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Ostras, qué ganas tenía de pegar un polvo…, con Jack. O con Oliver. Con cualquiera de los dos. O con ambos… Apareció en su mente una imagen del robusto cuerpo de Oliver, que parecía labrado en ébano, y aquel recuerdo la hizo gemir.

Volvió a consultar su reloj. Las siete y media. ¿Qué podía hacer para que el tiempo pasara más deprisa?

Entonces sonó el timbre, y le dio un vuelco el corazón. ¡Quizá fuera una de las visitas imprevistas de Jack! Se miró en el espejo para ver si estaba presentable y se apresuró a limpiarse un poco de rímel de debajo de los ojos. Se alisó el cabello y corrió a abrir la puerta.

Plantado en el umbral había un chiquillo con una camiseta del Manchester United; llevaba la cabeza afeitada pero con flequillo. Todos los niños del barrio llevaban un corte de pelo parecido.

– ¿Qué tal, Lisa? -le preguntó casi gritando. Se apoyó con desenvoltura en la jamba de la puerta y añadió-: ¿Qué haces? ¿Vienes a jugar?

– ¿A jugar?

– Necesitamos un árbitro.

Detrás de él aparecieron otros niños.

– ¡Sí, Lisa! -gritaron-. ¡Ven a jugar!

Sabía que era absurdo, pero no pudo evitar sentirse halagada. Era agradable sentirse deseada. Apartando de su mente recuerdos de otros puentes en que había ido en helicóptero a Champneys, había viajado a Niza en primera clase o se había hospedado en un hotel de cinco estrellas en Cornualles, Lisa cogió una chaqueta y pasó el resto del domingo sentada en las escaleras de la puerta de su casa, llevando la cuenta de los tantos mientras los niños del barrio jugaban a una versión muy agresiva de tenis.

El domingo por la mañana Jack Devine había llamado a su madre.

– Pasaré a veros más tarde -dijo-. ¿Os importa que vaya con alguien?

Su madre estuvo a punto de atragantarse de la emoción.

– ¿Una amiga?

– Sí, una amiga.

Lulu Devine hizo cuanto pudo para mantener la boca cerrada, pero fracasó.

– ¿Es Dee?

– No, mamá -dijo Jack, suspirando-. No es Dee.

– Ah, bueno. ¿La has visto últimamente? -Lulu echaba de menos a la mujer que había dejado plantado a su adorado y único hijo, al tiempo que la odiaba profundamente.

– Pues sí -admitió él-. La vi hace poco en el aparcamiento de Drury Street. Me dio recuerdos para ti.

– ¿Cómo está?

– Muy bien. Se casa dentro de poco.

– ¿Con quién? ¿Contigo? -Lulu no perdía fácilmente la esperanza.

– No.

– ¡La muy golfa!

– No digas eso, mamá. -En su momento, la noticia tampoco había sido muy agradable para él, aunque no le costó demasiado superarla-. Dee hizo bien al no casarse conmigo. No habríamos durado mucho. Lo que pasa es que ella se dio cuenta antes que yo.

– Y ¿quién es esa chica con la que vas a venir hoy?

– Se llama Mai. Es muy simpática, aunque un poco nerviosa.

– La trataremos bien.

Mai se sentó en el coche de Jack con un recatado vestido camisero estilo años cincuenta que se había comprado en una tienda Oxfam casi en broma, y con unas sandalias de solo ocho centímetros de tacón, dispuesta a dejarse llevar a Raheny.

– ¿Les importará que sea medio vietnamita? ¿Son racistas?

Jack negó con vehemencia.

– Qué va. -Le acarició la mano para expresarle su apoyo-. No te preocupes, Mai. Son gente decente.

– Y ambos son maestros, ¿no?

– Sí, pero ya están retirados.

Lulu y Geoffrey cumplieron el protocolo a rajatabla: recibieron a Mai estrechándole la mano efusivamente, quitaron los periódicos de encima del sofá para que pudiera sentarse, le enseñaron fotografías de cuando Jack era pequeño.

– Era monísimo -comentó Lulu contemplando una fotografía de su hijo cuando tenía cuatro años, en su primer día de colegio-. Y mira esta. -Una fotografía en color de un desgarbado adolescente de pie junto a una mesita.

– Esa mesa la hice yo -dijo Jack con orgullo.

