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Lisa pasó las manos distraídamente por la ondulación de los bíceps de Oliver.

– Veo que sigues yendo al gimnasio. ¿Cuántas flexiones haces?

– Ciento treinta.

– ¡Qué pasada!

Pasada la medianoche, la conversación fue decayendo, y finalmente Oliver, bostezando, dijo:

– ¿Dormimos un poco, nena?

– Vale -repuso ella, adormilada. Ambos sabían que no tenía sentido que Lisa se marchara-. Voy un momento al lavabo.

Después de lavarse la cara, Lisa utilizó el cepillo de dientes de Oliver. Lo hizo sin pensar, y no se dio cuenta hasta que hubo terminado.

Cuando volvió del cuarto de baño, metió los pies entre los muslos de él para calentárselos, como solía hacer cuando vivían juntos. Luego se quedaron dormidos como habían hecho casi cada noche durante cuatro años: Lisa se acurrucó formando una C, y él hizo otro tanto formando otra C mayor, pegando el pecho a la espalda de ella y colocando la cálida palma de la mano sobre su estómago.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Silencio.

Al cabo de un rato, Oliver comentó:

– Qué raro me siento. -Lisa detectó dolor y confusión en su voz-. Estoy teniendo una aventura con mi esposa.

Lisa cerró los ojos y apretó la espalda contra el torso de él. La tensión que mantenía siempre apretados sus dientes cedió, se redujo y desapareció por completo. Durmió como hacía mucho tiempo que no lo hacía.

Por la mañana ambos se metieron con una facilidad casi alarmante en la vieja rutina, el patrón doméstico que habían compartido cada mañana durante cuatro años. Oliver se levantó antes que Lisa y preparó café. A continuación Lisa acaparó el cuarto de baño mientras él, furioso, intentaba meterle prisa. Cuando, no pudiendo contenerse más, aporreó la puerta y gritó «Voy a llegar tarde por tu culpa!», la sensación de déjá vis fue tan intensa que por un instante Lisa no pudo recordar dónde estaba. Sabía que no estaba en casa, pero…

Salió envuelta en toallas, sonriente, y dijo:

– Lo siento.

– Espero que me hayas dejado alguna toalla -dijo él.

– Pues claro. -Se escabulló y se sirvió una taza de café. Y se quedó esperando.

Oyó cómo Oliver abría el grifo de la ducha, y al cabo de un rato dejó de caer agua. No tardaría mucho…

– ¡Ostras, Lisa! -protestó él, como era de esperar-. ¡Solo me has dejado una birria de manopla! Siempre me haces lo mismo.

– No es una manopla. -Entró en el cuarto de baño, muerta de risa-. Es mucho más grande que una manopla.

Oliver despreció la toallita que le mostraba Lisa.

– ¡Con eso no tengo ni para secarme la polla!

– Lo siento -replicó ella con ternura, y se quitó una de las toallas con que iba envuelta-. Mira, voy a tener que darte hasta la camiseta.

– Eres una golfa -gruñó él.

– Ya lo sé.

– Eres verdaderamente increíble.

– Sí, tienes toda la razón -concedió ella con absoluta sinceridad.

Le secó el firme y reluciente cuerpo. Siempre le había encantado hacerlo, aunque algunas partes del cuerpo de Oliver recibían más atención que otras.

– Oye -dijo Oliver al cabo de un rato.

– ¿Qué?

– Me parece que ya tengo secos los muslos.

– Ah, sí… -Se miraron con ironía.

Mientras se vestían, Lisa reparó en algo que le resultaba muy familiar. No pudo contenerse y exclamó:

– ¡Eh! ¡Esa bolsa de Louis Vuitton es mía!

Lisa tenía razón. Oliver la había cogido para llevarse sus cosas el día que se marchó de casa.

De pronto las desagradables emociones de aquel día inundaron la habitación. Oliver volvía a estar furioso. Lisa volvía a estar agresiva y a la defensiva. Oliver protestaba diciendo que lo suyo no era un matrimonio. Lisa le proponía, sarcástica, que se divorciara de ella.

– Puedes quedártela.

Oliver le ofreció la bolsa con buena intención, pero no sirvió de nada. La atmósfera ya se había enrarecido, y ambos terminaron de arreglarse en silencio.

