– Oliver, te presento a Kathy, mi vecina. Este es Oliver, mi ma… migo.
– ¿Qué tal? -dijo Kathy, preguntándose qué sería un «mamigo».
Cuando Kathy se hubo marchado, Lisa y Oliver se sumieron en una torpeza teñida de jovialidad; pese a que estaban bien dispuestos el uno hacia el otro, no cabía duda de que era una situación muy extraña, sin un código de conducta claro. Oliver la felicitó por la casa, y ella le explicó con grandilocuencia sus proyectos decorativos, haciendo hincapié en la persiana de madera.
Finalmente ambos se tranquilizaron y empezaron a comportarse con normalidad.
– Tendríamos que empezar, nena -dijo Oliver, y sacó de su bolsa una cosa que por un instante Lisa creyó un regalo, pero que era un fichero de documentos: escrituras, cuentas bancarias, extractos de tarjetas de crédito, papeles de la hipoteca.
Oliver se puso unas gafas con montura plateada y, aunque tenía un aire deliciosamente profesional, todo el nerviosismo infantil de Lisa se desvaneció. ¿En qué estaba pensando? Aquello no era una cita, sino una reunión para hablar del divorcio.
De pronto se desmoralizó. Se sentó a la mesa de la cocina y se puso a separar su vida económica de la de Oliver, para que ambas pudieran seguir funcionando independientemente. Era un proceso tan delicado y complicado como el de separar a dos gemelos siameses.
Analizando cuentas bancarias que se remontaban a cinco años atrás, intentaron separar todos los pagos que cada uno había hecho relacionados con el piso. Entre depósitos, pólizas de seguros y honorarios de abogados, las dos líneas se confundían continuamente.
En un par de ocasiones la cosa se puso fea, como suele ocurrir con el dinero. Lisa estaba empeñada en que ella había pagado todos los honorarios del abogado, pero Oliver estaba convencido de que él también había aportado algo.
– Mira esto. -Rebuscó entre los papeles hasta dar con una factura del abogado-. Una factura de quinientas veinte libras y dieciséis peniques. Y mira -añadió señalando el extracto de su cuenta bancaria-: un talón de quinientas veinte libras y dieciséis peniques, extendido tres semanas más tarde. No me dirás que es una casualidad.
– ¡A ver! -Lisa examinó ambos documentos, y admitió que Oliver tenía razón-. Lo siento -dijo.
Sonó el timbre de la puerta y Francine entró tan campante.
– Hola, Lisa. Ay, hola -dijo al ver a Oliver, y la timidez eclipsó su desenfado. Volvió a mirar a Lisa-: Esta noche hay una reunión de chicas en mi casa. ¿Quieres venir? He invitado a Chloe, a Trudie y a Phoebe.
– Gracias, pero ya tengo planes.
– Vale. Oye, ¿no te sobra ningún artículo de maquillaje?
Lisa disimuló su enojo.
– Perdona, Oliver, solo será un momento. Acompáñame a mi cuarto, Francine.
– ¡Caray! -exclamó Oliver cuando Francine se marchó con una bolsa de plástico llena de mascarillas, esmaltes de uñas, exfoliantes y otros productos cosméticos.
– En realidad ha venido a echarte un vistazo -dijo Lisa con enojo. Siguieron examinando papeles y desenterrando recuerdos.
– ¿Qué demonios compramos en Aero que costó tanto dinero?
– Nuestra cama -contestó Oliver.
Hubo un silencio tenso, cargado de sentimientos.
– ¿Un talón a Discovery Travel? -preguntó Lisa al cabo de un rato.
– Chipre.
Aquella sola palabra hizo estallar una bomba de emociones dentro de Lisa. Una ternura desbordante, miembros entrelazados mientras el sol de la tarde dibujaba sombras por las sábanas: Lisa estaba profundamente enamorada, eran sus primeras vacaciones de casados y no podía imaginarse la vida sin Oliver.
Y ahora aparecía aquel talón, mientras preparaban el divorcio. Qué extraña era la vida.
Al cabo de un par de horas volvió a sonar el timbre de la puerta. Esta vez era Beck.
– ¿Quieres venir, Lisa? Estamos jugando a pelota.
– Estoy ocupada, Beck.
– Hola. -Beck intentó saludar a Oliver con desenvoltura, pero no pudo disimular que se sentía intimidado por su presencia-. ¿Y tú?
