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– ¿Pero? -preguntó Lisa, cortante.

– Pero la vida es algo más que ser siempre el mejor.

Lisa soltó una carcajada desdeñosa.

– Te equivocas.

– Además, tú eres la mejor. Eres joven, tienes éxito en el trabajo… ¿No te basta con eso?

– Ese es el problema del éxito -farfulló Lisa-. Tienes que mejorarte constantemente.

¿Cómo podía explicarle que cuanto más conseguía, más necesitaba? Cada golpe maestro la dejaba vacía, y la obligaba a buscar el siguiente con la esperanza de que entonces quizá tendría la sensación de haber alcanzado su meta. La satisfacción era fugaz y escurridiza, y el éxito era como una droga: siempre necesitaba más.

– ¿Por qué le das tanta importancia? -preguntó Oliver, desesperado-. No es más que un trabajo.

Lisa se estremeció. Oliver no lo entendía.

– No es cierto. El trabajo… lo es todo.

– Cuando te quedes embarazada lo verás de otra manera.

Lisa sintió un sudor frío. No iba a quedarse embarazada. Tenía que decírselo. Pero ya lo había intentado antes y Oliver le había contestado con evasivas.

– Vamos a algún sitio este fin de semana -propuso Oliver con una alegría que no sentía-. Tú y yo solos, como en los viejos tiempos.

– El sábado tengo que ir al despacho un par de horas. Tengo que revisar la maquetación antes de que pase a imprenta…

– Ally puede encargarse de eso.

– ¡Ni hablar! Ally es capaz de estropearla a propósito para ponerme en evidencia.

– ¿Lo ves? -dijo él-. Estás obsesionada. Ya nunca te veo, salvo en las fiestas del trabajo… Y ya no me divierto contigo.

A continuación hubo una larga y amarga adición de chascos y decepciones, una extensa letanía de rencores y culpas, de alejamiento y aislamiento mutuo. Dos personas que se habían fundido se fueron separando gradualmente, hasta quedar claramente definidas.

Tarde o temprano tenía que pasar algo, y pasó.

El día de Año Nuevo Oliver encontró una caja de píldoras en el bolso de Lisa. Tras una larga y violenta discusión, ambos se quedaron callados. Oliver hizo sus maletas (y una de Lisa) y se marchó.

44

– ¿A quién le toca ir a buscar hoy la comida? -preguntó Lisa.

– A mí -contestó Trix rápidamente.

A Trix le encantaba ir a buscar la comida, no porque quisiera serle útil a sus colegas, sino porque de ese modo la hora de la comida se convertía en dos horas. Tardaba cuatro minutos en llegar a la tienda de bocadillos, y otros seis en encargarlos, pagarlos y recogerlos. Lo cual le dejaba cuarenta y cinco minutos para pasearse por las tiendas de Temple Bar antes de volver a la oficina echando pestes de la larga cola de indecisos que había en la tienda, de los gilipollas de los empleados que no sabían distinguir entre el pollo y el aguacate, del individuo que había sufrido un infarto y al que Trix había tenido que aflojar la corbata y hacer compañía mientras esperaban la ambulancia…

Pese a que todos estaban desbordados de trabajo, pues solo faltaba un mes para la aparición del primer número de Colleen, aguardaban con interés las excusas de Trix, cada vez más extravagantes.

A continuación, Trix se sentaba y pasaba quince minutos comiéndose el bocadillo, antes de mirar el reloj y anunciar: «La una y cincuenta y siete. Me voy a comer. Nos vemos a las dos cincuenta y siete».

– Hoy me gustaría comer algo diferente -le dijo Lisa a Trix.

– Ah, un Burger King -dijo Trix sin dudarlo.

– No.

– ¿No?

– Hay otras cosas además de los bocadillos y las hamburguesas.

Trix se quedó mirándola, perpleja.

– ¿Qué quieres? ¿Fruta? -Arrugó la frente, exageradamente maquillada, componiendo un gesto de confusión. Sabía que a veces Lisa comía manzanas, uva y esas cosas. Trix jamás comía fruta. Se enorgullecía mucho de ello.

– No. Me apetece sushi.

Aquella sugerencia le produjo a Trix tanto asco que por un momento se quedó sin habla.

