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Aunque no habían vuelto a salir juntos desde que él regresara de Nueva Orleans, Lisa daba por hecho que, según un acuerdo tácito, esperarían hasta después de la presentación de la revista. Pero la noche pasada, cuando Lisa fue a recoger su premio, Jack había desaparecido.

Llegó a la oficina a mediodía, con la moral por los suelos. Se dirigió directamente al despacho de Jack, en parte para hacer un análisis de la fiesta y en parte para ver cómo respiraba él. Abrió la puerta…

Y vio una escena de lo más sorprendente. Al instante, una sabiduría primigenia la recorrió y paralizó.

No era el hecho de que Ashling y Jack estuvieran solos en su despacho, ni que Jack estuviera meciéndola como si ella fuera una valiosísima muñeca de porcelana. Era la expresión de Jack. Lisa jamás había visto semejante expresión de ternura.

Retrocedió y cerró la puerta, y la incredulidad convirtió la oficina en un escenario onírico.

Trix se le acercó con una hoja de papel en la mano.

– Te han llamado por teléfono…

– Ahora no.

Al cabo de unos minutos, Ashling salió del despacho de Jack, pálida y evitando las miradas de sus colegas. Se marchó de la oficina sin dar explicaciones.

Entonces salió Jack, con gesto cansado.

– ¡Lisa! -exclamó-. Ashling acaba de sufrir una fuerte conmoción y le he dicho que se vaya a su casa.

– ¿Qué le ha pasado? -Le costó esfuerzo dirigirse a él.

– Pues… se ha enterado de que su novio tiene un lío con su mejor amiga.

– ¿Qué? ¿Marcus Valentina? ¿Con Clodagh?

– Sí.

Lisa tuvo ganas de reír.

– ¿Puedes venir un momento a mi despacho? -le dijo Jack-. Tenemos que hablar de una cosa.

¿Qué iba a hacer? ¿Disculparse? ¿Explicarle que solo había intentado consolar a Ashling, y que en realidad la que le gustaba era Lisa? Pero no, resultó que solo quería hablar de trabajo.

– En primer lugar, quiero felicitarte por la fiesta de anoche y por el primer número de la revista. Has conseguido mucho más de lo que nosotros esperábamos lograr, y la junta directiva me ha pedido que te felicite por tu trabajo.

Ella asintió con la cabeza, consciente de que había perdido terreno. La soltura que habían compartido se había desvanecido, y era evidente que Jack se sentía incómodo con ella.

– Punto número dos. Lamento decirte esto cuando deberías estar disfrutando de tu éxito -prosiguió-, pero tengo que darte una mala noticia.

«¿Estás enamorado de Ashling?»

– Esta mañana Mercedes ha presentado su dimisión.

– Ostras. ¿Por qué motivo?

– Se marcha de Irlanda.

«Zorra», pensó ella. Ni siquiera había tenido la decencia de confesar que se marchaba porque Lisa era una tirana obnubilada por el poder con la que se sentía incapaz de seguir trabajando.

– Le han ofrecido un empleo en Nueva York -explicó Jack-. Por lo visto, a su marido lo han destinado allí.

– ¿Nueva York? -Lisa se acordó del viaje que Mercedes había hecho en junio. Le vino a la mente la peor idea que se le podría haber ocurrido-. Ese nuevo empleo… no será en Manhattan, ¿verdad?

– No sé en qué revista, no me lo ha dicho.

– ¿Dónde está? -bramó Lisa, furiosa.

– Se ha ido. Le debíamos una semana de vacaciones, y la ha cogido a cambio de los quince días de preaviso.

Lisa se cubrió la cara con las manos.

– ¿Te importa que me vaya a casa? -preguntó.

Pidió un taxi y quince minutos más tarde volvía a estar en casa, aunque tenía la sensación de estar soñando. Abrió la puerta y entró. Había llegado el correo: había un enorme sobre de papel Manila en el suelo del recibidor. Lo recogió distraídamente y lo abrió mientras se quitaba los zapatos. Desdobló la rígida hoja de papel que había dentro al tiempo que dejaba el bolso encima del mármol de la cocina. Entonces, finalmente, prestó atención a las páginas que tenía en las manos.

Bastó con echarles un breve vistazo. Se sentó en el suelo, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

Era una demanda de divorcio.