– Él también está ocupado. -Empezaba a cabrearse. Estaban tratando a Oliver como a un monstruo de feria.
– La verdad es que me vendría bien un descanso -dijo él dejando el bolígrafo y quitándose las gafas-. Estoy un poco harto. ¿Media hora? -Se desperezó, y ella admiró sus elegantes movimientos.
– ¿Vienes, Lisa?
– Bueno.
– Al principio jugaba un poco sucio -le confesó Beck a Oliver-, pero ahora ya no.
– ¿Lisa juega a fútbol con vosotros? -preguntó Oliver, incrédulo.
– Pues claro. -Ahora era Beck el sorprendido-. No lo hace mal. Para ser una chica.
– Veo que has cambiado mucho -dijo Oliver con asombro, casi en tono acusador.
– No, no he cambiado nada -repuso ella desapasionadamente.
La media hora que pasaron correteando detrás de la pelota por el callejón resultó provechosa. Cuando volvieron a sentarse a la mesa de la cocina, cubierta de papeles, ambos estaban jadeantes y eufóricos.
– ¡Ostras! -exclamó Oliver cuando vio lo que les esperaba-. Me había olvidado.
– Oye, dejémoslo por esta noche.
– No, nena. Todavía nos queda mucho trabajo.
Disimulando su abatimiento, Lisa llamó para encargar unas pizzas, y se pusieron a trabajar. No pararon hasta medianoche.
– ¿Sabes cuánto tiempo nos llevará todo esto? -preguntó ella.
– En cuanto lleguemos a un acuerdo respecto a las finanzas, lo presentamos ante el tribunal, y la sentencia provisional sale entre dos y tres meses más tarde. Seis semanas más tarde llega la sentencia definitiva.
– Ya. Muy deprisa. -A Lisa no se le ocurrió nada más que decir en ese momento.
La jornada la había dejado agotada, triste y afligida. Le dolía el cuello, le dolía el corazón, y ahora era hora de acostarse y no tenía ganas de follar.
Él tampoco. Estaban los dos demasiado tristes.
Oliver se desvistió maquinalmente, sin ganas, dejando la ropa tal como caía, y se metió en la cama junto a Lisa, como si hubiera dormido un millón de veces en aquella cama. Abrió los brazos y ella se le acercó, y adoptaron la posición que adoptaban siempre para dormir: la espalda de ella bien apretada contra el pecho de él, los pies de ella entre los muslos de él. Aquello era más íntimo, más tierno que el sexo. Ya a oscuras, Lisa lloró. Oliver la oyó, pero no se le ocurrió nada que pudiera consolarla.
Al día siguiente volvieron a tomar posiciones en la mesa de la cocina y trabajaron hasta las tres de la tarde, hora en que Oliver tuvo que marcharse. Lisa lo acompañó en taxi al aeropuerto, y cuando volvió a casa la encontró insoportablemente vacía. Estaba muy deprimida y tenía ganas de meterse en la cama, pero no se acostó porque no quería volver a apartarse de la realidad. La vida debía continuar.
59
El lunes por la mañana Monica acompañó a Ashling al trabajo. «¡Ánimo! ¡Tú puedes hacerlo!» Era como el primer día de colegio. Ashling traspuso las puertas del edificio y, una vez dentro, giró la cabeza; su madre, desde la calle, gesticuló: «¡Adelante!». Ashling fue hacia el ascensor de mala gana.
Cuando se sentó en su mesa todos la miraron de manera rara, y luego empezaron a tratarla con exagerada simpatía.
– ¿Te apetece una taza de té? -le preguntó Trix, solícita.
– No te pases, Trix -contestó Ashling, e intentó concentrarse en los papeles de su mesa. Al cabo de un momento levantó la cabeza y vio que Trix sacudía la cabeza y le decía, moviendo solo los labios, a la señora Morley: «No quiere té».
Poco después Jack irrumpió en la oficina con un montón de documentos bajo el brazo. Parecía estresado y malhumorado, pero al ver a Ashling aminoró el paso y se relajó un tanto.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó amablemente.
– Pues mira, he conseguido levantarme de la cama -respondió. Pero la rigidez de su semblante indicaba que tampoco estaba muy contenta-. Oye, el día que viniste a verme… Gracias por el sushi. Y perdona que estuviera un poco susceptible.