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– Pues mira, el sábado por la noche ya lo tengo ocupado. -Ashling se había distraído momentáneamente-. Voy a hacer de niñera para Dylan y Clodagh.

Ted contuvo un grito de asombro y dijo:

– ¿Puedo ir contigo?

– No me digas que le gusta la princesa -intervino Joy con desprecio.

– Es guapísima -dijo Ted.

– Es una malcriada y…

– ¿Puedo ir contigo? -Ted no le hizo caso a Joy, y siguió suplicándole a Ashling.

– Ted, si voy a hacer de niñera para Clodagh, es porque ella no va a estar en casa.

Le molestó que Ted, prácticamente, le pidiera que lo ayudara a flirtear con su amiga, que estaba casada.

– No importa… Oye, ¿por qué no le preguntas si puedo ir contigo? Tú no podrás apañártelas sola con dos críos.

Ashling tuvo que reconocer, aunque le fastidiara, que así era: ella sola no iba a poder con Molly y Craig.

– Está bien, se lo preguntaré. -Aunque si, como había dicho Dylan, Clodagh estaba paranoica con el cuidado de sus hijos, no iba a permitir que Ted entrara en su casa.

– Yo calculo que Marcus Valentina te llamará mañana por la noche o el miércoles -dijo Joy, harta de oír hablar de Clodagh.

– Mañana por la noche no voy a estar en casa.

– ¿Adónde vas?

– Tengo clase de salsa.

– ¿Qué?

– Me gustó mucho -se defendió Ashling-. El cursillo solo dura diez semanas. Y estoy en muy baja forma; me conviene hacer un poco de ejercicio.

– Te vas a quedar como un palillo -gimoteó Joy.

– Qué va -dijo Ashling-. Hace años que me apunté al gimnasio y no he reducido un centímetro.

– Quizá notarías alguna diferencia si fueras de vez en cuando -replicó Joy con dureza-. No basta con pagar la cuota mensual, ¿sabes?

– Antes iba -dijo Ashling, malhumorada.

Y era verdad: hacía cientos de variaciones de abdominales y ejercicios para perder cintura. Zancadas, oblicuos y giros de cintura. Se tocaba repetidamente la rodilla con el codo opuesto hasta que se ponía roja como un tomate y se le reventaban las venillas de los ojos. Pero desistió cuando comprendió que aunque se matara a abdominales su cintura iba a conservar exactamente el mismo diámetro. Decidió que el resto de su cuerpo no estaba mal del todo, así que no valía la pena tanto esfuerzo físico.

La salsa era diferente. No iba a hacerlo por su cintura, sino para pasárselo bien.

– Ahora tienes un hobby -la acusó Joy, consternada-. Te vas a convertir en uno de esos bichos raros que tienen hobbies.

– No es ningún hobby -replicó Ashling-. Sencillamente es algo que quiero hacer.

– Y ¿qué crees que es un hobby?

– Hablando de salsa -las interrumpió Ted-, he leído tu artículo y lo he encontrado fenomenal. He hecho un par de correcciones, aunque creo que ya está bien como está.

– ¿En serio? -dijo Ashling, que no daba crédito a sus oídos. Había trabajado en aquel artículo tres noches enteras, la semana anterior, y al final quedó bastante satisfecha con él. Creía que le había salido considerablemente divertido, pero no sabía si eran imaginaciones suyas.

– Me lo he pasado muy bien. Ha sido muy agradable trabajar en algo así, en lugar de redactar un informe sobre la erradicación de la brucelosis en la cabaña lechera. ¿Qué tiene eso de sexy? -dijo Ted con un deje de amargura-. No me extraña que Clodagh no se interese por mí. Cuanto antes me trasladen al Ministerio de Defensa, mejor.

Se quedó callado, soñando con ametralladoras, tanques, caras manchadas de barro, complicadas navajas y otra parafernalia varonil.

– Y mira lo que te he hecho yo -dijo Joy exhibiendo una hoja en la que había varias suelas de zapatos dibujadas, ilustrando la secuencia de los pasos de salsa. Joy había hecho un dibujo muy gracioso, con flechas y líneas de puntos para describir los movimientos.

– ¡Qué gran idea! -exclamó Ashling-. Sois los dos fenomenales.