Clodagh abrió la puerta de su casa y retrocedió ante el grito de «¡Hija de puta!» que le lanzaron.

– ¡Ashling!

– ¿Qué pasa? ¿No me esperabas?

No, no la esperaba. En lo único que había sido capaz de pensar era en Dylan: que la había descubierto y que la había dejado. Sí, claro, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Ashling, pero todavía no había tenido ocasión de pensar en ello.

– ¿Qué, amiga? -dijo Ashling entrando en la cocina-. ¿Pensabas mucho en mí mientras follabas con mi novio?

Clodagh estaba desesperada. ¿Cómo podía explicar sus remordimientos, la tortura que aquello había supuesto para ella?

– Sí, pensaba en ti, Ashling -dijo humildemente-. Pensaba en ti. Esto ha sido muy difícil para mí. Parece que los únicos que tienen aventuras sean los personajes de los culebrones. Pero no es así: la gente corriente también las tiene.

– Pero ¿cómo has podido hacerme esto a mí? ¡A mí!

– No lo sé. En realidad no hacía mucho tiempo que salías con él; no es lo mismo que si estuvierais casados. Y yo me sentía tan desgraciada, tan atrapada, y creía que me iba a volver loca…

– No pretendas que te compadezca. Tú lo tienes todo -la acusó Ashling-. ¿Por qué has tenido que quitármelo? ¡Tú lo tienes todo!

– A veces no basta con tenerlo todo -repuso Clodagh. Fue lo único que se le ocurrió decir.

– ¿Cuándo empezó este rollo con Marcus?

– Cuando estabas en Cork -contestó Clodagh fríamente-. Me dio una nota con su número de teléfono…

– Llamez-moi. -A Ashling le encantó la expresión de sorpresa de Clodagh-. Te la dio a ti y antes se la había dado a medio Dublín. Entonces ¿por qué fue a recogerme a la estación aquel domingo?

Clodagh se encogió de hombros.

– Quizá se sintiera culpable.

– ¿Qué pasó después?

– El lunes siguiente vino a verme aquí. No pasó nada. Solo tomó una taza de té, y antes de marcharse lavó la taza. Ya sé que es un detalle estúpido, pero…

– Dijo: «Mi madre me educó muy bien» -recordó Ashling-. Ya. A mí también me impresionó con eso.

– Me quiere -se defendió Clodagh.

«No me extrañaría nada», pensó Ashling, y el dolor amenazó con perforar su escudo de ira.

– ¿Y luego?

– Me invitó a tomar café…

– Y ¿qué más?

– Al día siguiente volvió a presentarse aquí.

– Y entonces no se limitó a lavar su taza, ¿no?

«Esto no es real -pensó-. Es una alucinación.»

Clodagh asintió con la cabeza, evitando su mirada.

– ¿Fuiste con él a Edimburgo?

Volvió a asentir en silencio.

– Nunca hubiera dicho que fuera tu tipo -dijo Ashling, y se dio cuenta de que tenía la cara contraída de dolor. Cómo le habría gustado una máscara circunspecta y digna.

– Yo tampoco lo hubiera dicho -reconoció Clodagh-. Pero desde la noche que lo conocí en aquella función de cómicos me gustó mucho. No era mi intención, pero no pude evitarlo.

– ¿Y Dylan?

Clodagh agachó la cabeza.

– No sé… Mira, te he traicionado, he traicionado nuestra amistad, y eso debe de dolerte más que el fin de tu… romance.

– Te equivocas -se apresuró a corregirla Ashling-. Me duele mucho más perder a mi novio.

Clodagh miró el pálido y enojado rostro de Ashling y admitió tímidamente:

– Nunca te había visto así.

– ¿Cómo? ¿Enfadada? Pues mira, ya iba siendo hora.

– ¿Qué quieres decir?

– No es la primera vez que me haces esto -le recordó Ashling-. Dylan era mi novio hasta que tú me lo quitaste.

– Sí, pero… él se enamoró de mí.

– Me lo robaste.

– Y ¿por qué no habías dicho nada hasta ahora? -se defendió Clodagh-. Te gusta el papel de víctima.

– ¿Insinúas que la culpa la tengo yo? Mira, vamos a aclarar una cosa. Lo de Dylan te lo perdoné, pero esto no te lo perdonaré jamás.

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