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Ella había confiado en que la madre de Oliver fuera una mujer bondadosa de muslos gruesos con zapatos Minnie Mouse que bebía Red Stripe para desayunar y tenía una risa aguda (tipo «¡ji, ji, ji!»). Pero la mujer que les abrió la puerta parecía más bien la reina de Inglaterra. Un poco más morena, de acuerdo, pero con el mismo peinado y los mismos trapitos cursis de Marks & Spencer, muy pulcra y muy correcta.

– Encantada de conocerte, querida. -Tenía un perfecto acento de los condados de los alrededores de Londres, y Lisa notó cómo su autoestima mermaba aún más.

– Hola, señora Livingstone.

– Llámame Rita, por favor. Pasad. Papá todavía no ha vuelto de la consulta, pero no tardará mucho.

Los condujo a un salón bien decorado, y cuando Lisa vio que los mullidos sofás no tenían puestas fundas de plástico, se llevó un gran disgusto.

– ¿Te apetece una taza de té? -ofreció Rita alegremente, al tiempo que acariciaba al labrador rubio que había apoyado la cabeza en su regazo-. ¿Lapsang Suchong o Earl Grey?

– Me da lo mismo -contestó Lisa. ¿Qué tenían de malo las bolsitas Lipton?

»Esto no es como me lo había imaginado -le susurró Lisa al oído a Oliver, sin poder contenerse, cuando se quedaron solos.

– ¿Qué te habías imaginado? ¿Que los encontrarías comiendo arroz con guisantes, bebiendo ron -para terminar la frase Oliver adoptó un perfecto acento caribeño- y bailando en el porche al son de los tambores?

– ¡Exacto! Es la única razón por la que he venido.

– Pues te equivocas, querida. -Cambió rápidamente a un acento de locutor de radio de la BBC -. ¡Porque somos británicos!

– Según tengo entendido -intervino Rita, que acababa de aparecer con una bandeja de galletas caseras, sin azúcar y sin ninguna gracia-, el término correcto es bounties. O «bombones helados».

– ¿Bombones helados? ¿Por qué? -preguntó Lisa, confusa.

– Marrones por fuera y blancos por dentro -explicó Rita, y de pronto esbozó una sonrisa de oreja a oreja-. Así es como nos llama mi familia. Y estamos perdidos, porque nuestros vecinos blancos también nos odian. Los de la casa de al lado me dijeron que su casa se había depreciado diez mil libras cuando nos mudamos a este barrio.

Inesperadamente, contradiciendo su atuendo de Marks & Spencer, Rita soltó una estridente carcajada. «¡Ji, ji, ji!» Y Lisa notó que su resentimiento se disolvía como el azúcar que no tomaba con el café. Bueno, al menos los vecinos los odiaban. Menos mal. Ya no los encontraba tan intimidantes.

En su quinta cita hablaron de irse a vivir juntos. En la sexta siguieron analizando aquella posibilidad. La séptima cita consistió en hacer dos viajes en furgoneta de Battersea a West Hampstead para trasladar el enorme vestuario de Lisa de su piso al de Oliver. «Tendrás que deshacerte de algunas de estas cosas, cielo -dijo él, alarmado-. Si no tendremos que comprarnos un piso más grande.»

Posteriormente Lisa se dio cuenta de que quizá ya entonces hubo indicios de que no todo iba tan bien como debería. Pero en aquel momento no supo verlos. Lo encontraba todo fabuloso. Tenía la impresión de que Oliver la aceptaba tal como era, con toda su ambición, energía, filosofía y miedo. Creía que eran dos almas gemelas. Jóvenes, entusiastas, ambiciosos y venciendo las dificultades en su camino hacia el éxito.

En aquella época el concepto del alma gemela estaba muy de moda, pues se había importado recientemente de Los Ángeles. Y ahora Lisa podía decir con orgullo que ella tenía la suya.

Poco después de irse a vivir con Oliver, Lisa se fue a trabajar a Femme, como subdirectora. Eso coincidió con un rápido aumento de la popularidad de Oliver. Aunque no todo el mundo lo admiraba a nivel personal (había gente que opinaba que era demasiado intratable), todas las revistas ilustradas se peleaban para contratarlo. Oliver se repartía equitativamente entre todas, hasta que Lily Headly-Smythe le prometió publicar una de sus fotografías en la portada de Navidad de Panache, y luego se desdijo.

