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Entonces solo podía sacar una conclusión. Una sola e inevitable conclusión: le iba a dar un ataque.

53

Ashling se despertó como si durante la noche la hubiera arrollado un camión. Tenía punzadas en el oído, le dolían los huesos y sentía una fatiga mental, pero nada de eso le importaba. La noche pasada había sido estupenda. La fiesta había sido un éxito total, y además se lo había pasado en grande.

Por un momento no supo si estaba sola en la cama o no. Entonces recordó que en algún momento de la noche había perdido a Marcus y había vuelto sola a casa. No pasaba nada. Ahora que la revista estaba en la calle, la vida podía recuperar la normalidad.

Se arrastró, dolorida, hasta el sofá y se puso a fumar y ver la televisión. Tenía el cerebro hecho polvo. Iba a llegar tardísimo al trabajo, pero no le importaba. Se daba por hecho que aquel día todo el mundo podía presentarse en la oficina a la hora que le diera la gana. Al cabo de un rato se lavó y se vistió, y cuando salió a la calle ya eran las once. Llovía. El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y había una luz gris verdosa. A unos metros del portal estaba Boo, sentado en la acera mojada. Estaba acurrucado, con el cabello pegado al cráneo, y la lluvia le resbalaba por la cara. Pero cuando Ashling se le acercó se dio cuenta, con gran conmoción, de que no era la lluvia lo que le mojaba la cara. Boo estaba llorando.

– ¿Qué tienes, Boo? ¿Te ha pasado algo?

Ella miró y abrió mucho la boca, como si gritara en silencio.

– Mírame. -Se protegió los ojos con una mano mientras se señalaba el cuerpo con la otra: la ropa sucia y empapada, nada con que taparse la cabeza-. Es tan degradante -añadió estremeciéndose.

Ashling se quedó perpleja, porque en realidad Boo era un chico muy alegre.

– Tengo hambre, tengo frío, estoy empapado, sucio, aburrido, solo y… ¡asustado! -Tenía el rostro contraído y sollozaba-. Estoy harto de que me fastidie la policía, estoy harto de emborracharme con otros mendigos, estoy harto de que me traten como a un desgraciado. No me dejan entrar en la cafetería de enfrente a tomarme una taza de té. Ni siquiera me dejan comprar algo para llevar.

Ashling nunca había pensado que a Boo le gustara ser mendigo, pero no se había dado cuenta de que aborreciera tanto su condición.

– Todo el mundo me insulta. Me dicen que soy un vago, que debería buscar empleo. Qué más quisiera yo que tener un empleo. Odio pedir limosna. Es humillante.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Ashling-. ¿Algo te ha hecho estallar?

– No -contestó él-. Es que tengo un mal día.

Mientras Ashling se preguntaba qué podía hacer, la lluvia resbalaba por su paraguas y le caían unas frías y pesadas gotas en la espalda de la chaqueta. De pronto sintió una gran frustración. Boo no era responsabilidad suya. Ella pagaba sus impuestos; el gobierno debería ocuparse de la gente como él. ¿Y si le dejaba refugiarse en la portería de su edificio? No, no podía hacerlo: ya lo había hecho aquel verano durante una fuerte tormenta, y los vecinos habían puesto el grito en el cielo. ¿Qué podía hacer? ¿Ofrecerle su piso? Pues sí, claro; pero, pese al cariño que le tenía, vaciló. Aquel pobre chico estaba tan desvalido…

Al final cedió:

– Sube a mi casa. Date una ducha y come algo. Y puedes meter la ropa en la lavadora.

Ashling confiaba en que Boo rechazaría su ofrecimiento y que ella podría seguir su camino con la conciencia tranquila; pero él la miró con gesto de tristeza y gratitud.

– Gracias -balbució, y rompió a llorar otra vez-. No te preocupes, no me acostumbraré -prometió mientras Ashling lo acompañaba por la escalera.

En cuanto ella vio cómo contrastaba Boo con su pulcro apartamento, se dio cuenta de lo guarro que iba. Los vaqueros que llevaba no habían visto una lavadora en años, y tenía la cara y las manos sucísimas.

– Huelo mal -admitió avergonzado-. Lo siento.

Ashling notó que algo estallaba en su pecho. Rabia, pena.

