– ¿Me crees capaz? -dijo él sonriendo.
La comida era discreta, la charla fácil, pero Ashling tenía la sensación de que todo aquello no era más que una especie de preludio. Un tráiler. El largometraje todavía tenía que empezar. Cuando les llevaron la cuenta, Ashling intentó contribuir, pero no insistió demasiado.
– Ni hablar -se impuso Marcus-. Pago yo.
«¿Por qué? ¿Porque ya te lo cobrarás después?»
Ya en la calle, Marcus preguntó:
– ¿Qué hacemos?
Ella se encogió de hombros y no pudo evitar una risita tonta. Era evidente, ¿no?
– ¿En mi casa? -propuso él dulcemente.
Besó a Ashling en el taxi. Y volvió a besarla en el vestíbulo de su piso. A Ashling le gustó, pero cuando se separaron no pudo evitar echar un vistazo alrededor, examinando el piso. Quería saber cómo vivía, averiguar más cosas sobre él.
Era un apartamento de un solo dormitorio en un edificio moderno, y estaba sorprendentemente ordenado.
– ¡Pero si no huele mal!
– Ya te he dicho que mi madre me educó muy bien.
Ashling entró en el salón.
– Cuántos vídeos -dijo, admirada. Había cientos de cintas en las estanterías.
– Si quieres podemos ver alguno -dijo él.
Sí, quería. Se debatía entre el deseo y el nerviosismo, y necesitaba un poco de tiempo.
– Elige uno -propuso Marcus.
Pero cuando empezó a buscar una cinta, Ashling reparó en algo muy extraño. Monty Python, Blackadder, Lenny Bruce, el Gordo y el Flaco, Father Ted, Mr. Bean, los Hermanos Marx, Eddie Murphy… Todas las cintas eran comedias.
Ashling estaba desconcertada. En su primera cita habían hablado mucho de cine. Él había asegurado que le gustaban muchos géneros diferentes, pero a juzgar por aquellas cintas nadie lo diría. Finalmente eligió La vida de Brian.
– Tiene usted un gusto excelente, señora. -Marcus sacó una botella de vino blanco para ella, una lata de cerveza para él y, tímidamente, se acurrucaron delante del televisor.
Cuando llevaban diez minutos mirando la película, Marcus le tocó el hombro desnudo con el dedo índice y empezó a acariciárselo lentamente.
– Asssh-liiing -canturreó con voz suave, con una intensidad que hizo que a ella se le encogiera el estómago. Giró rápidamente la cabeza y lo miró, casi con miedo. Marcus tenía los ojos clavados en la pantalla-. Estate muy atenta -dijo con aquel hilo de voz-. Nos acercamos a una de las mejores escenas cómicas de todos los tiempos.
Ashling, ligeramente desilusionada pero obediente, prestó atención a la película, y cuando Marcus rompió a reír a carcajadas, no pudo evitar reír también. Entonces él se volvió hacia ella y preguntó con voz infantil:
– ¿No te importa, Ashling?
– ¿Qué? «Acostarte conmigo?», pensó.
– Que veamos otra vez esa escena.
– ¡Oh! No, no.
Cuando el ritmo de su corazón recobró la normalidad, Ashling decidió que le emocionaba que Marcus quisiera compartir con ella lo que para él era importante.
– Dime, ¿están contentos de que haya accedido a escribir la columna? -preguntó él al cabo de un rato.
– ¡Ya lo creo! ¡Están encantados!
– Esa Lisa es todo un personaje, ¿verdad?
– Sí, es muy persuasiva: -Ashling no creyó oportuno criticar a su jefa.
– De todos modos, deberías atribuirte el mérito.
– Pero si yo no hice nada.
Marcus le dirigió una mirada elocuente.
– Podrías decirles que me convenciste en la cama.
La manifiesta intencionalidad de su mirada hizo que a Ashling se le hiciera un nudo en la garganta. Tragó saliva como si se le hubiera atragantado una ostra.
– Pero no sería verdad.
Hubo una larga pausa durante la cual Marcus no apartó sus ojos de los de ella.
– Podríamos hacer que fuera verdad.
Los ánimos de Ashling se habían debilitado. De hecho habían desaparecido. Tenía la impresión de que era demasiado pronto para acostarse con él, pero si se resistía parecería anticuada. No podía entender la ridícula timidez que la paralizaba: tenía treinta y un años y se había acostado con muchos hombres.
– Vamos.
