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– Los sábados por la noche solemos mirar un vídeo -le informó su madre.

La cinta elegida fue De aquí a la eternidad. Muy apropiado, pensó Ashling, mientras la noche se estiraba como chicle. Se sentía fuera de lugar y ansiaba regresar a Dublín para estar con su novio. Mientras Burt Lancaster retozaba con Deborah Kerr, Ashling se preguntaba cómo le estaría yendo a Marcus, y si Clodagh y Ted habrían ido a verlo actuar. En el fondo esperaba que no hubieran ido, porque pensar que estaban con Marcus le hacía sentirse aún más excluida.

Sus padres se esforzaron en que Ashling se sintiera cómoda. Sacaron una bolsa de galletas de aperitivo comprada especialmente para ella, le ofrecieron tímidamente una copa mientras ellos bebían té, y cuando Ashling se fue a la cama (a las diez y veinte, una hora vergonzosa), su madre se empeñó en llenarle una bolsa de agua caliente.

– ¡Pero si estamos en julio! ¡Me voy a asar!

– No creas, por la noche refresca mucho. Y dentro de nada estaremos en agosto y empezará el otoño.

– Oh, no. Ya casi estamos en agosto. -Ashling cerró los ojos, invadida por el miedo.

El primer número de Colleen tenía que salir el 31 de agosto, y todavía quedaba muchísimo trabajo por hacer, tanto para la revista en sí como para la fiesta de presentación. Durante julio Ashling había conseguido tranquilizarse pensando que les quedaba mucho tiempo, pero ahora agosto se acercaba peligrosamente.

Cogió una novela de Agatha Christie, vieja y sobada, de la estantería y leyó quince minutos; luego apagó la luz. Durmió todo lo bien que podía esperar dormir bajo un edredón color melocotón y por la mañana lo primero que hizo fue encender el móvil, rezando para que hubiera un mensaje de Marcus. No lo había, y ella se llevó un gran chasco. El empapelado a rayas color melocotón y blanco que parecía querer envolverla no la ayudó mucho. Buscó sus cigarrillos y tumbó un cuenco de popurrí. Con aroma de melocotón, por descontado.

No podía llamarlo otra vez, porque Marcus creería que estaba desesperada. Ashling estaba desesperada, desde luego, pero no quería que él lo supiera. Decidió llamar a Clodagh, por si podía sonsacarle alguna información, aunque con la esperanza de que su amiga no estuviera en situación de revelarle nada.

– ¿Fuiste a ver a Marcus? -Apretó el puño que no estaba utilizando, esperando oír un «no».

– Sí…

– ¿Fuiste con Ted?

– Sí, claro.

Aquella respuesta desanimó aún más a Ashling. En el fondo estaba convencida de que Clodagh no se enrollaría con Ted ni que le pagaran, pero…

Clodagh prosiguió:

– Nos lo pasamos muy bien, y Marcus estuvo genial. Hizo un gag divertidísimo sobre ropa de mujer. Sobre la diferencia entre una blusa, un top, una camiseta, un jersey…

– ¿Cómo dices? -Ya no le importaban Ted y Clodagh. De pronto estaba preocupada por ella misma.

– Hasta sabía lo que era un boudoir -exclamó Clodagh.

– No me sorprende.

Debería haberse sentido halagada, pero se sentía utilizada. Marcus ni siquiera le había dicho que estaba pensando incluir su conversación en una actuación.

– No sé cómo se le ocurren esas cosas -continuó Clodagh, admirada.

Porque no se le ocurren a él.

– ¿Qué hicisteis después? -preguntó Ashling alegremente. No estaba segura de poder encajar más malas noticias-. ¿Os fuisteis a casa?

– Qué va. Nos quedamos con los otros humoristas y estuvimos de juerga hasta las tantas. ¡Fue estupendo!

La despedida de sus padres, que siempre era penosa, fue peor de lo habitual.

– ¿Tienes novio? -preguntó Mike, jovial, hurgando sin querer en la herida de Ashling-. Tráelo la próxima vez que vengas a vernos.

No, por favor.

Todos los vagones estaban abarrotados, y cuando, tres horas más tarde, el tren entró en la estación de Dublín, Ashling estaba cansada y deprimida. Fue hacia la cola de los taxis, confiando en que no hubiera mucha gente esperando, y de pronto, entre el gentío que pululaba por la explanada, vio una cara conocida…

– ¡Marcus! -Sintió un escalofrío de felicidad al verlo de pie junto a la salida, con una tímida sonrisa en los labios-. ¿Qué haces aquí?

