La vida siguió así durante dieciocho meses, hasta que las peleas y las riñas empezaron a minar aquella maravillosa amistad. Lo de tener que turnarse la taza de té, una vez pasada la novedad, se había convertido en un fastidio. Entonces el novio de Lisa, un ejecutivo de la revista, decidió arriesgarse y ofrecerle un empleo en Sweet Sixteen. Aunque no tenía títulos, pues ni siquiera había terminado los estudios elementales, Lisa era muy inteligente. Sabía lo que estaba de moda, lo que no tardaría en pasar de moda, a quién había que conocer, y siempre iba a la última. Segundos después de que algo novedoso apareciera en Vogue, Lisa ya lucía una versión a precio rebajado, y, lo que era más importante, lo llevaba con convicción. Muchas chicas llevaban faldas abombadas porque sabían que estaban de moda, pero casi ninguna lograba deshacerse del aire de confusión y vergüenza que las acompañaba. Lisa, en cambio, las llevaba con aplomo.
La revista para la que trabajaba entonces, como la de ahora, era una bazofia de bajo presupuesto, y era difícil encontrar un piso de alquiler que pudiera pagar. Pero la diferencia era que, entonces, tener un empleo miserable en una revista se consideraba fantástico (lo importante era tener trabajo en una revista, por muy cutre que fuera). Y buscar un sitio medio decente donde vivir suponía un gran paso adelante, después de haber vivido de okupa. Había que saborear aquellas circunstancias, que constituían una fuente de orgullo, no de bochorno. Aunque todavía estuviera en el fondo del pozo, era la que había tenido más éxito de los cinco okupas de Hackney.
¿Qué había sido de ellos? Charlie trabajaba en un salón de belleza de Bond Street y tenía un montón de dientas, todas ellas espantosamente ricas. Zandra volvía a llamarse Sandra, regresó a su pueblo natal, Hemel Hempstead, se casó y tuvo tres hijos con muy poca diferencia de edad. Kevin también se había casado: con Sandra, por cierto. Resultó que solo decía que era gay porque creía que quedaba bien. Geraint había muerto: en 1992 dio positivo de sida y tres años más tarde le fallaron los pulmones. Y Lisa… ¿cómo había acabado Lisa? Tantos años de duro trabajo para acabar así, donde había empezado. ¿Cómo había podido ocurrir?
Atrapada en la pesadilla del presente, Lisa se metió en la cama del hotel y fumó un cigarrillo tras otro, esperando a que el Rohypnol le proporcionara cuatro horas de misericordiosa inconsciencia. Pero no dejaban de asaltarla los mismos desagradables pensamientos. Estaba horrorizada por la enorme tarea a que se enfrentaba en Colleen, y odiaba estar allí. Pero no había forma de escapar. No podía volver a Londres. Aunque hubiera alguna plaza vacante de directora (y en aquel momento no la había), lo único que importaba de tu currículum era tu último empleo. Si quería que la contrataran en otro sitio, tenía que conseguir que Colleen tuviera el éxito asegurado. Estaba atrapada.
Cogió el envase de Rohypnol y de pronto el suicidio le pareció una idea maravillosamente tentadora. ¿Bastarían dieciséis pastillas para poner fin a su vida? Seguramente sí. Podía cerrar los ojos y olvidarse de todo. Podía desaparecer cubierta de gloria, mientras su nombre todavía era sinónimo de revistas de éxito y gran tirada. Podía conservar su reputación para toda la eternidad.
Ella siempre había sido una superviviente, y hasta entonces nunca se había planteado suicidarse. Y si lo hacía ahora era solo porque morir parecía la forma más apropiada de sobrevivir. Pero cuanto más lo pensaba, más reparos le encontraba a aquella solución: todo el mundo creería que se había derrumbado ante tanta presión y se regodearía con su fracaso.
Se le pusieron los pelos de punta al imaginarse a toda la gente del mundillo de las revistas de Gran Bretaña en su funeral, murmurando su banda sonora de «No lo aguantó. Pobrecilla, no aguantó el ritmo». Mirándose unos a otros con sus elegantes trajes negros (ni siquiera tendrían que cambiarse de ropa para asistir al funeral) y felicitándose por seguir en la brecha. ¡Aquella profesión no estaba hecha para débiles!
