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Clodagh se paseaba por la cocina con aire soñador, pensando en el polvo que había echado. Había sido increíble, el mejor de su vida…

Dylan la vio guardar el azúcar en el microondas y la leche en la lavadora, y se preguntó qué estaba pasando. Lo asaltaron pensamientos horribles, inconfesables.

– No quiero cenar. -Craig dejó la cuchara en el plato con estrépito-. ¡Quiero caramelos!

– Caramelos -murmuró Clodagh; hurgó en el armario y sacó una bolsa de Maltesers-. Toma, caramelos.

Era como si se moviera al son de una música que solo ella podía oír.

– Yo también quiero caramelos -gruñó Molly.

– Yo también quiero caramelos -repitió Clodagh melodiosamente, y sacó otra bolsa.

Dylan la miraba, perplejo.

Haciendo una graciosa floritura, Clodagh le abrió la bolsa de caramelos a Molly y cogió uno con el índice y el pulgar.

– ¡Para Molly! -dijo acercándoselo a la boca a su hija-. ¡No, para mí!

Ignorando las protestas de la niña, se puso el caramelo entre los fruncidos labios, chupándolo ligeramente; luego lo aspiró y lo hizo rodar por su boca de un modo que al parecer le producía un gran placer.

– Clodagh -dijo Dylan con un hilo de voz.

– ¿Hummm?

– Clodagh.

De pronto ella se cuadró y le dio un salvaje mordisco al caramelo.

– ¿Qué pasa?

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, claro.

– Es que te veo un poco trastornada.

– Ah, ¿sí?

– ¿En qué piensas? -preguntó, temiendo que habría sido mejor permanecer callado.

– En lo mucho que te quiero -contestó ella como un rayo.

– ¿En serio? -preguntó Dylan, receloso. Estaba en un dilema. Sospechaba que no debía creerla, pero prefería hacerlo.

– Sí, te quiero mucho, muchísimo -declaró Clodagh; hizo un esfuerzo y abrazó a su marido.

– ¿De verdad? -Dylan había conseguido mirarla a los ojos.

Ella le sostuvo la mirada con calma y dijo:

– De verdad.

50

Avanzaba agosto y la tensión iba en aumento. Todavía había lagunas en el primer número, y todos los intentos de solventarlas encontraban obstáculos. Hubo que cancelar una entrevista con Ben Affleck porque sufrió una intoxicación por algo que comió; hubo que eliminar un artículo sobre una zapatería porque esta cerró de la noche a la mañana; y también un artículo sobre monjas con vida sexual activa, por miedo a que resultara demasiado peligroso en términos legales.

Hubo un día particularmente plagado de impedimientos en que Ashling y Mercedes llegaron a llorar. Hasta Trix tenía un brillo sospechoso en los ojos. (Entonces, furiosa, abandonó la oficina, entró en la primera tienda que encontró, robó unos pendientes y regresó de mucho mejor humor.)

Lo peor era que nadie podía permitirse el lujo de dedicar todo su tiempo y su atención al primer ejemplar, porque también estaban preparando los números de octubre y noviembre. Y entonces, en medio del caos, Lisa convocó una reunión para programar el número de diciembre.

No lo hizo porque fuera una negrera. Los preestrenos de las películas que salían en diciembre se hacían en agosto. Si el protagonista de la película estaba en la ciudad, había que realizar inmediatamente la entrevista, y no un par de semanas más tarde, cuando ya no hubiera tanto volumen de trabajo en Colleen y el actor se hubiera marchado a otro país.

Además estaba la fiesta de presentación, por supuesto, con la que Lisa estaba obsesionada.

– Tiene que ser un acontecimiento, tiene que causar un gran revuelo. Quiero que la gente llore si no la invitaron. Quiero una lista de invitados espectacular, unos regalos preciosos, bebidas geniales y comida deliciosa. Veamos… -Tamborileó con los dedos en la mesa-. ¿Qué podríamos dar de comer?

– ¿Qué tal sushi? -sugirió Trix con sarcasmo.

– Perfecto. -Lisa, con ojos destellantes, exhaló un suspiro-. Pues claro. ¡Sushi!

A Ashling le asignaron la tarea de confeccionar una lista de mil miembros de la plana mayor de Irlanda.