– ¿Sushi? -logró decir al fin, horrorizada-. ¿Pescado crudo?

Aquel fin de semana, Lisa había leído que en Dublín se había inaugurado un restaurante japonés, y quería probarlo con la esperanza de que aquella novedad la ayudara a superar la depresión causada por su encuentro con Oliver. Aunque también pensó que el espectáculo cómico del sábado por la noche la ayudaría a mejorar su estado de ánimo, y no lo había mejorado pese a que Jack había ido también y había pasado gran parte de la velada hablando con ella (el resto lo pasó hablando con aquella pelmaza, de Clodagh).

– Creía que te gustaba el pescado -comentó Lisa.

– ¿Cuántas veces tendré que deciros que cuando voy en la furgoneta no hay ni un solo pescado?

– Mira, te he dibujado un plano -dijo Lisa-. Solo tienes que pedir una caja bento.

– ¿Una caja bento? ¿Me tomas el pelo, o qué? -refunfuñó Trix, que no quería hacer el ridículo.

– No, así es como preparan el sushi para llevar. Los del restaurante ya lo entenderán.

– Una caja bento -repitió Trix con desconfianza.

– ¿Quién ha pedido una caja bento? -preguntó Jack, que en ese momento había aparecido en la oficina.

– Lisa -dijo Trix quejumbrosamente, al tiempo que Lisa decía:

– Yo.

Entonces Trix acusó delante de todos a Lisa, diciendo que la obligaba a comprar y transportar pescado crudo, y que de solo pensarlo le daban ganas de vomitar.

– Si quieres puede ir otro a buscar la comida -propuso Jack con gentileza.

– No; da lo mismo -se apresuró a decir Trix, malhumorada.

Y entonces, para sorpresa de todos, Jack dijo:

– Toma, trae otra para mí.

Lisa, boquiabierta, vio cómo Jack buscaba el dinero en el bolsillo de su pantalón, con el hombro pegado a la barbilla. Lisa habría jurado que él era de esos hombres que solo comen carne y verdura, de esos que dicen: «Si no puedo pronunciarlo, no me lo como». Pero Jack había vivido en Estados Unidos, así que…

Jack se sacó un ticket de aparcamiento del bolsillo y lo miró con tristeza.

– Esto no sirve.

Inició de nuevo la búsqueda, y esta vez encontró un billete de cinco libras que había visto tiempos mejores, y se lo dio a Trix.

– No sé si lo aceptarán -protestó esta-. ¿Qué le has hecho? Parece que venga de alguna guerra.

– Debe de ser el que metí en la lavadora -explicó Jack-. Me lo dejé en el bolsillo de una camisa.

Trix estaba indignada. ¿Cómo podía alguien dejarse un billete de cinco libras en el bolsillo de la camisa? Ella sabía exactamente cuánto dinero llevaba en todo momento, hasta el último penique. El dinero era demasiado valioso como para írselo dejando por ahí.

Jack volvió a su despacho, y entonces llegó Kelvin. Venía de una reunión de prensa.

– ¿Sabéis qué? -dijo jadeando.

– ¿Qué?

– Jack y Mai han roto.

– Menuda novedad, Sherlock -dijo Trix con mordacidad.

– No, no. Esta vez va en serio. No se trata de una ruptura tipo ¿Quién teme a Virginia Wolf? Han roto de verdad. Hace más de una semana que no se ven, y se han acabado las peleas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Pues… es que este fin de semana…, coincidí con Mai en el Globe. Creedme -insistió mirando a sus colegas-, lo han dejado.

– ¿De qué vas? -se burló Trix-. ¿Pretendes impresionarnos haciéndonos creer que te has acostado con ella? Me das pena, tío.

– No, yo no… Bueno, de acuerdo. Me has pillado. Pero os digo que han cortado.

– ¿Por qué? -preguntó Ashling.

Kelvin se encogió de hombros y dijo:

– Tenía que pasar.

A Lisa le impresionó la transformación que aquella noticia produjo en ella. De pronto la situación ya no parecía tan desesperada. Jack estaba disponible, y ella sabía que tenía posibilidades. Jack siempre la había encontrado atractiva, pero algo había cambiado aquel día de la semana anterior en que Lisa lloró en el despacho de él. La vulnerabilidad de ella y la ternura de él los habían acercado el uno al otro.

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