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– Muchas gracias -le dijo el individuo cuando hubieron terminado.

– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Joy secamente cuando Ashling regresó a su asiento-. Qué manera más tonta de perder el tiempo. Aquí no hay ni un solo hombre que valga la pena. Tanto rollo para dar cuatro pasos de baile con un enano calvo.

– Va, por favor, solo cinco minutos -suplicó Joy-. No sé a qué atenerme con el Hombre Tejón, y estoy segura de que vendrá a la fiesta. Por favor.

– Cinco minutos. Lo digo en serio, Joy. Ni un minuto más.

La fiesta, como la mayoría de las fiestas de estudiantes de Dublín, se celebraba en Rathmines, en un edificio georgiano de cuatro plantas de ladrillo rojo reformado para dar cabida a trece diminutos pisos de extraña distribución. Tenían, eso sí, los techos altos, los detalles arquitectónicos de época, la pintura desconchada y el insoportable olor a humedad de rigor.

La primera persona a la que vio Ashling en cuanto entró en el piso fue al tipo entusiasta que le había pasado aquella nota en la que había escrito” LLAMEZ-MOI”.

– Mierda -dijo por lo bajo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Joy quedamente, temiendo que Ashling hubiera visto al Hombre Tejón dándose el lote con otra chica.

– Nada.

– ¡Allí está! -exclamó entonces.

Su presa estaba apoyada contra la pared (lo cual era muy arriesgado en aquellos pisos remodelados). Joy soltó amarras y fue para allá. Al verse sola, Ashling le dedicó a Llamez-moi una sonrisita de disculpa. Pero en lugar de ahuyentarlo, la sonrisa lo lanzó rápidamente hacia ella.

– No me llamaste -la acusó.

– Mmmm. -Ashling intentó componer otra sonrisa mientras se apartaba disimuladamente de él.

– ¿Por qué?

Ashling abrió la boca dispuesta a enumerar una larga lista de mentiras. Perdí el papel, soy sordomuda, hubo un tifón en Stephen's Street y se 'cortaron las comunicaciones telefónicas…, pero se le ocurrió una mejor.

– No sé francés -dijo, triunfante. Era una excusa infalible, ¿no?

Él sonrió con tristeza, como sonríe quien ha comprendido que no interesa.

– Estoy segura de que eres muy simpático y todo eso -se apresuró a añadir Ashling, que no quería hacerle ningún daño-. Pero no te conocía de nada, y…

– Pues si no me llamas, nunca me conocerás -señaló él con simpatía.

– Sí, pero… -Entonces se le ocurrió algo-. Tradicionalmente el hombre le pide el número de teléfono a la mujer, y luego la llama, ¿no?

– Intentaba ser un hombre liberado. Pero tienes razón. ¿Me das tu número?

Tiene pecas, pensó ella mientras se preguntaba cómo iba a salir de aquel atolladero. No quería darle su número de teléfono a un tipo entusiasta con pecas. Pero él ya había sacado su bolígrafo y la miraba con interés y ternura. Ashling se tragó la rabia que le daba verse en aquella situación.

– Seis, siete, siete, cuatro, tres, dos…

Vaciló antes de pronunciar la última cifra. ¿Y si decía «dos» en lugar de «tres»? El momento se alargaba eternamente.

– Tres -dijo al fin, exhalando un suspiro.

– Y ¿cómo te llamas? -Su sonrisa destellaba en la penumbra de la habitación.

– Ashling.

¿Cómo se llamaba él? Seguro que tenía algún nombre estúpido. Cupido, o algo así.

– Valentina -dijo él-. Marcus Valentina. Te llamaré.

A Ashling no le cupo duda de que lo haría. ¿Por qué los horribles siempre te llamaban y en cambio los fabulosos nunca lo hacían?

Vio a Joy entre la gente, conversando animadamente con el Hombre Tejón. Perfecto: ya podía irse a casa.

– Hasta luego -le dijo a Marcus.

Ella era demasiado mayor para aquellas fiestas de estudiantes. Al salir tropezó con Ted, que iba hablando con una pelirroja con aspecto de muchachito. Sonreía con un aire que Ashling no reconoció: ya no era un rictus jadeante tipo «quiéreme, por favor», sino algo más contenido. Hasta su lenguaje corporal había cambiado. En lugar de ir inclinado hacia delante, iba ligeramente hacia atrás, de modo que la chica tenía que inclinarse hacia él.