– Es muy bueno con las manos -explicó Lulu.

«Ya lo sé», pensó Mai, y por un instante se horrorizó al creer que lo había dicho en voz alta.

Los padres de Jack siguieron bombardeando el nerviosismo de Mai, y las cosas iban bastante bien hasta que ella se fijó en una fotografía que había en la repisa de la chimenea. Jack, más joven, más delgado y menos agobiado por las preocupaciones, abrazaba a una muchacha alta de cabello castaño que, erguida, sonreía con indudable seguridad. Lulu se fijó en ella en el mismo momento en que lo hacía Mai, y horrorizada se preguntó por qué no la había escondido.

– ¿Quién es esa chica? -le preguntó Mai a Jack, como si disfrutara atormentándose.

Lo sabía todo sobre Dee: que Jack y ella habían vivido juntos desde que terminaron la universidad, y que después de nueve años de noviazgo, cuando decidieron casarse, Dee había plantado a Jack. Mai se moría de ganas de saber qué aspecto tenía.

Lo violento de la situación se resolvió con la llegada de Karen, la hermana mayor de Jack, con su marido y sus tres hijos. En cuanto terminaron los ruidosos saludos llegó Jenny, la hermana menor de Jack, también con su marido y sus hijos.

– Bueno, nosotros nos vamos -dijo Jack al poco rato, al ver que Mai empezaba a sentirse abrumada.

Lulu y Geoffrey se quedaron mirando cómo el coche se alejaba.

– Una chica encantadora -comentó Lulu.

– Con un trabajo muy original -observó Geoffrey.

– ¿Original? ¿Vender teléfonos móviles te parece original?

Geoffrey giró la cabeza y miró a su esposa con asombro.

– ¿Vender teléfonos móviles? ¡A mí no me ha dicho eso!

32

Vello. En las piernas. Demasiado vello. A Ashling se le planteaba un dilema. Se había depilado las piernas con cera un par de semanas atrás, durante aquel breve veranillo, y ahora el vello estaba demasiado corto para volverlo a depilar, pero demasiado largo para irse a la cama con alguien.

¿Qué pasaba? ¿Pensaba acostarse con Marcus Valentina? Bueno, nunca se sabe, pensó. Pero no quería que el vello fuera un impedimento.

Siempre podía afeitarse las piernas. Pero no, no podía. En cuanto empiezas a depilarte las piernas a la cera, queda estrictamente prohibido estropearlo todo afeitándotelas para que vuelvan a salirte unos pelos duros y tiesos. Julia, la chica que la depilaba, la mataría.

Solo podía depilárselas con Immac, y debido a un terrible lapsus Ashling se había quedado sin crema. Así que envió a Ted a la farmacia más cercana con una nota.

– ¿Por qué no vas tú? -protestó Ted. Se sentía violento con aquel encargo.

Ashling señaló el papel de plata con que se había envuelto la cabeza.

– Me he puesto aceite en el pelo. Si salgo así a la calle, la gente pensará que han aterrizado los extraterrestres.

– ¡Qué tontería! La gente sabe perfectamente que los extraterrestres jamás encontrarían aparcamiento en esta ciudad. Ostras, Ashling -se lamentó-. Y ¿tengo que darle esta nota a la dependienta? ¿No puedo cogerlo yo mismo del estante?

– No. Hay demasiados tipos, y tú eres un hombre. Lo que yo quiero es mousse sin perfume, y tú me traerías el gel con perfume de limón. O peor aún, podrías traerme el de espátula. ¡Vete, por favor!

Aunque parezca asombroso, Ted realizó la misión con éxito y Ashling se retiró al cuarto de baño, donde, de pie en la bañera, con las piernas burbujeando cubiertas de un nocivo producto blanco, esperaba a que el vello se quemara. Suspiró. A veces era duro ser mujer.

El frenesí embellecedor había empezado el martes por la tarde, cuando Marcus llamó por teléfono y le preguntó:

– ¿Qué? ¿Te apetece?

– Si me apetece ¿qué?

– Lo que sea. Una copa. Una bolsa de patatas. Un polvo desenfrenado.

– La copa no estaría mal. O la bolsa de patatas.

Marcus esperó un momento y luego preguntó con una vocecilla infantil:

– ¿Y el polvo desenfrenado?

Ashling tragó saliva e intentó adoptar un tono jocoso:

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