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Pero esta vez su larga y perfecta estocada se vio interrumpida a medio camino cuando Clodagh se puso en tensión, se incoporó y susurró:

– ¡Shhh! -Giró la cabeza hacia el techo y se quedó inmóvil-. Me ha parecido oír… No. -Volvió a relajarse-. Me lo he imaginado.

En el segundo intento, Marcus se la hincó del todo, pero no pudo evitar sentir que le habían privado de algo. Pegaron un polvo corto y furioso, y luego otro ligeramente menos frenético, con ella encima.

Empapada de sudor, Clodagh se tumbó sobre él y murmuró:

– Me haces tan feliz.

– Tú también. Pero ¿sabes qué me haría aún más feliz? Que subiéramos a la cama. Este sofá me está destrozando la espalda.

– No deberíamos. ¿Y si nos ven?

– Puedes cerrar el dormitorio con llave. Venga -insistió-. No creerás que ya tengo bastante por esta noche, ¿no?

– Sí, pero… Bueno, vale. Pero no puedes quedarte a pasar la noche, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

El doctor McDevitt se asustó cuando aquella mujer entró en su consulta exigiendo Prozac con amenazas.

– ¡No nos marcharemos sin la receta!

– Señora… -El médico consultó el historial-. Ah, Kennedy. Señora Kennedy, yo no puedo entregar recetas…

– Llámeme Monica, y no es para mí, sino para mi hija -dijo señalando a Ashling.

– Ah, Ashling. No te había visto. ¿Qué pasa? -Al doctor McDevitt le caía bien Ashling.

Ella vaciló pero, ayudada por los codazos que le daba su madre, finalmente dijo:

– Me siento fatal.

– Su novio la ha dejado y se ha ido con su mejor amiga -aclaró Monica al ver que su hija no iba a decir nada más.

El doctor suspiró. Así que la había plantado el novio. Bueno, la vida es así, ¿no? Pero ahora la gente pedía Prozac por cualquier cosa: porque habían perdido un pendiente o porque se habían arrodillado encima de una pieza de Lego.

– Pero no es solo eso -prosiguió Monica-. Mi hija ha tenido problemas familiares.

McDevitt no lo ponía en duda. ¿Una madre dominante, quizá?

– Sufrí depresión quince años. Me han hospitalizado varias veces…

– No es como para presumir -murmuró el doctor.

– … y Ashling se está comportando igual que yo. No se levanta de la cama, se niega a comer, está preocupada por los mendigos…

McDevitt se animó un poco. Aquello ya era otra cosa.

– A ver, cuéntame eso de los mendigos.

Monica le dio otro codazo a su hija y susurró: «¡Cuéntaselo!»; Ashling levantó la cabeza, mostrando un rostro pálido y tenso, y masculló:

– En mi calle hay un joven mendigo. Siempre me ha preocupado, pero ahora me entristece pensar en los demás mendigos, en todos.

Aquello bastó para convencer a McDevitt.

– ¿Por qué me siento así? -preguntó Ashling-. ¿Me estoy volviendo loca?

– No, nada de eso, pero la depresión es una bestia muy peculiar -disimuló el doctor. Dicho de otro modo, no tenía ni idea-. Sin embargo, a juzgar por el testimonio de tu madre, es posible que hayas heredado una tendencia a desarrollarla y que el trauma de perder a tu novio la haya desencadenado. -A continuación extendió una receta de la dosis más baja de Prozac-. Con la condición -dijo mientras anotaba algo en un bloc- de que también vayas a terapia.

El doctor McDevitt estaba a favor de la terapia. Si la gente quería ser feliz, lo mínimo que podía hacer era esforzarse un poco.

Al salir de la consulta, Ashling le preguntó a su madre:

– ¿Puedo irme ya a casa?

Para ir al médico habían cogido un taxi.

– Vamos andando hasta la farmacia, y luego yo te acompañaré a casa.

Desconsolada, Ashling dejó que su madre la cogiera del brazo. Continuamente se veía obligada a hacer cosas que no quería hacer, pero estaba demasiado abatida para oponerse. El problema era que Monica había hecho de la felicidad de Ashling su proyecto, encantada de tener una oportunidad de recompensarla por tantos años de abandono inevitable.