– Toallas. -Con las mandíbulas apretadas, le entregó unas suaves toallas-. Champú, un cepillo de dientes nuevo. Ahí dentro está la lavadora. Aquí tienes la tetera, té, café. Si encuentras algo comestible en la nevera, puedes comértelo. -Le dio un billete de diez libras-. Tengo que ir a la oficina, Boo. Ya nos veremos luego.

– Nunca olvidaré lo que haces por mí.

Ashling cerró la puerta y lo dejó plantado en el pasillo, con las piernas torcidas, como Charlie Chaplin, y con las suaves toallas en las manos, blancas y mullidas.

Cuando Ashling llegó a la oficina, Jack Devine le dijo «Tienes visita», y señaló al hombre que estaba sentado a su mesa, completamente grogui.

En cuanto vio a Dylan, Ashling comprendió que había pasado algo grave. Algo verdaderamente espantoso. Tenía el rostro tan alterado por la conmoción que ella casi no lo reconoció, y eso que hacía once años que lo conocía. Estaba como apagado: tenía la piel, el cabello sin vida. La miró a los ojos, pasmado y dolido, y anunció en voz alta, de modo que todos pudieron oírle:

– Clodagh tiene un amante.

De pronto Ashling lo entendió todo. Un pensamiento se coló en su conciencia: qué cosas tan espantosas hace la gente a las personas que quieren.

Se sentía moralmente obligada a cumplir con las formalidades. De ningún modo podía decirle a Dylan: «Yo ya sospechaba algo». Tenía que fingir que cabía la posibilidad de que él se equivocara, así que le preguntó:

– ¿Qué te ha hecho pensarlo?

– Los he pillado in fraganti.

– ¿Cuándo? ¿Dónde?

– Esta mañana, a las diez. He ido a casa porque últimamente Clodagh me tenía preocupado -expuso.

Más bien porque sospechaba de ella, pero en fin. Era comprensible.

– Y los he sorprendido en la cama -prosiguió Dylan con voz de soprano, y por segunda vez en la misma mañana, Ashling vio llorar como a un niño a un hombre maduro-. Y sé quién es -admitió Dylan-. Tú también lo conoces.

Ashling estaba indignada. Sabía de quién le estaba hablando Dylan.

– Es ese humorista desgraciado.

«Ya lo sé», pensó.

– Ese amigo tuyo.

«¡Ted!»

– El hijo puta de Marcus -dijo Dylan entre sollozos-. Como coño se llame. Valentina, o qué sé yo. Eso, Marcus Valentina.

– Querrás decir Ted, mi amigo Ted. Bajito y moreno.

– No, no me refiero a ese. Me refiero al otro, al larguirucho. Marcus Valentina.

De pronto, la pesadilla de Ashling tomó otra dirección.

– Marcus no es mi amigo -dijo su voz desde la distancia-. Es mi novio.

Las pocas personas que había en ese momento en la oficina (Jack, la señora Morley, Bernard) se quedaron paralizados. Solo se oían los sollozos de Dylan.

– No creo que te sorprenda demasiado -prosiguió él-. No es la primera vez que Clodagh te roba a tu novio. La miró fijamente y afirmó-: Debí casarme contigo, Ashling… Tengo que irme. -Se levantó y cogió una bolsa.

– ¿Qué es eso? -balbució Ashling.

– Ropa y otras cosas.

– ¿La has dejado?

– Pues claro que la he dejado. ¿Qué coño quieres que haga?

– Pero ¿adónde vas a ir?

– A casa de mi madre, de momento.

Ashling lo vio marchar. Estaba como atontada.

De pronto notó un gran peso sobre sus hombros. Un brazo. De Jack Devine.

– Ven un momento a mi despacho.

Lisa se despertó aquejada del anticlímax que sucede a toda intensa emoción. El polvo de estrellas de la noche anterior había desaparecido. Sí, la revista había quedado fenomenal; sí, la fiesta fue todo un triunfo; pero solo tenía una circulación de treinta mil libras en un páramo cultural. ¿Qué tenía eso de espectacular?

En parte, el anticlímax se debía a una decepción aún mayor. Se trataba de Jack. Lisa habría jurado que aquella noche volverían juntos a su casa. Sentía que se lo merecía; era su recompensa por haber trabajado tanto y conseguido llevar a término aquel proyecto.

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