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– Cuando era directora de Femme no me perdía ninguno. Es importante que vaya para dar relieve a la revista. Publicidad y todo eso -dijo atropelladamente-. Si no nos dejamos ver, nunca nos tomarán en serio…

Jack se quedó mirándola, esperando a que acabara de hablar. La compasión de su mirada indicaba a Lisa que estaba perdiendo el tiempo, pero nunca había que rendirse.

Inspiró hondo para tranquilizarse y preguntó:

– ¿Voy a ir?

– Lo siento -dijo él, con sincero pesar-. No tenemos presupuesto. Es decir, este año no lo tenemos. Quizá cuando la revista esté más consolidada, cuando haya aumentado la publicidad.

– Pero ¿no…?

Jack sacudió la cabeza con tristeza.

– No tenemos dinero, Lisa.

Fue la compasión de su mirada y de sus palabras lo que acabó convenciéndola de que Jack hablaba en serio. La realidad cayó sobre ella como una losa. Todo el mundo estaría allí. Todo el mundo. Y se fijarían en que ella no había ido; sería el hazmerreír de todos. Entonces la asaltó otra idea aún más espantosa: ¿Y si no se daban cuenta?

Jack trataba por todos los medios de apaciguar los ánimos, prometiendo comprar fotografías de diversas fuentes, diciendo que de todos modos Colleen podía preparar un reportaje fantástico, que las lectoras nunca sabrían que su directora no había ido a los desfiles…

Lisa rompió a llorar. No eran lágrimas de rabia, no era un berrinche, sino una pena pura y sincera que ella se sentía incapaz de controlar. Con cada sollozo salía de lo más hondo de su corazón una tristeza infinita.

«No son más que unos cuantos estúpidos desfiles de moda», se dijo.

Pero no podía parar de llorar, y entonces recordó una escena que no tenía nada que ver con aquello. Lisa tenía unos quince años e iba fumando y deambulando por el centro de Hemel con dos amigas suyas, quejándose de lo asqueroso que era todo.

– Esto está lleno de tarados -comentó Carol con aburrimiento y asco echando un vistazo a la calle principal.

– Y de gilipollas con ropa asquerosa y vidas asquerosas-aportó Lisa con desprecio.

– Mira, esa es tu madre, ¿no? -observó Andrea con malicia en los ojos pintados con rímel azul, señalando con la cabeza a una mujer que cruzaba la calle.

Lisa dio un respingo al ver a su madre, que vestía con poca gracia y llevaba su ridículo «abrigo bueno».

– ¿Esa? -dijo Lisa exhalando una larga bocanada de humo-. Qué va. Esa no es mi madre.

Regresó al despacho de Jack. Con voz apagada, repetía una y otra vez, tapándose la cara con las manos:

– He trabajado tanto. ¡Tanto!

Lisa no le prestaba atención a Jack, que rebuscaba en sus bolsillos. Oyó un crujido de cartón, el chasquido de un encendedor, y luego le llegó el olorcillo a tabaco.

– ¿Me das uno? -Levantó brevemente la cara manchada de lágrimas.

– Es para ti.

Jack le pasó el cigarrillo encendido; ella lo aceptó dócilmente y le dio una honda calada, como si el cigarrillo pudiera salvarle la vida.

Jack siguió rebuscando en sus bolsillos. Lisa, pasiva e indiferente, le vio sacar un boleto de lotería y un recibo. Finalmente, en el cajón de su mesa, Jack encontró lo que andaba buscando: un fajo de servilletas de papel con el logotipo de SuperMac. Se lo puso en la mano.

– Me gustaría ser de esos hombres que siempre llevan encima un gran pañuelo blanco para este tipo de eventualidades -dijo con dulzura.

– Gracias.

Se pasó una servilleta por las mejillas. Con cada calada sus sollozos iban perdiendo intensidad, hasta que el llanto quedó reducido a unos pocos y esporádicos suspiros.

– Lo siento -dijo entonces.

Todo se había enlentecido: los latidos de su corazón, sus reacciones, sus pensamientos. Podría haber seguido sentada en aquel despacho eternamente, demasiado aturdida para sentir vergüenza, demasiado adormilada para preguntar qué le estaba pasando.

– ¿Quieres otro? -preguntó Jack al tiempo que sacaba otro cigarrillo del paquete.

Lisa asintió.