– ¿Qué tal, Ted? -Ashling lo saludó dándole un puñetazo en el brazo.

– ¡Ashling! -Ted intentó ponerle la zancadilla.

Intercambiados los saludos, él se dirigió a la pelirroja y dijo:

– Suzie, te presento a mi amiga Ashling.

Suzie la miró con desconfianza y la saludó con un movimiento de la cabeza.

– ¿Tomas algo? -ofreció Ted a Ashling.

– No, no me quedo. Estoy hecha polvo.

Una sombra de indecisión cruzó el delgado rostro de Ted, y de pronto sorprendió a las dos mujeres diciendo:

– Espera un momento. Me voy contigo.

Fuera, en la calle, Ashling le preguntó:

– ¿De qué vas? Esa chica está colada por ti.

– No hay que parecer demasiado interesado.

Ashling sintió una punzada de dolor. Ted y ella se turnaban en el papel de cachorro abandonado. Aquella nueva confianza de Ted había alterado el equilibrio entre ellos dos.

– Además, es una grupi -añadió Ted-. Ya me la encontraré otro día.

Los sábados por la noche era imposible encontrar un taxi libre en Dublín. Los que vivían en barrios alejados intentaban ahorrarse las colas de cuatro horas caminando hacia las afueras con la esperanza de encontrar un taxi que regresara al centro. Lo cual significaba que Ted y Ashling, que vivían en el centro, se cruzaron con un torrente incesante de zombis borrachos que merodeaban por las calles en busca de transporte.

– ¿Cómo te va en el trabajo? -preguntó él al tiempo que esquivaba a otro noctámbulo zigzagueante.

Ashling vaciló un instante y dijo:

– Muy bien, en muchos aspectos. Es interesante. A veces. Cuando no me quedo bizca de fotocopiar comunicados de prensa, claro.

– ¿Has averiguado ya por qué esa chica, Mercedes, se llama como los coches?

– Su madre es española. La verdad es que es muy simpática, cuando consigues hablar con ella -explicó Ashling-. Lo que pasa es que es muy reservada y sumamente pija. Está casada con un tipo forrado de pasta, va con una gente de lo más sofisticado y me da la impresión de que se toma el trabajo como un hobby. Pero no me cae mal.

– Y ¿cómo te llevas con el jefe, el que no te tragaba?

A Ashling se le hizo un nudo en el estómago.

– Sigue sin tragarme. Ayer me llamó Doña Remedios porque le ofrecí dos Anadins para el dolor de cabeza.

– Menudo gilipollas. A lo mejor fuisteis enemigos en una vida anterior y por eso ahora no os lleváis bien.

– ¿Tú crees? -exclamó Ashling. Entonces miró a Ted, que sonreía con burla-. Ah, no. Me tomas el pelo. Hombre de poca fe. La próxima vez que quieras que te lean el futuro, no acudas a mí.

– Lo siento, Ashling. -Le puso un brazo sobre los hombros-. Bueno, esto te animará. El sábado que viene voy a actuar en el River Club. ¿Vendrás a verme?

– ¿No acabo de decirte que no voy a predecir tu futuro? Tendrás que esperar para saberlo.

13

El lunes por la mañana Craig seguía a su madre por la habitación, lloriqueando: «¿Por qué ordenas?». Clodagh recogió unas medias enmarañadas y las metió en el cesto de la ropa sucia; luego se lanzó sobre la montaña de ropa que había en la silla del dormitorio, agitando los brazos y guardando jerséis en los cajones, colgando batas en los colgadores y, tras un breve momento de duda en que estuvo a punto de derrumbarse, metiendo todo lo demás debajo de la cama.

– ¿Viene la abuela Kelly? -insistió Craig.

Estaba convencido de que la respuesta sería afirmativa: aquel frenesí solía ir seguido, poco después, de una visita de la madre de Dylan.

– No.

Craig corrió detrás de Clodagh, que entró, como el demonio de Tasmania, en el cuarto de baño en suite y se puso a limpiar el retrete con la escobilla.

– ¿Por qué? -preguntó Craig.

– Porque va a venir la señora de la limpieza -contestó su madre entre dientes, molesta por la estupidez de la pregunta.

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