, y luego bramó-: Por el amor de Dios, Ashling, compórtate de acuerdo con la edad que tienes, y no como una anciana que ha sobrepasado el límite de velocidad.

A Lisa le hizo gracia la broma.

– ¿Cuál es el límite de velocidad en este país? -preguntó.

– Setenta -contestó Jack, y volvió a cerrar la puerta.

Ashling volvía a odiar a Jack. Todo volvía a la normalidad.

Aunque Marcus Valentina no tenía su número del trabajo, Ashling tragó saliva cuando, a las cuatro menos diez, Trix le pasó el teléfono y dijo:

– Preguntan por ti. Es un hombre.

Ashling cogió el auricular, esperó un momento para serenarse y luego dijo:

– ¡Hola!

– ¿Ashling? -Era Dylan, y parecía desconcertado-. ¿Qué te pasa? ¿Estás resfriada?

– No. -Ashling, desilusionada, volvió a adoptar su voz normal-. Creía que eras otra persona.

– ¿Cómo lo tienes esta noche? Puedo bajar al centro a la hora que te vaya bien.

– Vale. -Así no tendría que quedarse en casa pendiente del teléfono-. Pásate por la oficina sobre las seis.

A continuación llamó a su casa para ver si había algún mensaje. Solo hacía un cuarto de hora que lo había hecho, pero nunca se sabía.

O quizá sí se sabía, porque no había llamado nadie.

A las seis y cuarto Dylan causó una pequeña conmoción cuando, con el rubio cabello tapándole los ojos, se presentó en la oficina de Ashling con un elegante traje de lino y una inmaculada camisa blanca. Se plantó delante de la mesa de Ashling, y ella le encontró algo raro: tenía un hombro torcido, como si se lo hubiera dislocado.

– ¿Te encuentras bien? -Ashling se levantó, dio una vuelta alrededor de Dylan y descubrió que la razón por la que todo su cuerpo estaba inclinado hacia un lado era que estaba intentando ocultar una bolsa de HMV detrás de la espalda-. Dylan, no voy a decirle a nadie que has estado comprando discos.

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