Era una tarde de principios de otoño y, mientras paseaban bajo un sol benigno, Ashling se apoyó en el brazo de su madre, grueso y blando a causa de varias capas de ropa.

Después de ir a la farmacia, dieron un paseo por Stephen's Green, donde Monica la obligó a sentarse en un banco y contemplar el lago y los pájaros que chapoteaban en el agua. Ashling preguntó cuándo podrían volver a casa.

– Pronto -le prometió Monica.

– ¿Pronto? Vale. -Siguió contemplando los pájaros-. Patos -comentó con tristeza.

– ¡Exacto! ¡Patos! -dijo su madre con tanto entusiasmo como si Ashling fuera una niña de dos años y medio-. Se preparan para volar hacia el sur, donde pasarán el invierno… Van en busca de un clima más cálido -añadió.

– Ya lo sé.

– Tienen que meter los biquinis y el bronceador en la maleta…

Silencio.

– Encargar los cheques de viaje… -prosiguió Monica.

Ashling seguía con la vista al frente.

– Pintarse las uñas de los pies -apuntó Monica-, comprarse gafas de sol y sombreros de paja…

Lo de las gafas de sol fue definitivo. La imagen de un pato con gafas de sol, con pinta de mafioso, resultó lo bastante cómica para arrancarle una tímida sonrisa a Ashling. Entonces Monica la autorizó a volver a casa.

El sábado por la mañana, cuando Liam recogió a Lisa con su taxi para llevarla al aeropuerto, no pudo ocultar su admiración.

– Dios mío, Lisa -exclamó-. ¡Estás preciosa!

– No es para menos, Liam. Llevo desde las siete arreglándome.

Lisa tenía que reconocer que lo había conseguido. Todo estaba perfecto: el pelo, la piel, las cejas, las uñas. Y la ropa. Y todo a base de chanchullos, por supuesto. El miércoles y el jueves había recibido por mensajero algunas de las prendas más exquisitas que había en el planeta; había elegido las más selectas y ahora las llevaba puestas.

Por el camino, Lisa le explicó al taxista la situación, y Liam se mostró indignado.

– ¡Divorciarse! -farfulló-. Tu marido debe de estar loco. Y ciego.

Para acercarse a la puerta, Liam aparcó en un sitio prohibido.

– Te espero aquí.

Lisa respiraba entrecortadamente antes incluso de entrar en la terminal. Aunque según el monitor el vuelo de Oliver había aterrizado, no había ni rastro de él, así que Lisa se quedó de pie en el lugar donde habían acordado encontrarse, sin apartar la vista de las puertas de cristal, y esperó. El corazón le latía muy deprisa y tenía la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Esperó un poco más. De vez en cuando salía un grupo de gente, pero Lisa seguía sin ver a Oliver. Al cabo de un rato, nerviosa, llamó a casa para comprobar que no le hubiera dejado un mensaje diciendo que salía con retraso, pero no, no había ningún mensaje.

Cuando empezaba a convencerse de que Oliver no iba a aparecer, finalmente lo vio avanzar con paso elegante hacia las puertas de cristal. Sintió un ligero mareo, y el suelo osciló bajo sus pies. Oliver iba vestido de negro. Chaqueta recta de piel negra, jersey de cuello alto negro y pantalones negros. Él la vio y sonrió. En otros tiempos solía bromear con que su sonrisa era el único objeto hecho por el hombre que podía verse desde el espacio.

Lisa corrió hacia él.

– Creía que no llegabas.

– Lo siento, nena -dijo él, y sus labios describieron una curva alrededor de sus inmaculados dientes-. Es que me han retenido en Inmigración. Soy el único pasajero de todo el avión al que han interrogado. -Se llevó una mano a los labios y dijo, fingiendo perplejidad-: Me pregunto por qué será.

– ¡Cerdos!

– Sí, mira, no sabes cómo me ha costado convencerles de que soy ciudadano británico. Y eso que llevo un pasaporte británico.

– ¿Te has enfadado? -preguntó Lisa.

– No, ya estoy acostumbrado. La última vez que vine aquí me pasó lo mismo. Oye, estás preciosa, nena.

– Tú también estás muy guapo.

Cuando Liam los dejó en casa, Kathy estaba terminando la limpieza. Intentó escabullirse discretamente, pero Lisa se lo impidió.

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