– De acuerdo -dijo Lisa sin ánimo, y colgó el auricular-. Gracias por la lección de economía.
Siguiendo los consejos de Ashling, compró el periódico de la tarde, revisó las columnas de alquileres de apartamentos y casas unifamiliares del elegante Dublín 4 y concertó varias citas para visitar unos cuantos alojamientos después del trabajo. Luego pidió un taxi a cuenta de Randolph Media para que la llevara a verlos.
– Lo siento, señora -dijo el empleado-. No me suena su nombre.
– No se preocupe -repuso Lisa suavemente-. Ya le sonará. -Hacía años que no utilizaba el transporte público ni pagaba un taxi de su bolsillo. Y no tenía intención de empezar ahora.
El primer inmueble era un dúplex situado en Ballsbridge. A juzgar por el anuncio, parecía perfecto: el precio adecuado, el código postal adecuado, las instalaciones adecuadas. La zona, desde luego, parecía muy agradable, con muchos restaurantes y cafeterías; la tranquila calle bordeada de árboles era bonita, y las casitas muy monas. Mientras el taxi avanzaba lentamente buscando el número 48, Lisa empezó a animarse por primera vez desde que había visto a Jack. Ya se imaginaba viviendo allí.
Y entonces la vio. Solo había una casa en aquella calle que parecía habitada por okupas: las cortinas de las ventanas estaban raídas, la hierba sin cortar, y en el camino del jardín había un coche oxidado montado sobre cuatro ladrillos. Empezó a contar los números de las casas desde donde estaba ahora, preguntándose cuál sería la número 48. Vio las 42, 44, 46 y… claro, la número 48 era la casa a la que solo le faltaba un letrero con la orden de demolición.
– Mierda -suspiró.
Ya no se acordaba. Hacía tanto tiempo que no tenía que buscar un sitio donde vivir que había olvidado lo ardua que resultaba esa tarea. Se enfrentaba a una serie de decepciones, cada una más aplastante que la anterior.
– Siga, por favor -le dijo al taxista.
– Sí, señora -respondió el taxista-. ¿Adónde vamos ahora?
El segundo inmueble estaba un poco mejor. Hasta que un ratoncito marrón cruzó corriendo el suelo de la cocina y desapareció, sacudiendo su asquerosa cola, debajo de la nevera. A Lisa se le pusieron los pelos de punta por el asco.
El tercer inmueble estaba descrito en el anuncio como «monísimo», cuando la expresión correcta habría sido «increíblemente diminuto». Era un estudio de una sola habitación, con el lavabo en un armario y sin cocina.
– Vamos a ver, ¿para qué quiere la cocina? Las mujeres de hoy en día no tienen tiempo para cocinar -razonó el casero, un tipo con aspecto de foca-. Están demasiado ocupadas dirigiendo el mundo.
– Vas bien, capullo -murmuró Lisa.
Volvió al taxi, desanimada, y por el camino de regreso a Harcourt Street no tuvo más remedio que hablar con el taxista, que a aquellas alturas ya había decidido que eran buenos amigos.
– … y el mayor es un artista con las manos. Es un buenazo, el pobre. No sabe decir que no. Se pasa la vida cambiando bombillas, montando mesas, cortando el césped… Todas las vecinas de la calle lo adoran.
Lisa era consciente de que el taxista la estaba poniendo histérica, pero cuando se bajó del taxi se dio cuenta de que lo echaba de menos. Además, ya no se enteraría de qué había pasado cuando amenazó a aquel grupo de chicas que se metían con su hija de catorce años.
De nuevo en su sombría habitación, su alma gritaba de tristeza. El cansancio y el hecho de no tener nada para comer aún le hacían sentirse peor. Experimentó una especie de déjá vu y se acordó de cuando tenía dieciocho años y trabajaba en una revista miserable y no había forma de alquilar un sitio decente donde vivir. Por lo visto, en el juego de mesa de la vida, había caído en la casilla de la serpiente y esta la había devuelto al principio. Solo que entonces todo parecía mucho más divertido.
Se moría de ganas por huir de los estrechos y humildes confines de su casa. Desde los trece años hacía novillos y se iba a Londres a robar en las tiendas. Cuando volvía a casa con perfiladores de ojos, pendientes, pañuelos y bolsos su madre la miraba con desconfianza, pero no se atrevía a preguntarle nada.
