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– Pero ¿qué te pasa?

– Nada -rectificó él-. Perdóname, Ashling.

– Es porque ando muy ocupada, ¿verdad? -Ashling cogió el toro por los cuernos. Últimamente habían tenido frecuentes discusiones, porque él se sentía desatendido-. Marcus, si te sirve de consuelo, te diré que eres la única persona a la que veo. Hace una eternidad que no veo a Clodagh, a Ted, a Joy ni a nadie más, y que no voy a las clases de salsa. Pero dentro de dos semanas saldrá la revista, y todo volverá a su cauce.

– Vale -dijo él sin protestar.

– Ven a casa esta noche -propuso ella-. Por favor. Dentro de unos días te irás a Edimburgo y no te veré durante una semana. Te prometo que no me quedaré dormida.

Marcus compuso una media sonrisa.

– En algún momento tendrás que dormir -replicó.

– Aguantaré despierta hasta que… Bueno, aguantaré despierta hasta que haga falta -prometió Ashling, insinuante.

La verdad era que lo tenía muy abandonado. Ashling ni siquiera recordaba cuándo habían hecho el amor por última vez. Seguramente hacía más de una semana, y era demasiado tiempo. Sin embargo, Ashling no podía evitarlo: estaba estresadísima y físicamente agotada. De hecho, era un alivio que Marcus fuera a ausentarse durante unos días.

– Si estás demasiado cansada, no quiero presionarte -dijo él, preocupado.

– No estoy demasiado cansada. -Podía hacer el esfuerzo por una noche, ¿no?

Pronto llegaría el 31 de agosto, y después de esa fecha todo volvería a la normalidad.

Clodagh, nerviosa y con los ojos enrojecidos, echó un vistazo a la mesa de la cocina. Ya lo había planchado todo: las camisetas de Dylan, sus camisas, sus calzoncillos, hasta sus calcetines.

Era el sentimiento de culpa, aquel espantoso y corrosivo remordimiento. Se despreciaba tanto que se habría arrancado la piel a tiras.

Pero estaba dispuesta a resarcirlos a todos. A partir de ahora sería la esposa y la madre más abnegada que hubiera habido jamás. Craig y Molly tendrían que comerse todo lo que ella les pusiera en el plato. Soltó un débil quejido: ¿en qué clase de madre se había convertido? Les dejaba comer todas las galletas que querían, acostarse a la hora que les daba la gana. Pues bien, todo eso había terminado. A partir de ahora sería una madre estricta y rigurosa. Y pobre Dylan, tan abnegado y trabajador. Él no se merecía aquella traición, aquella crueldad. Desde que iniciara su romance con Marcus, Clodagh no había permitido que Dylan le pusiera un dedo encima.

Un romance. Se le cortó brevemente la respiración: tenía un romance. Se dio cuenta de lo grave que era aquello y sintió vértigo. ¿Y si la descubrían? ¿Y si Dylan se enteraba? Casi le dio un infarto de pensarlo. Tenía que poner fin a aquella situación. Ahora mismo.

Se odiaba a sí misma, odiaba lo que estaba haciendo, y si le ponía fin antes de que alguien se enterara, podría volver a ser la de siempre, como si no hubiera pasado nada. Invadida por una firme resolución, descolgó el auricular y marcó el número de Marcus.

– Soy yo.

– Hola.

– Hemos terminado.

Marcus suspiró.

– ¿Otra vez?

– Hablo en serio. No quiero volver a verte. No me llames, ni vengas a verme. Quiero a mis hijos. Quiero a mi marido.

Hubo una breve pausa, y luego él dijo:

– Entendido.

– ¿Entendido?

– Entendido. Vale. Adiós.

– ¿Cómo que adiós?

– ¿Qué más quieres que te diga?

Colgó y se sintió engañada. ¿Dónde estaba la dulce recompensa por haber hecho lo correcto? En lugar de sentirse satisfecha, se sentía frustrada y vacía. Y dolida. Marcus no se había resistido ni lo más mínimo. Y se suponía que estaba locamente enamorado de ella. Cabrón.

Antes de la llamada se le había ocurrido la disparatada idea de zurcir todos los calcetines de Dylan en otro desesperado intento de demostrar el amor que le profesaba. Pero cuando regresó a la cocina, desanimada, sus buenos propósitos de ama de casa se vinieron abajo. Al cuerno, se dijo, apática: Dylan podía comprarse calcetines nuevos.

