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– Ah. Gracias -dijo Lisa sin prestar atención y casi sin detenerse.

Luego le entregaron otra bolsa a la impaciente Ashling. Radiante, hincó la uña en el plástico para abrir el paquete. Pero soltó otro gritito, porque habían vuelto a pellizcarle el brazo.

– Ah, bueno, esto… sí, gracias. -Intentó adoptar un tono indiferente, pero no lo consiguió.

– Ni lo toques -masculló Lisa mientras cruzaban el vestíbulo para recoger la chaqueta de Ashling-. Ni siquiera lo mires. Y nunca, jamás, le digas a una azafata que les harás propaganda en la revista. ¡Has de hacerte rogar!

– Supongo que es la regla número siete -comentó Ashling, enfurruñada.

– Exacto.

Cuando salieron del hotel, Ashling le lanzó una mirada interrogante y luego miró su regalo.

– ¡Todavía no! -insistió Lisa.

– Pues ¿cuándo?

– Cuando doblemos la esquina. ¡Pero sin prisa! -la reprendió, pues Ashling casi había echado a correr.

En cuanto doblaron la esquina, Lisa dijo:

– ¡Ya! -Y ambas rompieron el plástico de sus paquetes.

Era una camiseta, con el nombre de la tienda, Morocco, estampado en la parte delantera.

– ¡Una camiseta! -dijo Lisa, decepcionada.

– A mí me gusta -dijo Ashling-. ¿Qué piensas hacer con la tuya? -Devolverla a la tienda. Cambiarla por algo que valga la pena.

Al día siguiente el Irish Times y el Evening Herald publicaron sendas fotografías del achuchón de Tara y Lisa en primera plana.

17

El sábado por la mañana Molly despertó a su madre a las siete menos cuarto. A cabezazos.

– Despierta, despierta, despierta -repetía con insistencia-. Craig está haciendo un pastel.

Tener hijos tenía sus ventajas, pensó Clodagh, cansada, levantándose de la cama. Desde hacía cinco años, por ejemplo, no tenía necesidad de poner el despertador.

Había quedado con Ashling en el centro. Iban a ir de compras.

– Y creo que tendríamos que salir temprano -había propuesto Ashling-. Para no encontrar tanta gente.

– ¿A qué hora?

– Sobre las diez.

– ¿Las diez?

– O las once, si las diez es demasiado pronto.

– ¿Demasiado pronto? A las diez ya llevo varias horas despierta.

Después de recoger el desorden del pastel, Clodagh le dio un cuenco de Krispies a Craig, pero el niño no quiso comérselos porque su madre había puesto demasiada leche en el cuenco. Así que Clodagh le preparó otro cuenco, y esta vez se esmeró para acertar en la proporción de leche y cereales. Luego le sirvió a Molly un cuenco de Sugar-Puffs. Cuando Craig vio el desayuno de Molly, la emprendió contra sus Krispies, declarando que estaban envenenados. Pidió a gritos a su madre que le diera Sugar-Puffs, golpeando el cuenco con la cuchara y salpicándolo todo de leche. Clodagh se secó la leche de las mejillas, abrió la boca dispuesta a sermonear a su hijo diciéndole que él había elegido los Krispies y que tenía que atenerse a su decisión, pero lo dejó antes de empezar. Cogió el cuenco de Craig, tiró su contenido a la basura y puso el paquete de Sugar-Puffs en la mesa.

Craig no expresó ninguna satisfacción. Ahora ya no los quería. Había sido demasiado fácil conseguirlos, y ya no le interesaban.

Mientras Clodagh intentaba arreglarse para ir al centro, los niños se dieron cuenta de que su madre pretendía darse a la fuga. Se mostraban más pegajosos y exigentes de lo habitual, y cuando Clodagh se metió en la ducha, ambos insistieron en ducharse con ella.

– ¿Te acuerdas de los tiempos en que era yo el que me duchaba contigo? -comentó Dylan con ironía cuando Clodagh salió de la ducha, intentando secarse, con los dos niños enganchados a las piernas.

– Sí, sí -contestó nerviosa. No tenía ningún interés en que su marido recordara lo alocada que había sido en otra época su vida sexual. Por si le pedía que le devolviera su dinero. O peor aún, por si intentaba reactivar algo-. Toma, sécala. -Empujó a Molly hacia él-. Tengo mucha prisa.