El temido artículo estaba tomando una forma bastante decente. Aparte de las fotografías en que aparecían ella y Joy, Ashling le había pedido a Gerry, el director de arte, que buscara una imagen de dos bailarines. Gerry había encontrado una estupenda: la mujer estaba doblada por la cintura e inclinada hacia atrás, con la larga melena negra rozando el suelo, y el hombre inclinado sobre ella con gesto muy sugerente. Era muy sexy. Ashling experimentó un breve respiro de la agobiante sospecha de que en realidad no servía para aquel trabajo.

Entonces sonó el teléfono, y como el contestador estaba conectado, los tres escucharon atentamente para ver quién era. ¿Y si era Marcus Valentina?

– No puede ser. Ya te lo he dicho -dijo Joy, suspirando con hastío-. Es lunes.

Era Clodagh.

– Oigo los latidos de tu corazón -le dijo Joy a Ted con sarcasmo.

Pese a ser muy breve, el mensaje de Clodagh, en el contexto de la preocupación de Dylan, puso muy nerviosa a Ashling.

«-¿Puedes llamarme, Ashling? -dijo Clodagh, y su voz se oyó en toda la habitación-. Quiero hablar contigo de… una cosa.»

25

El martes por la mañana, Trix entró taconeando en la oficina, montada en sus plataformas de plástico y acompañada por un leve pero inconfundible olor a pescado. Ashling lo notó enseguida, y cada vez que llegaba alguien más se ponía a olfatear el aire con gesto de alarma. Con todo, resultaba un poco violento comentárselo a Trix, de modo que el asunto quedó sin abordar hasta que llegó Kelvin. Al fin y al cabo, él era un chico de veintitantos años y la vulgaridad era una de sus características más destacadas.

– Trix, hueles a algo que espero sea pescado.

– Es pescado.

– ¿Puedo preguntarte por qué?

– Buscaba a un hombre con vehículo -contestó Trix, enfurruñada.

Kelvin se dio varias palmadas en las mejillas y dijo:

– ¡No! Ya estoy despierto y sigo sin entenderlo.

– Buscaba a un hombre con vehículo -repitió Trix, enojada-. Conocí a Paul, que reparte pescado, y resulta que utiliza la furgoneta del trabajo en su tiempo libre.

Como era de esperar, la imagen de Trix con sus mejores galas y su mejor maquillaje sentada junto a un montón de pescado provocó las carcajadas de sus compañeros.

– Yo iba sentada delante junto al conductor -protestó Trix, pero fue en vano-. No detrás, con el pescado.

– ¿Qué has hecho con tus otros novios? -le preguntó Kelvin.

– Los he mandado a paseo.

Ojalá fuera tan dura como ella, pensó Ashling mientras tecleaba con furia. Estaba introduciendo su artículo sobre el club de salsa en el ordenador. Cuando hubo terminado de copiar el texto, se lo pasó a Gerry, que escaneó los dibujos de Joy y las fotografías.

– Voy a probar diferentes tipos de letra y diferentes colores -dijo Gerry-. Dame un poco de tiempo y luego se lo enseñaremos a Lisa. Confía en mí: te haré quedar bien.

– Confío en ti plenamente -le prometió Ashling. Gerry era un imperturbable oasis de serenidad; nunca le entraba pánico, por muy confuso o difícil que fuera lo que le pidieras.

Mientras esperaba, Ashling llamó por teléfono a Clodagh.

– Querías hablar conmigo de algo, ¿no? -le dijo, nerviosa.

– Sí. -Se oía la clásica algarabía de fondo-. Craig está enfermo, y a Molly han vuelto a echarla de la guardería.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

– Por lo visto intentó prenderle fuego a la casa. Es una niña, y es lógico que explore su entorno, que quiera saber para qué sirven las cerillas. No sé qué espera esa gente. -Se oyeron más gritos-. Al menos ella siente curiosidad. En cambio yo ya no sé qué hago aquí, Ashling.

– No me extraña.

– Por eso quería hablar contigo de… ¡Molly! ¡Suelta ese cuchillo! ¡He dicho que lo sueltes! ¡Ahora mismo! Craig, si Molly te pega, ¡pégale tú a ella, por el amor de Dios! -Clodagh masculló algo por lo bajo y dijo-: Tengo que dejarte, Ashling. Ya te llamaré más tarde.

Clodagh colgó. Así que Dylan tenía razón: estaba pasando algo. Ashling tragó saliva. Bueno, ya eran mayorcitos para arreglárselas solos.

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