Casi contra su voluntad, volvió corriendo al recibidor, cogió el teléfono y pulsó el botón de rellamada.

– Hola -dijo Marcus.

– Ven ahora mismo -le ordenó Clodagh con voz llorosa y enojada-. Los niños no están en casa. Tenemos hasta las cuatro en punto.

– Voy para allá.

Ashling no salió de la oficina hasta las ocho y media. Mareada de cansancio, no se sentía capaz de ir a su casa andando, así que cogió un taxi. Se puso cómoda en el asiento y comprobó si tenía mensajes en el móvil. Solo había uno, de Marcus. No podía ir a su casa aquella noche, porque tenía que ir a no sé qué función. Menos mal, pensó ella. Así podría llamar a Clodagh y meterse en la cama. Y pasadas dos semanas, cuando todo aquello hubiera terminado, ya resarciría a Marcus…

Al bajar del taxi se encontró a Boo, que tenía un ojo morado.

– ¿Qué te ha pasado?

– Cosas de la fiebre del sábado noche -bromeó él-. Fue hace unos días. Un tipo borracho que buscaba bronca. ¡Vivir en la calle tiene sus inconvenientes!

– ¡Qué horror! -exclamó Ashling, y entonces, casi sin darse cuenta, agregó-: Perdona que te lo pregunte, pero ¿por qué vives en la calle?

– Táctica profesional -contestó él con gesto inexpresivo-. Mendigando gano doscientas libras diarias. Es más o menos lo que ganamos todos, ¿no lo has leído en los periódicos?

– ¿En serio?

– No, mujer. El día que consigo reunir doscientos peniques puedo considerarme afortunado. Es lo de siempre. Si no tienes domicilio fijo, nadie te da trabajo; y si no tienes trabajo nadie te da un domicilio fijo.

Ashling conocía aquella teoría, pero nunca había creído que ocurriera realmente.

– Pero ¿no tienes… una familia que te ayude? ¿Acaso no tienes padres?

– Sí y no. -Soltó una risita y explicó-: Mi pobre mamá no está en muy buena forma. Mentalmente hablando. Y mi papá hizo una perfecta imitación del hombre invisible cuando yo tenía cinco años. Me crié con familias de acogida.

– Madre mía. -Ashling lamentó haber sacado aquel tema a colación.

– Sí, soy un prototipo -dijo Boo, compungido-. Es bochornoso. Y no me adapté a ninguna de las familias de acogida porque yo quería estar con mi madre, así que conseguí terminar los estudios obligatorios sin aprobar ni un solo examen. De modo que, aunque tuviera domicilio fijo, tampoco conseguiría un empleo.

– ¿Por qué no te proporciona el ayuntamiento una vivienda?

– Las mujeres y los niños tienen prioridad. Si lograra quedarme embarazado tendría más posibilidades. Pero se supone que los varones sin hijos pueden valerse por ellos mismos, así que estoy al final de la cola.

– ¿Y los albergues? -Ashling había oído hablar de ellos.

– No quedan habitaciones. En esta ciudad hay más mendigos que pelirrojos.

– Ostras. Es terrible, todo lo que me cuentas.

– Lo siento, Ashling. Te he estropeado el día, ¿no?

– No, qué va. Ya estaba bastante estropeado.

– ¡Ah, por cierto! -exclamó Boo cuando ella ya se iba-. He terminado Tiempos siniestros. Esos asesinos en serie sí que saben mutilar. Y ya voy por la mitad de Sorted! Y he contado la palabra «follar» trece veces en una sola página.

– Qué barbaridad. -No estaba de humor para las críticas literarias de Boo.

Ashling subió a su piso, se sirvió una copa de vino y escuchó los mensajes del contestador automático. Tras una larga ausencia, volvía a haber mensajes de Cormac. Por lo visto, aquel fin de semana iban a entregar los bulbos de jacinto, pero los de tulipán tardarían un poco más.

Después, un tanto avergonzada, llamó a Clodagh. Hacía un par de semanas que no hablaba con ella, desde que fue a Cork a pasar el fin de semana.

– Lo siento muchísimo -dijo Ashling, abatida-. Y seguramente no podremos vernos hasta que haya salido esta maldita revista. La mayoría de los días me quedo trabajando hasta las nueve, y estoy tan cansada que ya no sé ni cómo me llamo.

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