No aguantar el ritmo era el delito más grave en el mundo de las revistas. Era peor que aficionarse a las hamburguesas y acabar usando una talla 48, o afirmar que el pelo corto estaba de moda cuando todo el mundo apostaba por las melenas de rizos. La gente de las revistas, consciente del aguante que requería la profesión, recibía con alegría las noticias de que un colega se había «tomado unas largas y merecidas vacaciones» o «había decidido dedicarle más tiempo a su familia».
Lisa decidió que la única forma de salir de allí era un trágico accidente. Un trágico accidente con glamour, añadió. Nada de caer bajo las ruedas de un autobús irlandés; eso sería aún más bochornoso que suicidarse. Tenía que caerse de una lancha motora, como mínimo. O morir en medio de una bola de fuego naranja al estrellarse el helicóptero que la llevaba a visitar algún lugar apartado.
«… Creo que iba a Manoir aux Quatre Saisons.»
«Pues a mí me han dicho que iba al castillo de Balmoral. Por invitación personal de quien tú sabes.»
«Qué muerte tan espectacular. Una muerte fabulosa para una mujer fabulosa.»
«Creo que quedó calcinada, como un bistec demasiado hecho.» La venenosa voz de Lily Headly-Smythe, directora de Panache, interrumpió el ensueño de Lisa.
«… Corre el rumor de que Vivienne Westwood va a basar su próxima colección en el accidente, y que todas las modelos irán maquilladas como víctimas de un incendio.»
Lisa dejó volar de nuevo su fantasía y acabó quedándose dormida, consolada por los comentarios sobre su muerte aparecidos en las páginas de sociedad.
11
Seguían pasando los días. Lisa iba por aquella vida teñida de gris como una sonámbula. Eso sí, una sonámbula muy elegante y autoritaria.
El viernes paró de llover y salió el sol, lo cual causó un gran revuelo entre el personal: parecían niños el día de Navidad. A medida que iban llegando a la oficina, los empleados se sumaban al torrente de comentarios.
– ¡Hace un día precioso!
– ¡Qué suerte que haga este tiempo!
– ¡Una mañana fabulosa!
Solo porque ha parado esa condenada lluvia, pensó Lisa con desprecio.
– ¿Recuerdas el verano pasado? -le gritó Kelvin a Ashling desde la otra punta de la oficina, con unos ojos que destellaban de alegría detrás de sus gafas falsas de montura negra.
– Ya lo creo -respondió Ashling-. Cayó en miércoles, ¿verdad?
Todos rompieron a reír. Todos excepto Lisa.
A media mañana Mai entró andando con garbo en la oficina, miró alrededor con una pícara y dulce sonrisa en los labios y preguntó:
– ¿Está Jack?
Lisa se estremeció ligeramente. Evidentemente, aquella era la novia de Jack. Menuda sorpresa. Lisa se había imaginado a una irlandesa pálida y pecosa, no a aquella mujer exótica de piel morena.
Ashling, que estaba de pie junto a la fotocopiadora, copiando varios millones de comunicados de prensa para distribuirlos entre todos los diseñadores de ropa y fabricantes de cosméticos del universo, también se fijó en ella. Era la chica que le había mordido el dedo a Jack, aunque ahora daba la impresión de que no había roto un plato en su vida.
– ¿Estás citada con él? -dijo la señora Morley al tiempo que desplegaba todo su metro cincuenta de estatura y exhibía sus enormes e intimidantes pechos.
– Dígale que es Mai.
Tras una larga, severa y desafiante mirada, la señora Morley salió lentamente de detrás de su mesa. Mientras esperaba, Mai se puso a girar un delgado dedo en el aire: era la viva imagen de un sueño erótico. Al cabo de un rato volvió la señora Morley.
– Puede pasar -dijo sin disimular su desilusión.
Mai cruzó la oficina envuelta en un denso silencio, y en cuanto la puerta del despacho de Jack se cerró detrás de ella hubo un suspiro colectivo y todo el mundo se puso a hacer comentarios.