Cuando Lisa comprendió que ya no podía alargar más aquella situación, dijo:

– Bueno, adiós.

– Adiós -repuso él, y al ver que ella tenía lágrimas en los ojos, la abrazó y añadió-: Venga, no llores. Te vas a estropear el maquillaje.

Lisa soltó una risita, pero le dolía la garganta, como si tuviera una piedra enorme atascada en ella.

– Lamento que lo nuestro no funcionara -admitió ella con un hilo de voz.

– Eso pasa hasta en las mejores familias -dijo él encogiéndose de hombros-. ¿Sabías que…

– … dos de cada tres matrimonios acaban en divorcio? -dijo Lisa.

Rieron al unísono y se despegaron.

– Al menos ahora nos llevamos bien -agregó Lisa-. Podemos hablar, y todo eso.

– Exacto -coincidió Oliver.

Ella se fijó en el contraste de la camisa lila de hilo con el sedoso marrón chocolate del cuello de Oliver. ¡Madre mía! ¡Oliver sí que sabía vestirse!

Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, él le gritó:

– ¡Y no lo olvides, nena!

A Lisa le dio un vuelco el corazón, y volvió a abrir la puerta. Que no olvidara ¿qué? ¿Que la quería?

– ¡Búscate un abogado! -Agitó el dedo índice y esbozó una sonrisa.

Era una hermosa y soleada mañana. Lisa fue andando al trabajo. Se sentía fatal.

41

De pronto Lisa se dio cuenta de que nadie había mencionado los desfiles. ¡Los desfiles! Siempre que pensaba en ellos veía aquella palabra iluminada en un letrero de neón. Los desfiles eran el plato fuerte de cualquier director de revista. Dos veces al año viajabas en avión hacia el hervidero de Milán o París. Te hospedabas en el George V o en el Príncipe di Savoia, te trataban como a un miembro de la realeza, conseguías asientos de primera fila en los desfiles de Versace, Dior, Dolce & Gabbana, Chanel; recibías flores u obsequios por el simple hecho de aparecer por allí. El circo de cuatro días estaba lleno de diseñadores egocéntricos, modelos neuróticos, estrellas del rock, ídolos del cine, siniestros millonarios con joyas de oro macizo y, por supuesto, directores de revistas que se miraban unos a otros con un odio salvaje, comprobando cuál era su lugar en la jerarquía. Iban de fiesta en fiesta, a galerías de arte, a discotecas, a almacenes, a abbatoirs (los diseñadores más vanguardistas no tenían límite). Tenías la sensación de estar en el centro del universo.

Evidentemente, lo que no decías es que opinabas que aquellas prendas eran unos pingos imponibles diseñados por unos misóginos gilipollas, que los regalos que te habían hecho después del desfile no eran espléndidos como los del año anterior, que la mejor habitación del hotel siempre se la quedaba Lily HeadleySmythe, y que era un coñazo tener que desplazarte a las afueras para ver el desfile de alguna joven promesa a la que se le había ocurrido presentar su innovadora colección en una fábrica de enlatado de alubias abandonada; pero, aun así, era impensable no ir. Y cuando Lisa reparó en que en Colleen nadie había mencionado los desfiles, sintió que la sorprendía una avalancha de mocasines de Kurt Gieger. Debía de haber hecho una asociación de ideas al ver a Oliver.

Seguro que no pasa nada, pensó para tranquilizarse. Tenía que haber un presupuesto previsto para que Mercedes y ella fueran a los desfiles. Pero ¿y si no lo había? Con el presupuesto de freelance que le habían dado a ella no iba a poder pagar los gastos. De hecho, no habría podido pagar ni un cruasán en el George V.

Atenazada por el pánico, llamó a la puerta del despacho de Jack y entró sin darle tiempo a contestar.

– Los desfiles -dijo casi sin aliento.

Él levantó la vista del montón de documentos legales que estaba examinando y, sorprendido, preguntó:

– ¿Qué desfiles?

– Los desfiles de moda. Milán, París. Septiembre. Tengo que ir, ¿no? -El corazón le latía violentamente, como si quisiera salirse del pecho.

– Siéntate -le dijo Jack amablemente, y al instante Lisa supo que se avecinaban malas noticias.

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