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– Tiene gracia que lo digas. Y pensar que hubo un tiempo en que te ponías una funda de almohadón de falda.

– ¿En serio?

– Pero si no son vestidos. -Ashling acababa de fijarse en las prendas que Clodagh estaba mirando-. Son casacas. Para llevar con pantalones.

– No tengo ni idea -admitió Clodagh con tristeza-. Sin que te des cuenta, de repente lo que te interesa de una prenda es que disimule bien las manchas de vómito… Mira cómo voy -añadió señalando sus pantalones acampanados negros y su chaqueta vaquera.

Ashling hizo una mueca irónica. Quizá Clodagh no fuera un figurín pero, aun así, ella habría dado cualquier cosa por parecerse a su amiga: tenía las piernas bien proporcionadas, la chaqueta entallada le resaltaba la delgada cintura, y llevaba la melena recogida en un moño informal.

– ¿Ves ese verde? -Clodagh se abalanzó sobre una camiseta verde claro-. ¿Te lo imaginas combinado con azul?

– Pues… sí -mintió Ashling.

Sospechaba que aquello tenía algo que ver con la decoración.

– Es exactamente el mismo color del papel pintado que he comprado para el salón -explicó Clodagh, radiante-. Van a venir a ponerlo el lunes. Estoy impaciente.

– ¿El lunes? Qué rápido. Pero si solo hace dos semanas que comentaste que querías cambiarlo.

– Decidí hacerlo cuanto antes. Ese horrible terracota me está matando, así que les dije a los decoradores que se trataba de una emergencia.

– A mí el terracota me gustaba -opinó Ashling.

A Clodagh también le había gustado muy poco tiempo atrás.

– Pues a mí no -dijo Clodagh con firmeza, y volvió a concentrarse en la ropa, decidida a encontrarle el truco.

Acabó comprándose un vestido ceñido de Oasis, tan corto y transparente que Ashling pensó que ni siquiera Trix se atrevería a ponérselo. ¡Y eso que Trix se atrevía con todo!

– ¿Cuándo te lo pondrás? -preguntó Ashling con curiosidad.

– No lo sé. Para llevar a Molly a la guardería, para recoger a Craig de las clases de dibujo. Oye, me gusta y punto, ¿vale?.- Con actitud desafiante, pagó con una tarjeta de crédito que la identificaba como la señora Clodagh Kelly. Ashling sintió una punzada de dolor, y supuso que debían ser celos. Pese a que no trabajaba, Clodagh siempre disponía de todo el dinero que quería. Debía de ser maravilloso vivir así.

Siguieron paseando.

– ¡Oh! ¡Mira qué peto! -exclamó Clodagh acercándose al escaparate de una tienda de ropa infantil de lo más cursi-. A Molly le quedaría monísimo. ¿Y esa gorra de béisbol? ¿Verdad que es ideal para Craig?

El sentimiento de culpa de Clodagh no disminuyó hasta que hubo gastado en cada uno de sus hijos lo mismo que se había gastado en ella.

– ¿Vamos a tomarnos un café? -propuso Ashling cuando se les hubo pasado la fiebre consumiste.

Clodagh vaciló y dijo: -Preferiría una copa.

– Solo son las doce y media.

– Estoy segura de que hay sitios que abren a las diez-. En realidad Ashling no se refería a eso, pero daba igual. Mientras los dublineses disfrutaban de una inesperada mañana de sol radiante, bebiendo café en las terrazas y fingiendo que estaban en Los Ángeles, Ashling y Clodagh se sentaron en un pub de viejos, cuya clientela parecía una advertencia del Ministerio de Sanidad sobre los peligros del demonio de la bebida.

Ashling se puso a hablar, muy animada, de su nuevo trabajo, de los famosos a los que casi había conocido, de la camiseta que le habían regalado en la presentación de Morocco; y la moral de Clodagh fue descendiendo hasta el fondo de su vaso de gintonic.

– Quizá debería buscarme un empleo -dijo de pronto-. Era lo que pensaba hacer después de que naciera Craig.

– Es verdad, siempre lo decías.

Ashling sabía que Clodagh estaba un poco a la defensiva por no ser una de esas supermujeres que trabajan y crían a sus hijos.