– He venido a recoger a mi novia. Tengo entendido que hay que hacer mucha cola para coger un taxi.

Ashling rió con ganas, inmensamente feliz.

Él le cogió la bolsa y la rodeó con el brazo por la cintura.

– Oye, siento mucho lo de…

– ¡No pasa nada! Yo también lo siento mucho.

«Nuestra primera pelea -pensó Ashling mientras él la guiaba hasta su coche-. Nuestra primera pelea en toda regla. Ahora ya podemos decir que somos novios.»

47

En la cama de Clodagh se iban acumulando prendas de ropa descartadas. ¿El vestido negro ceñido? Demasiado provocativo. ¿Los pantalones orientales y la túnica? Demasiado pija. ¿El vestido transparente? Demasiado transparente. ¿Y los pantalones blancos? No, él ya la había visto con ellos. ¿Los pantalones militares con zapatillas de deporte? No, se sentía ridícula con ellos. De todas las prendas modernas que se había comprado en los dos últimos meses, esos pantalones eran el peor error.

Por un instante la nube de ansiedad provocada por la ropa se retiró, y Clodagh se vio asaltada por una repentina e inoportuna idea, más abstracta:

«¿Qué estoy haciendo? Nada» -se dijo-. No estaba haciendo nada. Había quedado con una persona para tomar café. Con un amigo que casualmente era un hombre. ¿Qué problema había? Aquel no era un país islámico donde podían lapidarte por haberte dejado ver en público con un hombre que no fuera tu marido o tu hermano. Además, él ni siquiera era su tipo. Ella solo pretendía distraerse un poco. Solo buscaba un poco de diversión inocente.

Pero echó la cabeza hacia atrás y sacudió su hermoso cabello; se sentía contenta y estimulada, y la recorría un ligero hormigueo.

Al final se decidió por unos pantalones negros y una camiseta rosa ceñida. Se plantó ante el espejo e intentó mirarse a través de los ojos de él. Era evidente que él la tenía en muy buen concepto, y ella se sentía guapa e impactante.

A tomar un café, se recordó con firmeza al salir a la calle. Nada más. ¿Qué hay de malo en eso? Y arrinconó el sentimiento de culpa y los nervios que le revolvían el estómago.

Ashling entró corriendo en el pub. Llegaba tarde otra vez.

– ¡Marcus! -dijo, jadeante-. Lo siento mucho. En el último momento a Lisa se le ha ocurrido pedirme que metiera en el ordenador mi artículo sobre la hípica. Por lo visto quiere ir preparando el número de noviembre.

Puso los ojos en blanco con gesto de desprecio, y afortunadamente Marcus la imitó. O sea que no estaba excesivamente cabreado por haber tenido que esperar casi media hora en el Thomas Reid.

– Me tomo un vodka con tónica cuádruple y nos vamos a comer algo, ¿vale? ¿Te apetece otra cerveza?

Marcus se levantó y dijo:

– Siéntate, trabajadora incombustible. Ya voy yo a buscártelo. ¿De verdad lo quieres cuádruple?

Ashling se dejó caer en la silla, agradecida.

– Gracias, Marcus. Con uno doble ya tengo suficiente.

Cuando Marcus regresó con la copa de Ashling, se sentó a su lado y dijo:

– Por cierto, quería recordarte que el 16 me marcho a Edimburgo. Al festival.

– ¿El 16 de agosto? -dijo Ashling, horrorizada. Recordaba vagamente que Marcus se lo había comentado mucho tiempo atrás-. Pero si solo faltan dos semanas… Oye -añadió, desesperada y temerosa-, lo siento muchísimo, Marcus, pero no podré ir contigo. No te puedes imaginar la cantidad de trabajo que tenemos, de verdad. Estamos todos hechos polvo, y hay tantas cosas que hacer para preparar la fiesta de presentación, por no hablar de la revista en sí…

Marcus adoptó una expresión dolida.

– Quizá podría arreglar un fin de semana -dijo Ashling, ansiosa-. Aunque Lisa dice que vamos a tener que trabajar todos los fines de semana. A lo mejor, si se lo pido bien…

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