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De vez en cuanto se permitía un capricho y se enrollaba con uno de aquellos guapísimos casos perdidos, pero nunca cometía el error de creer que allí hubiera algún futuro. Eran como Milky Ways humanos: hombres a los que podías comerte entre horas sin que te quitaran el hambre.

Las relaciones serias las tenía con hombres de otro calibre: un dinámico ejecutivo de una revista (gracias a aquel romance consiguió su primer empleo en Sweet Sixteen); un novelista furioso, que la plantó con muy poca consideración (por lo cual Lisa se aseguró de que sus novelas recibieran críticas virulentas, lo cual a él lo puso aún más furioso); un controvertido crítico musical, del que Lisa estaba locamente enamorada hasta que él descubrió el acid jazz y se dejó perilla.

Oliver era una mezcla de aquellos dos tipos de hombre: lo bastante guapo para pertenecer a la primera categoría, pero con suficiente clase y estilo para competir con la segunda.

El interés que Lisa sentía por él aumentaba con cada visita de Oliver a Chic. Ella sabía que él la respetaba y valoraba, y que su atracción no era simplemente física. En aquella época, no todos sus compañeros de trabajo la odiaban, pero a medida que se iba convirtiendo en la favorita de Oliver se convertía también en la colega más odiada de la oficina.

Sobre todo cuando empezó a hacerle favores especiales a Oliver. En una ocasión en que Lisa encontró unas diapositivas que se habían perdido, Oliver arremetió con humor contra el resto del personal de Chic diciendo: «Ya lo habéis visto, pandilla de negados: esta chica es un genio. ¿Por qué no sois todos como ella?».

Su comentario produjo una oleada de indignación que recorrió la oficina como una descarga eléctrica. De acuerdo: Lisa había encontrado las putas diapositivas, pero no había hecho absolutamente nada más en los dos días anteriores.

Lisa estaba al corriente de que Oliver tenía novia, pero no le sorprendió enterarse de que había roto con ella y volvía a estar libre. Y sabía que ella era la siguiente. Aunque coqueteaban continuamente, nunca se andaban con remilgos. Su solidaridad era tan evidente que resultaba innegable.

Tan evidente era que Flicka Dupont (coordinadora), Edwina Harris (colaboradora de moda) y Marina Booth (redactora de salud y belleza) tramaron un plan para escamotearle a Lisa su parte de una cesta de champús de John Frieda que les habían regalado, argumentando que ella ya obtenía bastantes beneficios extras en el trabajo.

Finalmente llegó el día en que Oliver apareció en las oficinas de Chic, fue directamente hacia Lisa y dijo:

– Te invito a tomar algo el viernes por la noche.

Lisa vaciló, dispuesta a hacerse rogar un poco, pero entonces se lo pensó mejor. Soltó una risita temblorosa y dijo:

– Vale.

– Confiesa que pensabas hacerme sufrir -dijo él.

– Lo confieso -confirmó ella con solemnidad.

Rompieron a reír al unísono, tan fuerte que, tres mesas más allá, Flicka Dupont masculló «Por favor!», y tuvo que meterse un dedo en la oreja para librarse del zumbido.

Más tarde Flicka, desdeñosa, le dijo a Edwina:

– No la envidio.

– Yo tampoco -repuso Edwina.

– Ese tipo es un plasta.

– Sí, es un pesado -coincidió Edwina.

Se quedaron en silencio, y al cabo de un rato Flicka reconoció:

– De todos modos no me importaría acostarme con él.

– ¿En serio? -Edwina nunca había sido precisamente la chica más avispada de la oficina.

El viernes por la noche Oliver y Lisa salieron a tomar una copa. Luego él la invitó a cenar y se lo pasaron tan bien que después fueron a una discoteca y se pasaron horas bailando. A las tres de la madrugada fueron al piso de él e hicieron el amor como dos fieras, después de lo cual durmieron unas horas. Por la mañana despertaron abrazados. Pasaron el resto del día en la cama, hablando, dormitando y devorándose mutuamente.

Aquella noche, ya saciados, se levantaron voluptuosamente de su nido de amor y Oliver llevó a Lisa a un restaurante francés bastante cutre cuya única virtud consistía en que estaba cerca de su casa y se podía ir a pie. A la luz de unas velas rojas metidas en botellas de vino, comieron unos mejillones insípidos y un coq au vin duro como una suela de zapato.