– No sé si la plana mayor de Irlanda tiene mil miembros -comentó Ashling, recelosa-. Y encima quieres que les regalemos algo a todos. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?

– Buscaremos un patrocinador, seguramente una empresa de cosméticos -le espetó Lisa.

Lisa estaba más malhumorada que de costumbre. Tres días después del minimorreo, Jack había ido a Nueva Orleans para asistir al congreso mundial de Randolph Communications. ¡E iba a estar fuera diez días! Jack había pedido disculpas a la plantilla por abandonarlos en un momento tan crítico, pero lo que más cabreaba a Lisa era que su ausencia interrumpiría el ritmo de su romance.

– A ver si os gusta la invitación. -Lisa les pasó a Ashling y Mercedes una tarjeta plateada.

– Muy bonita -observó Ashling.

– No estaría mal que dijera algo -opinó Mercedes, sarcástica.

Lisa suspiró de hastío y dijo:

– Ya lo dice.

– Pues no sé dónde.

Ashling y Mercedes inclinaron la tarjeta y la giraron hasta que le dio luz en determinado ángulo, y entonces aparecieron las letras, también plateadas, diminutas y apretadas en un rincón.

– Eso los intrigará -explicó Lisa.

Ashling estaba preocupada. Si ella hubiera encontrado una tarjeta como aquella en su buzón, la habría tirado directamente a la basura.

Lisa viajó a Londres para hablar de bebidas de fiesta con un «mixturólogo».

– ¿Qué es un mixturólogo? -preguntó Ashling sin temor a parecer ignorante.

– Un barman -dijo Mercedes con aspereza-. Una cosa que precisamente no escasea en este país.

A Mercedes le había parecido oír a Lisa concertando una cita para ponerse una inyección de Botox aprovechando su viaje a Londres, y sospechaba que ese era el verdadero motivo del viaje. Y efectivamente, al día siguiente, cuando Lisa regresó, su frente exhibía una rigidez de cristal blindado. Sin embargo, Lisa también presentó una larga lista de bebidas sofisticadas. Los invitados serían recibidos con un cóctel de champán; luego se les servirían martinis, seguidos de cosmopolitans, manhattans, daiquiris y, por último, vodkatinis.

– Ah, sí. También he solucionado lo de los regalos -prosiguió Lisa con tono acusador. ¿Acaso era la única en aquella oficina que trabajaba?-. Antes de marcharse, cada invitado recibirá una botella de Oui de Lancóme.

– ¿Una botella de qué? -preguntó Ashling, desconcertada.

Para un chiste, era sumamente malo.

– De Oui. Una botella de Ou [1]i.

– ¿Piensas regalarles a los mil miembros de la plana mayor de Irlanda una botella de Oui? -No tenía energías para reír-. Es mucho Oui. ¿De dónde piensas sacarlo? ¿Tendremos que hacer todos una contribución?

Lisa se quedó mirando a Ashling con la boca abierta.

– ¿Cómo que de dónde pienso sacarlo? De Lancóme, por descontado.

Inmediatamente Ashling se imaginó a cientos de empleados de Lancóme orinando en botellas para complacer a Lisa.

– Es todo un detalle por su parte. -Pero ¿qué demonios le estaba pasando a Lisa?

– Solo una botellita de cincuenta mililitros. -Lisa proseguía con su discurso paralelo-. Pero es suficiente, ¿no? -añadió mostrando una botella de Oui.

– Ah. -Entonces Ashling se dio cuenta de su error-. ¡Te refieres al perfume!

– Pues sí. ¿Qué pasa? ¿A qué creías que me refería?

«Necesito un respiro», pensó Ashling.

Llamó a Marcus por teléfono, y él la saludó con un:

– Ah, hola. Ya no te conozco la voz.

– Ja, ja, ja. ¿Quedamos para comer?

– ¿Seguro que tienes tiempo? ¡Qué gran honor!

– A las doce y media en Neary's.

– Te voy a contar una cosa que te hará reír. -Ashling estaba decidida a explicarle a Marcus la anécdota del Oui, pero él saltó y dijo:

– Oye, que aquí el gracioso soy yo, ¿vale?

Ella se quedó mirándolo, anonadada.

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[1] La palabra francesa oui se pronuncia igual que la inglesa wee (pipí). (N. de la T.)

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