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– No te preocupes por mí, de todos modos voy a pasar unos días fuera.

– ¿Te vas de vacaciones?

– Me voy sola unos días, la semana que viene. A un balneario de Wicklow… porque estoy muy estresada y agotada -concluyó Clodagh con un tono defensivo.

De pronto Ashling recordó la preocupación de Dylan por su esposa y la conversación que había mantenido con él a principios del verano. Y la invadió una sensación sumamente desagradable. Un presentimiento de desastre. Clodagh tenía algún problema y estaba a punto de tener una crisis.

El miedo y la culpabilidad se apoderaron de Ashling.

– Clodagh, a ti te pasa algo, ¿verdad? Siento mucho no haberte hecho caso últimamente. Déjame ayudarte, por favor. De estas cosas lo mejor es hablar.

Clodagh rompió a llorar, y entonces Ashling sintió verdadero miedo. Pasaba algo, sin ninguna duda.

– Cuéntamelo -la animó.

Pero Clodagh siguió sollozando y dijo:

– No, no puedo. Soy asquerosa.

– No lo eres. Eres fantástica.

– Tú no sabes nada, no tienes idea de lo mala que soy, y tú eres tan buena… -Lloraba tanto que ya no se entendía lo que decía.

– Voy para allá -dijo Ashling, decidida.

– ¡No! ¡No, por favor, no lo hagas! -Sollozó un poco más; luego se sorbió la nariz y declaró-: Ya se me ha pasado. Ya me encuentro mejor, de verdad.

– Sé perfectamente que no. -Sintió cómo Clodagh se le escapaba.

– De verdad, te digo que estoy mucho mejor -lo dijo casi con firmeza.

En cuanto colgó, Ashling se echó a temblar. Ted. Maldito Ted. Tenía una corazonada… Marcó el número de teléfono de Ted y, sin más preámbulos, le acusó:

– Últimamente no te veo el pelo.

– Y ¿yo tengo la culpa de eso? -Parecía dolido. ¿O acaso era una táctica defensiva?

– Perdona, Ted. Es el estrés del trabajo. ¿Por qué no salimos a divertirnos un poco?

– ¡Estupendo! ¿Esta noche?

– No, mejor la semana que viene.

– Ah, no. La semana que viene no puedo.

– ¿Por qué no?

No lo digas, por favor, no lo digas…

– Me marcho unos días.

Dios mío. Se le cortó la respiración, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.

– ¿Con quién? -preguntó.

– Con nadie. Voy a actuar en el festival de Edimburgo.

– Ah, ¿sí? No me digas.

– Pues sí. -La hostilidad hacía chisporrotear las líneas telefónicas.

– Muy bien, Ted, te deseo mucha suerte en tu viaje a Edimburgo con nadie -dijo Ashling con sarcasmo, y colgó.

Ya le pediría a Marcus que estuviera atento y que la avisara si veía a Ted y Clodagh, o mejor dicho, si no veía para nada a Ted.

51

Tras varios días de histerismo colectivo y varias noches de insomnio, llegó el 31 de agosto, el día de la presentación de Colleen. Y llegó demasiado pronto.

A Ashling la despertó aquel dolor tan conocido, un pinchazo intermitente en el oído. Debió imaginárselo. Su oído, que parecía de la sección de ofertas, no le fallaba nunca en los momentos más inoportunos: el primer examen de la prueba de selectividad, el primer día en un nuevo empleo… Si hoy no hubiera aparecido («El día más importante de tu vida profesional», según Lisa), Ashling casi se habría mosqueado.

Aunque el mosqueo habría sido más llevadero que aquel dolor. Ashling se tomó cuatro tabletas de paracetamol y se metió una bolita de algodón en el oído. Aquello lo complicaba todo: ahora no podía lavarse ella sola el cabello por si le entraba agua en el oído, tendría que ir al médico antes de ir a trabajar, y tendría que ir a la peluquería a la hora de comer, cuando ella tenía pensado dedicar ese tiempo a otras cosas.

Tuvo que suplicarle a la secretaria del doctor McDevitt que le diera hora temprano, y después tuvo que implorarle al médico que le recetara un analgésico eficaz.

– Los antibióticos tardan un par de días en hacer efecto -alegó-. Y el dolor no me deja pensar.