A los dieciséis años, una vez solucionado el asunto de suspender los exámenes, se marchó de casa y se instaló definitivamente en Londres. Ella y su amiga Sandra (que inmediatamente se cambió el nombre por el de Zandra) se juntaron con tres chicos gays, Charlie, Geraint y Kevin, y se instalaron como okupas en un bloque de apartamentos de Hackney. Allí inició una vida de desenfreno y diversión. Tomaba speed, iba al Astoria los lunes por la noche, al Heaven los miércoles por la noche, a The Clink los jueves por la noche. Falsificaba los pases de autobús caducados, volvía a casa en el autobús nocturno, escuchaba a los Cocteau Twins y a Art of Noise, y conocía a gente de todos los rincones del país.
La ropa era uno de los elementos fundamentales de su vida; ante todo había que ir bien vestido. Aconsejada por los chicos, que estaban enteradísimos de la moda, Lisa pronto aprendió a ponerse guapa.
En el mercado de Camden, Geraint le hizo comprarse un vestido rojo elástico y ceñido, con un corte en el muslo, que Lisa llevaba con unas medias rojas y blancas a rayas, como los caramelos. Su bolso era una maletita blanca dura con una cruz roja pintada. Para completar el disfraz, Kevin se empeñó en robarle unas Palladium en Joseph (unas zapatillas de lona con suela de neumático de camión). Se las consiguió justo a tiempo, porque al día siguiente lo despidieron. En la cabeza Lisa llevaba un sombrero de punto estilo pirata cubierto de imperdibles (una imitación casera de un modelo de John Galliano, confeccionado por Kevin, que aspiraba a ser diseñador de moda). Charlie se encargaba de su pelo. Los postizos estaban de moda, así que le tiñó el pelo a Lisa de rubio platino y le añadió una trenza rubia que le llegaba hasta la cintura. Una noche, en el Taboo, la revista I-D le hizo una fotografía. (Aunque compraron religiosamente la revista durante seis meses, la fotografía nunca apareció. Pero se la habían hecho.)
En el apartamento apenas había muebles, de modo que el día que encontraron una butaca en un contenedor hubo un gran alboroto. La llevaron a casa entre los cinco, la mar de contentos, y luego se turnaron para sentarse en ella. Asimismo se turnaban para utilizar las tazas de té, porque solo tenían dos. Pero a nadie se le ocurrió nunca comprar alguna más: eso habría sido un tremendo despilfarro. El poco dinero que tenían lo reservaban para comprar ropa, entrar en los clubes (si no había forma de evitarlo) y pagar copas.
Al final todos consiguieron empleo: Charlie en una peluquería, Zandra en un restaurante, Kevin en el taller de Comme des Garcons, Geraint en la puerta de un club gay, y Lisa en una tienda de ropa, donde robaba más prendas de las que vendía. Organizaron un sistema de trueques fabuloso. Charlie peinaba a Lisa, Lisa robaba una camisa para Geraint, Geraint les dejaba entrar gratis en Taboo, Zandra les servía tequila sunrises gratis en el restaurante donde trabajaba. (En el restaurante funcionaba otro pequeño sistema de trueques: el barman hacía la vista gorda con las invitaciones de Zandra a cambio de pequeños favores sexuales.) El único que no entraba en el juego era Kevin, porque la tienda donde trabajaba era tan cara y tan minimalista que si robaba una sola prenda, todo el stock disminuía en un veinticinco por ciento. Pero él añadía prestigio general al grupo en aquellos desenfrenados años ochenta en que dominaba el culto a la etiqueta.
Nadie gastaba dinero en comida; eso también se consideraba un despilfarro, como comprar tazas de té o muebles. Cuando tenían hambre bajaban al restaurante donde trabajaba Zandra y pedían que les sirvieran. O iban a robar al Safeway del barrio. Paseaban por los pasillos, comiendo lo que les apetecía allí mismo, y luego escondían los envoltorios o las pieles de plátano en el fondo de los estantes. A veces Lisa se empeñaba en llevarse algo, pero solo por el placer de robar.