– No ha cumplido su palabra. Nunca volveré a trabajar para Panache ni para Lily Headly-Smythe -sentenció Oliver.

– Ya. Hasta la próxima vez -dijo Lisa, burlona.

– No -insistió él, muy serio-. Nunca más.

Y no lo hizo, ni siquiera cuando Lily le envió un cachorro de perro lobo irlandés a modo de disculpa. Lisa estaba admirada. ¡Qué idealismo! ¡Qué tozudez!

Pero eso fue antes de que Lisa se convirtiera en víctima del mal carácter de Oliver. Entonces ya no le gustó tanto.

21

Para Ashling aquel tampoco estaba siendo el mejor domingo de su vida. Se había despertado emocionadísima respecto a Marcus Valentina. Curiosa y expectante, se sentía preparada para cualquier cosa: para una cita, para un poco de coqueteo, para una tanda de halagos. Para lo que fuera, pero para algo…

Se pasó la mañana deambulando por el piso, en un ambiente de validez, con todas sus facultades positivas en alerta máxima. Pero a medida que pasaban las horas y seguía sin recibir la esperada llamada, su sonrisa interna se fue transformando en irritabilidad. Para pasar el rato y gastar el exceso de energía hizo un poco de limpieza.

La verdad era que Marcus no le había dicho cuándo iba a llamarla. La desilusión de Ashling no se debía al rechazo, sino a la sensación de que estaba dejando pasar una excelente oportunidad. Porque aunque no podía decir con seguridad que Marcus le gustara, sospechaba que podría acabar gustándole. Estaba decidida a averiguarlo, desde luego. Y ahora se sentía como si se hubiera arreglado para salir y no tuviera adónde ir, y no era una sensación nada agradable.

«Qué desastre -pensó mientras fregaba enérgicamente la bañera para descargar su frustración-. Ya he pasado por esto otras veces: colgada del teléfono esperando la llamada de un hombre.» Se dio cuenta, aunque demasiado tarde, de lo mucho que había disfrutado de aquel breve intervalo en que ya no estaba disgustada tras romper con un chico y todavía no estaba chiflada por otro. «Me lo merezco por ser superficial y enamorarme de un famoso», pensó.

Cómo lamentaba no haberlo llamado cuando tuvo ocasión. Y ahora era demasiado tarde porque no encontraba la nota que le había dado Marcus. No recordaba haberla tirado: si lo hubiera hecho se acordaría, porque le habría parecido un gesto cruel. Pero la buscó en todos sus bolsillos y en los cajones de la mesilla de noche. Lo único que encontró fueron recibos y un folleto con publicidad de ordenadores que solo la hicieron sentir aún más culpable.

Siguió limpiando. Pero después de fregar el microondas por dentro necesitaba un incentivo, así que decidió echar un vistazo a su futuro. Las cartas de adivinación de los ángeles no le prometieron nada, así que, para acelerar la llamada de Marcus, Ashling sacó, con cierta timidez, su Kit de los Deseos, que no había visto la luz desde los últimos días de Phelim. Ashling era consciente de que aquello no presagiaba nada bueno.

El kit lo componían seis velas, cada una con una palabra estampada (amor, amistad, suerte, dinero, paz y éxito) y su correspondiente caja de cerillas. Las velas de la amistad, el dinero y el éxito todavía no las había estrenado; las de la paz y la suerte todavía estaban bastante enteras; pero la del amor era la que estaba más gastada. Ashling encendió la última cerilla del amor con solemnidad y prendió la vela, que ardió alegremente durante unos diez minutos hasta que se le acabó la mecha; entonces, tras un breve parpadeo, la llama se apagó definitivamente.

«Mierda -pensó Ashling-, espero que no sea un augurio.»

A última hora de la tarde apareció Ted, que sufría la típica de presión posterior a una noche de subidón. Pese a que había conocido a un montón de chicas, no le había gustado ninguna.

– ¿Qué me dices de aquella tan fantástica con la que estabas hablando cuando me marché? ¿Te has acostado con ella?

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