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– Venga -insistió Joy-. ¿Salman Rushdie, Jeffrey Archer o James Joyce?

– ¿James Joyce vivo o en descomposición?

– En descomposición.

Ashling analizó aquella truculenta elección mientras Clodagh las miraba con cara de marginada.

– James Joyce -decidió finalmente Ashling-. A ver, inútil. ¿Gerry Adams, Tony Blair o el príncipe Carlos?

Joy hizo una mueca de asco.

– ¡Uf! Bueno, Tony Blair ni loca. Y el príncipe Carlos tampoco. Así que tendré que quedarme con el primero.

Ashling miró a Clodagh y dijo:

– Ahora te toca a ti.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Nombras a tres hombres horripilantes y nosotras tenemos que elegir con cuál nos acostaríamos.

Clodagh no acababa de entenderlo.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Pues porque… porque… porque es divertido.

– Tengo que marcharme -dijo Joy, aliviando la tensión-. Estoy a punto de morirme. Ya nos veremos. ¿A qué hora es lo del River Club?

– He quedado allí con Lisa a las nueve.

– Tienes tantos amigos que yo ni siquiera conozco -se lamentó Clodagh mirando con resentimiento a Joy, que se alejaba-. Joy, Ted. Yo, en cambio, soy como una muerta viviente.

– Oye, ¿por qué no vienes con nosotras?

– Sí, podría ir, ¿no? Supongo que Dylan podría quedarse cuidando a los niños, para variar.

– Pues claro. Aunque también podrías invitarlo.

18

Ashling se había equivocado: Marcus Valentina no la llamó por teléfono. No podía creer en su suerte. El contestador automático se había pasado toda la semana agazapado en su piso, como una bomba sin detonar. Si llegaba del trabajo y la luz roja parpadeaba, le daba un vuelco el corazón. Pero aunque encontró un mensaje de Cormac diciendo que el martes enviaría un contenedor, y otro diciendo que el viernes recogería el contenedor, no había nada de Marcus Valentina. Y el sábado por la noche, cuando volvió a casa después de pasarse el día de compras con Clodagh, se tranquilizó pensando que ya no podía haber ningún mensaje suyo.

Pero mientras se pintaba las uñas (y también la parte de los dedos que rodeaba las uñas) de azul claro en honor a la función que iba a tener lugar en el River Club, se dio cuenta de que cabía la posibilidad de que Marcus la viera entre el público. Confiaba en que eso no sucediera. El botín del día estaba esparcido encima de su cama: pantalones Capri azul claro, sandalias espectaculares, camisa blanca con nudo en la cintura. Quita no debería ponerse un conjunto tan mono aquella noche: después de la suerte que había tenido, ¿no sería imprudente estar guapa?

Pero no podía tirar piedras contra su propio tejado. En la fiesta habría otras personas, y tenía que pensar en ellas.

Ted y Joy aparecieron sobre las nueve. Joy felicitó a Ashling por su elegante atuendo de tonos pastel, pero Ted, muy nervioso, no paraba de susurrar:

– Mi búho no tiene esposa. ¡Mierda! ¡No va así! Mi esposa no tiene nariz. ¡No! ¡Mierda, mierda, mierda! Creo que lo mejor sería que nos quedáramos en casa -dijo, acongojado-. Lo voy a hacer fatal. Ahora la gente tiene expectativas respecto a mí. Cuando no tenía admiradores todo era diferente. Mi búho no tiene nariz…

Ashling se apresuró a ponerle unas gotas de bálsamo curalotodo en la lengua y frotarle las sienes con aceite de lavanda; luego le dio la Oración de la Serenidad y dijo:

– Lee esto, y si no funciona probaremos con las Desiderata.

– Tráeme el Buda de la suerte -dijo Ted, que estaba hiperventilándose en el sofá.

– ¿Cómo está el Hombre Tejón? -le preguntó Ashling a Joy mientras entre ambas le acercaban la estatua a Ted.

– Muy bien. Mick está muy bien.

Si Joy había empezado a llamar al Hombre Tejón por su verdadero nombre, aquello debía de ir en serio. Dentro de poco ya estarían visitando centros de jardinería juntos.

Después de frotar el Buda de la suerte, Ted se incorporó, encontró una carta del tarot tranquilizadora y escuchó su horóscopo. (Ashling le leyó Aries aunque Ted era Escorpio, porque el pronóstico para los Escorpio no era muy favorable.)

– Bueno, esta noche tenéis que comportaron -les previno Ashling-. Quiero que seáis muy simpáticos con Lisa.

– Que no se crea que va a recibir un trato especial por mi parte -dijo Joy, poniéndose a la defensiva.

– ¿Qué pasa? ¿Tan borde es? -preguntó Ted.

– No, no tanto. -Al menos no siempre-. Pero no es una persona de trato fácil. De hecho es complicadísima. Vámonos ya.

Los tres bajaron la escalera, muy engalanados, charlando y taconeando, animados por aquella sensación típica del sábado por la noche de que se encontraban justo en los albores de su futuro. La excitante intuición de que el resto de su vida estaba a punto de revelárseles.

El mendigo estaba sentado en la acera, con la manta naranja de rigor (aunque ya no era exactamente naranja). Ashling bajó la cabeza; cada vez que lo veía se sentía obligada a darle una libra, y eso empezaba a fastidiarla. Pero lo miró con disimulo y vio que él ni siquiera se había fijado en ella, porque estaba leyendo un libro.

– Un momento, chicos, quiero… -Dio media vuelta y se acercó al mendigo.

– ¡Hola! -El chico levantó la cabeza, gratamente sorprendido, como si fueran viejos amigos que llevaran años sin verse-. Qué guapa te has puesto. ¿Te vas de fiesta?

– Eh… sí. -Ashling sacó una libra que él no cogió.

– ¿Adónde?

– A una función de cómicos.

– Qué bien -repuso él, como si todas las noches fuera a ver funciones de cómicos-. ¿Quién actúa?

– Un tal Marcus Valentina.

– He oído que es muy bueno. -Finalmente miró la moneda que ella tenía en la mano-. Guárdatela, Ashling. No quiero que me des limosna cada vez que me veas. Si no, te dará miedo salir del piso.

Ashling soltó una risita nerviosa que sonó como un relincho. Últimamente, cada vez que bajaba por la escalera se ponía a rezar para no encontrar al mendigo en el portal.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -le preguntó, casi halagada.

– No lo sé. Debo de habérselo oído a tus amigos.

Ashling se debatió con lo que acababa de ocurrírsele. Finalmente lo dijo:

– ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

– Mis amigos me llaman Boo -contestó él sonriéndole.

– Encantada de conocerte, Boo -dijo ella automáticamente, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, él le había tendido una mano mugrienta y ella se la estaba estrechando.

El libro que Boo había dejado boca abajo en su regazo era Enciclopedia de las setas.

– ¿Cómo es que lees eso? -le preguntó Ashling, que no pudo disimular su asombro.

– Es que no tengo nada más.

Ashling tuvo que correr para alcanzar a Joy y Ted.

– ¿Otro de tus niñitos abandonados, Ashling? -comentó Ted con aire de superioridad. Ya no parecía nervioso ni necesitado, como diez minutos atrás.

– Ay, déjame en paz.

«Imagínate -pensó-, tener que pasarte la noche del sábado pidiendo limosna en la fría calle, leyendo un libro sobre setas.»

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