– Es la comida más deliciosa que he probado jamás -dijo Lisa lamiéndose los dedos y mirando provocativamente a Oliver.

Cuando volvían a casa se vieron arrastrados a una boda armenia que se celebraba en la iglesia del barrio.

– Entren, entren -les invitó un expansivo individuo que los abordó en la acera-. Compartan la felicidad de mi hijo.

– Pero si… -protestó Lisa. Aquella no era manera de pasar la noche del sábado para una mujer moderna y elegante como ella. ¿Y si la veía algún conocido suyo?

Pero Oliver, más desinhibido, dijo:

– ¿Por qué no? Vamos, Less, será divertido.

Les pusieron una copa en la mano y ellos se sentaron tranquilamente mientras a su alrededor jóvenes y no tan jóvenes, ataviados con ropa de campesinos con bordados y volantes, bailaban extrañas danzas parecidas a la polka al son de una estridente y rápida música de estilo bazouki. Una anciana que llevaba un pañuelo en la cabeza le pellizcó cariñosamente la mejilla a Lisa y, mirando sonriente a la pareja, dijo con un fuerte acento extranjero: «Enamorrrado. Muy enamorrrado».

– ¿A quién se refiere? ¿A ti o a mí? -preguntó Lisa, ansiosa, al darse cuenta de que se había excedido demostrando sus sentimientos.

– A ursted, jovencitag. -La anciana esbozó una gran sonrisa desdentada.

– Y usted qué sabe -farfulló Lisa.

– ¡Ostras! ¡Qué susceptible! -bromeó Oliver rompiendo a reír, y al estirar sus hermosos labios mostró sus dientes inmaculados-. Eso significa que me quieres.

– ¿No será que tú me quieres a mí? -refunfuñó ella. -Nunca he dicho lo contrario.

Y aunque normalmente Lisa no sentía aquellas cosas, aquella vez, atrapada de forma imprevista en una hermosa y surrealista boda, tuvo la impresión de que Dios los bendecía.

El domingo por la mañana amanecieron con los cuerpos entrelazados. Oliver la metió en su coche y la llevó a Alton Towers, donde pasaron el día compitiendo por ver quién se atrevía a subir a las montañas rusas más peligrosas. Pese a que estaba muerta de miedo, ella se montó en el Nemesis porque no quería parecer cobarde. Al verla palidecer, Oliver rió y dijo: «¿Qué pasa? ¿Lo encuentras demasiado fuerte?». De lo que Lisa se defendió diciendo que tenía una afección del oído. Oliver le interesaba y la estimulaba más que ningún hombre de los que había conocido hasta entonces. Era igual que ella, solo que más.

Luego se fueron a casa a comerse una pizza y a acostarse. Su primera cita duró sesenta horas y terminó cuando Oliver dejó a Lisa en la oficina, el lunes por la mañana.

En la tercera cita ya estaban oficialmente enamorados.

En la cuarta Oliver decidió llevarla a Purley para que conociera a sus padres. Lisa lo interpretó como una señal fabulosa, pero el encuentro resultó fatídico. La decepción empezó cuando llevaban cerca de media hora en el coche y él comentó:

– No sé si mi padre habrá vuelto ya del trabajo.

– ¿A qué se dedica? -Nunca se le había ocurrido preguntárselo; no le había parecido relevante.

– Es médico.

¡Médico!

– ¿Qué especialidad tiene? -preguntó Lisa, esperanzada. ¿Doctor en higiene callejera, es decir, barrendero?

– Medicina general.

Lisa se quedó sin habla. Ella se lo había imaginado como un machote rudo, y resultaba que pertenecía a una familia de clase media y que era ella la ruda. ¿Cómo iba a presentarle ella a sus padres?

Durante el resto del trayecto, Lisa rezó para que, pese a la profesión del padre, la familia de Oliver fuera pobre. Pero cuando el coche se detuvo delante de una gran casa, las ventanas emplomadas de estilo tudor, las cortinas de Laura Ashley y la plétora de adornitos que había en las repisas de las ventanas le hicieron entender que no andaban precisamente cortos de dinero.

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