– Es que no tendrías que pensar en nada -la reprendió él-. Deberías estar en casa, en la cama.

¡En la cama! En cuanto recogió los medicamentos, se fue a toda velocidad a un preestreno, donde las personas con que habló no se fijaron más que en su grasiento cabello. La película duró tres interminables horas, durante las cuales Ashling no paró de removerse en el asiento, pensando en la cantidad de trabajo que podría estar haciendo en la oficina. ¡Y pensar que antes creía que aquellas cosas podían resultar interesantes!

En cuanto empezaron a aparecer los créditos, Ashling se hizo con el comunicado de prensa y salió a toda pastilla del cine. En diez minutos, batiendo todos los récords, llegó a las oficinas de Colleen, casi desiertas, y las encontró llenas de sandalias de fiesta y vestidos colgados de las puertas y los archivadores. El teléfono de Lisa estaba sonando, pero cuando cogió el auricular ya habían colgado. Corrió a su teléfono, pero ninguna peluquería pudo darle hora, ni siquiera las que estaban en deuda con Colleen.

En la primera le dijeron: «¿Una emergencia? No, si ya sabemos lo de esta noche. Lisa está aquí».

De modo que con esa no podía contar. Lisa debía de estar agotando el cupo de servicios gratuitos. Llamó a las otras peluquerías y se enteró de que Mercedes, Trix, Dervla y hasta la señora Morley y Shauna el Honey Monster habían utilizado el nombre de Colleen para conseguir que les dieran hora.

«¿Cómo he podido ser tan idiota?»

Pero no tenía tiempo para lamentos ni reproches: empezaba a entrarle pánico. Con aquel pelo no podía ir a ningún sitio. Tendría que lavárselo allí mismo. Afortunadamente, la oficina estaba llena de productos para el cuidado del cabello (hasta había algo tan elemental como champú). Sin embargo, necesitaba ayuda, y en la oficina solo quedaba Bernard, engalanado con su mejor chaleco de rombos con motivo de la fiesta.

– Bernard, ¿quieres hacerme un favor enorme? Ayúdame a lavarme el pelo.

Bernard la miró, horrorizado.

– Tengo una infección de oído -explicó Ashling con paciencia-. Necesito ayuda para que no me entre agua.

Bernard no sabía dónde meterse de la vergüenza.

– Pídele a alguna de las chicas que te ayude.

– Bernard, por si no te habías dado cuenta, no hay nadie. Y dentro de menos de una hora tengo que entrevistar a Niamh Cusack. Tengo que hacerlo ahora.

– ¿Y cuando vuelvas de la entrevista?

– Tengo que ir directamente al hotel a ayudar a prepararlo todo. ¡Por favor, Bernard!

– No -dijo él-. No puedo. No me parece correcto.

¡Por Dios! ¿Por qué todo le salía mal? Pero ¿qué esperaba? Bernard tenía cuarenta y cinco años y todavía vivía con su madre.

– Además tengo que ir al sindicato -mintió. Y salió disparado.

Ashling se sentó a su mesa, dispuesta a desahogarse llorando. Le dolía el oído, estaba agotada, tendría que ir a la fiesta con el pelo así de guarro, y todos los demás estarían guapísimos. Se tapó la oreja con la mano y dejó que unas lágrimas de sondeo resbalaran por sus mejillas.

– ¿Qué pasa?

Ashling pegó un respingo. Era Jack Devine, que la miraba con preocupación.

– Nada -murmuró ella.

– ¿Qué pasa?

– La fiesta es esta noche -recitó ella, resentida-. Llevo el pelo sucio, en la peluquería no me dan hora por nada del mundo, no puedo lavármelo yo sola porque tengo una infección de oído y aquí no hay nadie que quiera ayudarme.

– ¿Quién es nadie? ¿Bernard? ¿Por eso se ha ido corriendo? Ha estado a punto de derribarme cuando salía del ascensor.

– Ha ido al sindicato.

– ¿Al sindicato? Mentira. Al sindicato solo va los viernes. Ostras, debes de haberlo asustado de verdad.

Jack soltó una carcajada, mientras Ashling lo miraba hoscamente. Entonces Jack dejó el montón de documentos que llevaba en las manos y dijo:

– ¡Venga, manos a la obra!

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos al cuarto de baño. Yo te lavaré el pelo.

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