Marcus se levantó y la cogió suavemente de la mano. Ashling comprendió que él no aceptaría un no por respuesta.
– ¿Y la película?
– Ya la he visto muchas veces.
Ay, madre. Esto va en serio.
La timidez lidiaba con la curiosidad; la atracción forcejeaba con el miedo a la intimidad. Ashling quería y no quería acostarse con él, pero el apremio de Marcus era cautivador. Sin darse cuenta, se puso en pie. Marcus la besó, acabando de desbaratar sus defensas, y ella se encontró de pronto en el dormitorio. No fue una danza fluida donde las dudas se disiparan por arte de magia y la ropa desapareciera sin una pizca de torpeza. Marcus no consiguió desabrocharle el sujetador, y cuando Ashling vio el tamaño de su pene en erección comparado con la estrechez de sus caderas, tuvo que mirar hacia otro lado. Temblaba como una virgencita.
– ¿Qué te pasa?
– Es que soy tímida.
– Ah, entonces ¿no es por culpa mía?
– No, no. -Ashling, impresionada por la vulnerabilidad de Marcus, se esforzó un poco más. Lo atrajo hacia sí, matando dos pájaros de un tiro: él se mostró satisfecho, y ella ya no veía aquel pene sobresaliendo del nido de su vello púbico.
Las sábanas estaban frescas y limpias, las velas daban un toque sorprendente; Marcus se mostró amable y considerado y no mencionó ni una sola vez la falta de cintura de Ashling. Aun así, ella tuvo que reconocer que no se sintió completamente transportada. Con todo, él se mostró muy admirado, y ella se lo agradeció. No fue la peor experiencia sexual de Ashling, desde luego. Y los mejores polvos siempre le habían parecido un poco irreales; solían ser los que pegaba con Phelim cuando hacían las paces, y en ellos la alegría del reencuentro añadía un poco de interés a una experiencia que ellos ya sabían compatible.
Ashling ya era mayorcita, y no habría sido realista esperar que la tierra temblara bajo sus pies. Además, la primera vez que se acostó con Phelim tampoco había sentido nada del otro mundo.
38
El domingo por la mañana, cuando despertó, Clodagh estaba a punto de caerse de la cama. Craig la había empujado hasta el borde, pero también habría podido ser Molly, o ambos. Clodagh ya no recordaba cuándo había dormido por última vez con Dylan sin acompañantes, y tenía tanta práctica en hacerlo en quince centímetros de colchón que estaba segura de que a esas alturas dormiría como un tronco en el borde de un acantilado.
Dedujo que era muy temprano. Como las cinco de la mañana. Ya había salido el sol, y por la rendija que dejaban las cortinas de percal entraba una luz brillante, pero Clodagh sabía que era demasiado pronto para estar despierta. Las gaviotas, invisibles, gemían estridentes y lastimeras. Parecían bebés de una película de terror. Dylan dormía profundamente junto a Craig, ocupando toda la cama con sus extremidades; respiraba rítmicamente, y con cada exhalación se le levantaba el flequillo de la frente.
Clodagh era víctima de un profundo abatimiento. Había pasado una mala semana. Tras el estrepitoso fracaso en la agencia de colocación, Ashling la había animado a intentarlo otra vez. Así que Clodagh volvió a ponerse su traje caro. En la segunda agencia de colocación la trataron casi con el mismo desdén que en la primera. Pero sorprendentemente, en la tercera propusieron enviarla a prueba a una empresa suministradora de radiadores, donde su trabajo consistiría en hacer el té y contestar el teléfono. «El sueldo es… modesto -admitió el empleado-, pero es un buen principio para una persona como usted, que lleva tanto tiempo fuera del mundo laboral. Estoy seguro de que quedarán encantados con usted, así que… ¡adelante! ¡Buena suerte!»
En cuanto Clodagh supo que cabía la posibilidad de que le dieran trabajo, dejó de interesarle. ¿Qué gracia tenía preparar té y contestar el teléfono? Eso lo hacía continuamente en su casa. Y ¿una empresa de suministro de radiadores? Sonaba espantoso. En cierto modo, conseguir un empleo y descubrir que no le interesaba era casi peor que le dijeran que no servía para ningún trabajo. Aunque no era propensa a la introspección, Clodagh se dio cuenta vagamente de que en realidad no buscaba trabajo (no necesitaba el dinero, desde luego), sino que lo que faltaba en su vida eran emociones y sofisticación. Y era evidente que eso no iba a encontrarlo en una empresa de suministro de radiadores.