– Pero estaba completamente agotada -insistió Clodagh-. Por mucho que te preparen para los dolores del parto, no hay nada que pueda prepararte para el tormento de las noches en vela. Estaba hecha polvo, y cada día me levantaba como si acabara de des-

pertarme de una anestesia. ¿Cómo querías que además trabajara? -Afortunadamente, el negocio de informática de Dylan iba viento en popa, con lo que Clodagh no necesitaba trabajar.

– ¿Y ahora? ¿Crees que tendrías tiempo para trabajar? -preguntó Ashling.

– Estoy muy ocupada, la verdad -admitió Clodagh-. No tengo ni un momento para mí, aparte de un par de horas para ir al gimnasio. Bueno, son cosas intrascendentes, claro: cambiarme de ropa porque los niños me han vomitado encima, o mirar un vídeo tras otro de Barney… Ah, pero… -Sus ojos centellearon brevemente-. Ya me he librado de Barney.

– ¿Cómo?

– Le he dicho a Molly que se ha muerto.

Ashling prorrumpió en carcajadas.

– Le dije que lo atropelló un camión -añadió Clodagh, muy seria.

La sonrisa se borró del rostro de Ashling.

– No lo dirás en serio -dijo.

– Claro que sí -repuso Clodagh con convicción-. Ya estaba harta de ese capullo de color morado y de todos esos mocosos impertinentes que se pasaban el día dándome lecciones de moralidad y diciéndome cómo debía vivir mi vida.

– ¿Y Molly? ¿Se disgustó mucho?

– Ya lo superará. Tiene que curtirse, ¿no?

– Sí, pero… pero… ella solo tiene dos años y medio.

– Yo también soy una persona -replicó Clodagh poniéndose a la defensiva-. También tengo mis derechos. Y me estaba volviendo loca, te lo juro.

Ashling reflexionó, desconcertada. Pero quizá Clodagh tuviera razón. Todo el mundo espera que las madres sublimen sus deseos y necesidades por el bien de sus hijos, pero quizá no fuera justo.

– A veces -prosiguió Clodagh exhalando un hondo suspiro- me pregunto qué sentido tiene mi vida. Me paso el día trajinando niños: llevo a Craig al colegio, a Molly a la guardería; recojo a Molly de la guardería, llevo a Craig a sus clases de papiroflexia… Soy una esclava.

– Pero educar a los hijos es el trabajo más importante que uno puede hacer en la vida -protestó Ashling.

– Sí, pero nunca tengo ocasión de hablar con adultos. Excepto con otras madres, y entonces la conversación se vuelve muy competitiva. Ya sabes, cosas como «Mi Andrew es mucho más violento que tu Craig». Craig nunca pega a otros niños, pero Andrew Higgins es un Rambo en miniatura. ¡Es tan humillante! -Miró a Ashling con aflicción-. A veces leo artículos sobre la competitividad en el trabajo, pero eso no es nada comparado con lo que pasa en las sesiones de la escuela de padres.

– Si te sirve de consuelo, yo llevo toda la semana preocupadísima porque tengo que escribir un artículo sobre las clases de salsa -explicó Ashling-. Hace varias noches que no pego ojo. Tú no tienes ese tipo de preocupaciones. -Para acabar de convencerla, agregó-: Y sobre todo, tú tienes a Dylan.

– Ah, no, amiga mía. El matrimonio no es tan bueno como lo pintan.

Ashling no daba su brazo a torcer.

– Eso lo dices porque es lo que hay que decir, ya lo sé. Es la norma, no creas que no me he dado cuenta. A las mujeres casadas no se les permite decir que están locamente enamoradas de sus maridos, a menos que estén recién casadas. En cuanto se reúnen varias mujeres casadas, empiezan a competir para ver quién pone más verde a su pareja. «El mío deja los calcetines sucios tirados en el suelo», «Pues el mío ni siquiera se da cuenta de que me he cortado el pelo». Creo que lo que pasa es que os avergonzáis de vuestra buena suerte.

Cuando salieron otra vez a la soleada calle, Ashling oyó una voz que le resultaba familiar:

– ¿Salman Rushdie, Jeffrey Archer o James Joyce?

Era Joy.

– ¿Qué haces levantada tan temprano?

– Todavía no me he acostado. Hola.

Joy miró a Clodagh con recelo. Clodagh y Joy no se caían bien. Joy creía que Clodagh era una niña mimada, y Clodagh estaba celosa por la estrecha relación que Joy tenía con Ashling.

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