Cuando Clodagh sacó su Nissan Micra en marcha atrás del camino de la casa, Molly se quedó en la puerta principal gritando «¡Yo también quiero ir!». Estaba tan desesperada que varios vecinos corrieron a las ventanas para ver a quién estaban matando.

– ¡Yo también! -gritó Craig en armonía con su hermana-. ¡No te vayas, mami! ¡No te vayas!

Solo lo hacen para fastidiar, pensó Clodagh al alejarse por la calle. Se pasaban la semana entera diciéndole que la odiaban, que querían estar con su papá, y cuando ella intentaba tener un par de horas para ella sola, resultaba que era la mejor madre del mundo, y no tenía más remedio que sentirse culpable por abandonar a sus hijos.

Ashling y Clodagh llegaron por separado al centro comercial de Stephen's Green a las diez y cuarto. Ninguna de las dos se disculpó por llegar tarde, porque según las normas irlandesas no habían llegado tarde.

– ¿Qué te pasa en el ojo? -preguntó Ashling-. Pareces el personaje ese de La naranja mecánica.

Clodagh, asustada, rebuscó un espejito en su bolso. Mientras lo hacía, se le cayó un Petit Filous de Molly.

– Toma. -Ashling se le había adelantado con el espejito.

– Es el maquillaje -comprendió Clodagh tras examinarse brevemente-. Solo me he pintado un ojo. Craig ha visto cómo me maquillaba; me ha pedido que le pintara los ojos, y yo me he olvidado de pintarme el otro… ¡Dylan podría haberme avisado! ¿Ves cómo ya ni siquiera me mira?

Cuando Clodagh mencionó a Dylan, Ashling se sintió incómoda. Había quedado con él para tomar una copa el lunes por la noche, pero no se atrevía a mencionárselo a Clodagh. Por otra parte, tampoco le hacía gracia ocultárselo. Pero decidió que lo mejor era no decir nada hasta que supiera de qué se trataba. A lo mejor Dylan estaba planeando unas vacaciones sorpresa para Clodagh. No sería la primera vez.

– Toma, usa esto. -Ashling sacó un delineador de ojos y un tubo de rímel de su bolso.

– Lo que no tengas tú… -comentó Clodagh-. ¡Ostras! ¡Rímel Chanel! ¿Desde cuándo compras rímel Chanel?

Ashling sonrió con orgullo y un tanto abochornada.

– Lo he conseguido gratis. El trabajo nuevo, ya sabes…

Clodagh se quedó paralizada un instante. Tragó saliva y le dio la impresión de que Ashling había oído el ruido de su glotis.

– ¿Gratis? ¿Cómo?

Ashling le contó una embrollada historia sobre una tal Mercedes que se había ido a Donegal y una tal Lisa que había ido a una comida benéfica para establecer vínculos con la gente pija de Dublín y una tal Trix a la que no dejaban salir de la oficina porque parecía una Spice Girl, y sobre cómo Ashling había tenido que representar a Colleen en la presentación de otoño de Chanel.

– Y cuando me marchaba me regalaron una bolsa con productos de la marca.

– Es fantástico -dijo Clodagh fingiendo entusiasmo. Miró la radiante sonrisa de Ashling: sí, era fantástico, verdaderamente. Pero ¿qué había sido de todas las promesas de su vida?

– Venga -la instó Ashling-. Vamos a gastar.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por Jigsaw. Mis pantalones mágicos superadelgazantes están un poco gastados, y me gustaría comprarme otros iguales… Aunque no creo que los encuentre -admitió con pesar.

– ¿Por qué? ¿Tu horóscopo de hoy no te anunciaba un buen día? -bromeó Clodagh.

– Pues mira, sabihonda, ahora que lo dices, no estaba mal, pero no tiene nada que ver con eso. En cuanto encuentro un modelo que me gusta, van y lo retiran de los colgadores. ¡Antes de que me haya dado cuenta ya han dejado de fabricarlo!

Fueron de tienda en tienda; mientras Ashling se probaba un montón de pantalones que no acababan de gustarle, Clodagh curioseaba por un universo paralelo de ropa. No se imaginaba poniéndose nada de todo aquello.

– ¡Mira qué vestidos tan cortos! -exclamó, y al punto se tapó la boca con la mano. ¿He sido yo la que ha dicho eso?

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