– Sabes perfectamente que si te eligieron para este trabajo fue porque eres la mejor -dijo él pasándole otro cigarrillo encendido y encendiendo otro para él-. Nadie más habría podido poner en marcha una revista partiendo de cero.

– Y mira cómo me lo pagan -dijo ella, y se le escapó otro pequeño sollozo.

– Eres increíble -prosiguió Jack, incansable-. Tienes garra, imaginación, sabes motivar al personal. No se te escapa nada. Quiero que comprendas lo mucho que te valoramos. Irás a los desfiles. Quizá no este año, pero irás, muy pronto.

– No es solo el trabajo, ni los desfiles. -Las palabras se le escaparon.

– Ah, ¿no? -dijo Jack con interés.

– He visto a mi marido…

– ¿Tu marido? -Las diversas emociones que se dibujaron en la cara de Jack interesaron a Lisa. Lo notó inquieto, y sabía que eso era buena señal. Él se decidió por un imparcial-: No sabía que estuvieras casada.

– No lo estoy. Bueno, sí, lo estoy, pero nos hemos separado. -Y, con gran dolor, añadió-: Nos vamos a divorciar.

Jack no supo qué decir.

– ¡Ostras! Yo nunca he pasado por eso, así que no puedo aconsejarte… Hombre, yo he fracasado con varias mujeres, y es muy duro, pero supongo que no es lo mismo. En fin, no sé, ha de ser… -Buscó la palabra adecuada y no encontró nada lo bastante dramático-. Muy duro. Ha de ser muy duro.

Ella asintió.

– Sí. Mira, no sé por qué te cuento esto. -Haciendo un repentino despligue de autocontrol y eficiencia, se sonó la nariz, rebuscó en su bolso y extrajo un espejito-. Estoy hecha un monstruo.

– No hay para tanto…

Tras retocarse rápidamente el maquillaje con ayuda del espejito, declaró:

– Será mejor que vuelva a mi mesa. Tengo que seguir gritándole a Ashling, peleándome con Gerry…

– Si no quieres, no…

Abandonando momentáneamente su papel de arpía de la revista, Lisa admitió:

– Has sido muy amable conmigo. Te lo agradezco.

42

– Es ese de ahí, el alto. -Ashling señaló entre el gentío del River Club.

– ¿Ese es tu novio? -dijo Clodagh, incrédula-. Qué guapo es. Se parece un poco a Dennis Leary.

– Bah, no tanto -objetó Ashling, encantada.

De repente se sentía casi tan fantástica como Clodagh. De acuerdo, era evidente que Clodagh necesitaba gafas, pero ¿y qué? ¡Y eso que todavía no había visto actuar a Marcus!

Era sábado por la noche y en el River Club había un reparto estelar. Además de Marcus y Ted, actuaban Bicycle Billy, Mark Dignan y Jimmy Bond.

– Rápido, deja tu chaqueta y tu bolso ocupando todas las sillas que puedas.

Ashling se lanzó hacia una mesa vacía. Los cómicos les iban a hacer el honor de sentarse con ellas, y también iban a venir Joy y Lisa. Hasta Jack Devine había dicho que quizá pasaría por allí.

Ted, que estaba en el otro extremo de la sala, vio a Clodagh y se acercó presuroso.

– Hola -exclamó con patético entusiasmo-. Gracias por venir.

– Estoy deseando verte actuar -dijo ella, siempre tan elegante.

Ted acercó una silla a la de Clodagh, dejando claro que eran algo más que amigos.

Ashling contemplaba su interacción con nerviosismo. Todo el mundo estaba enterado de que a Ted le gustaba Clodagh, pero ¿y Clodagh? Ella se había empeñado en asistir a aquella actuación sin Dylan.

Ted se puso a charlar animadamente hasta que de pronto sintió ganas de vomitar. Los nervios que siempre lo destrozaban antes de una actuación se habían agravado por la presencia de Clodagh. Pálido, se disculpó y corrió al lavabo.

Ashling prestó atención. Clodagh no siguió a Ted con la mirada mientras él se alejaba de la mesa haciendo zigzag. Menos mal. Ashling consiguió dominar su ridícula ansiedad. ¿Clodagh y Ted? ¡Qué barbaridad!

– Hola-. Joy llegó y saludó con recelo a Clodagh.

– Hola.

Clodagh, nerviosa, esbozó una torpe sonrisa. Joy la hizo sentirse más incómoda de lo habitual. Pero según le había contado Ashling, a Joy acababa de dejarla su novio, así que había que tratarla con cariño.

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