54
«Vaya -se dijo-. Creo que estoy deprimida.»
Echó un vistazo a la cama en que estaba tendida. Su cuerpo, al que le habría venido muy bien un baño, estaba despatarrado sobre las sábanas, a las que les habría venido muy bien un lavado. Había pañuelos de papel mojados y arrugados esparcidos por el edredón. Sobre la cómoda había un arsenal de tabletas de chocolate por abrir, sobre las que empezaba a acumularse el polvo. Por el suelo había revistas en las que no había sido capaz de concentrarse. En el rincón, el televisor, implacable, emitía la programación diurna directamente hacia su cama. No cabía ninguna duda: aquello era un perfecto escenario de depresión.
Pero había algo que no encajaba. ¿Qué podía ser?
Siempre creí… Siempre imaginé que…
De pronto lo entendió: «Siempre creí que sería más agradable».
55
Clodagh tenía la impresión de que se estaba viniendo abajo. Pero tenía que vestirse y recoger a Molly en la guardería. De nuevo en casa, volvió a meterse en la cama e intentó retomarlo donde lo había dejado, pero Molly empezó a exigirle que le calentara los fideos en el microondas. Clodagh se levantó, resignada.
De todos modos, aquello no acababa de gustarle, y eso le sorprendió. De niña, cuando veía cómo la madre de Ashling pasaba días acostada, lo encontraba fabuloso, muy disoluto. Sin embargo, en la práctica, tumbarse en la cama y sentir que no podías enfrentarte a la realidad, atormentada por la confusión y el odio hacia sí misma, no era tan divertido como se había imaginado.
Desde las diez de la mañana (¿de aquella mañana, de verdad?), toda su vida se había convertido en una experiencia extracorporal. En cuanto oyó la llave de Dylan en la cerradura comprendió que había llegado la hora de la verdad.
Dejó de dar sacudidas bajo el cuerpo de Marcus y aguzó el oído. «¡Shhh!» Él se apartó de Clodagh con un ágil movimiento, y ambos se quedaron escuchando, paralizados y con ojos como platos, cómo Dylan subía la escalera.
Clodagh habría podido saltar de la cama, ponerse una bata y esconder a Marcus en el armario. De hecho, Marcus intentó escabullirse, pero ella se lo impidió sujetándolo por la muñeca. Luego Clodagh esperó, con aterradora calma, a que se produjera la escena que iba a cambiar su vida.
Llevaba cinco semanas sin dormir, preguntándose cómo acabaría su aventura con Marcus. Vacilaba entre ponerle fin y reanudar la vida normal con Dylan, o soñar con una situación en la que Dylan estaba mágicamente ausente, pero sin que ella le hubiera puesto fin.
Pero mientras oía acercarse los pasos de Dylan por la escalera, Clodagh comprendió que alguien había decidido por ella. De pronto no supo si estaba preparada para lo que se avecinaba.
Se abrió la puerta del dormitorio, y aunque ella sabía que era Dylan, su presencia la dejó sumida en una especie de sopor.
Le impresionó su cara. La expresión de su cara era mucho peor de lo que ella había imaginado. Casi le sorprendió la cantidad de dolor que reflejaba. Y la voz con la que habló no era la voz de Dylan. Le faltaba aliento, como si a Dylan le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.
– Ya sé que me arriesgo a que suene como la letra de una canción -dijo él con conmovedora dignidad-, pero ¿cuánto hace que dura esto?
– Dylan…
– ¿ Cuánto?
– Un mes.
Dylan se volvió hacia Marcus, que se tapaba el pecho con la sábana.
– ¿Te importaría marcharte? Quiero hablar un momento con mi esposa.
Marcus salió de la cama tapándose los genitales con las manos, se alejó caminando de lado, como un cangrejo, cogió su ropa y le murmuró a Clodagh:
– Te llamaré más tarde.
Dylan esperó a que saliera de la habitación; luego volvió a mirar a Clodagh y, con voz serena, dijo:
– ¿Por qué? -Aquellas dos palabras contenían cientos de preguntas.
Clodagh buscó las palabras adecuadas.
– La verdad es que no lo sé.
– Dime por qué, por favor. Dime qué no funciona. Podemos arreglarlo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea.
¿Qué podía decirle? De pronto tuvo la certeza de que ella no quería arreglarlo. Pero lo mínimo que podía hacer era ser sincera con él.
– Creo que me sentía sola…
– ¿Sola? ¿En qué sentido?
– No lo sé, no sabría explicártelo. Pero me sentía sola y aburrida.
– ¿Aburrida? ¿De mí?
Clodagh vaciló. No podía ser tan cruel con él.
– De todo.
– ¿Quieres que busquemos una solución?
– No lo sé.
Dylan la miró fijamente, y hubo un doloroso silencio.
– Eso significa que no. ¿Estás… enamorada de ese… de él?
Ella asintió con la cabeza.
– Creo que sí.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo qué?
Pero Dylan no contestó. Bajó una bolsa del altillo del armario, la puso encima de la cama y, abriendo y cerrando bruscamente los cajones, empezó a recoger su ropa interior y sus camisas. Clodagh no estaba preparada para aquello.
– Dylan, espera…
Todo estaba pasando demasiado deprisa. Boquiabierta, veía cómo su marido metía corbatas, sus artículos de afeitar y unos cuantos calcetines en la bolsa.
De pronto la bolsa estuvo llena a rebosar, y Dylan cerró la cremallera con un agudo zumbido.
– Volveré más tarde a buscar el resto.
Dylan salió precipitadamente del dormitorio, y después de un segundo de auténtico pánico, Clodagh se puso una bata y corrió escaleras abajo.
– Dylan, todavía te quiero -imploró.
– Entonces ¿qué significa todo esto? -preguntó él girando la cabeza.
– Todavía te quiero -repitió ella con tono más apagado-, pero…
– ¿Ya no estás enamorada de mí? -dijo Dylan, terminando la frase con aspereza.
Clodagh vaciló. Pero tenía que ser sincera.
– Supongo…
– Volveré esta noche para explicarle a mis hijos lo que ha pasado -dijo Dylan, imperturbable-. De momento puedes quedarte aquí.
– ¿De momento? ¿Qué quieres decir?
– Habrá que vender la casa.
– Ah, ¿sí?
– No puedo pagar dos hipotecas. Y si crees que vas a poder seguir viviendo aquí mientras yo me voy a un apestoso cuchitril de Rathmines, estás muy equivocada.
Y dicho esto, se marchó.
Clodagh se quedó aturdida del impacto, de la velocidad con que todo había pasado. Había soñado con ver desaparecer a Dylan de su vida, pero ahora que había sucedido resultaba muy desagradable. Once años borrados en media hora, y Dylan destrozado. ¡Y diciendo que habría que vender la casa! Sí, ella estaba loca por Marcus, pero las cosas no eran tan sencillas.
Demasiado aturdida para llorar y demasiado asustada para lamentarse, se quedó un buen rato sentada en la cocina. Hasta que el timbre de la puerta la devolvió a la realidad. Quizá fuera Marcus.
Pero no. Era Ashling.
Clodagh no la esperaba. No estaba preparada para enfrentarse a ella. Y la inusitada hostilidad de Ashling empeoraba aún más aquella espantosa situación. Clodagh siempre había vivido rodeada de amor, pero de pronto todos la odiaban, incluida ella misma. Era una paria, una indeseable; había violado todas las normas y no se lo iban a perdonar.
No lloró hasta que se marchó Ashling. Entonces se metió de nuevo en la cama, entre las sábanas que todavía olían a sexo. Nunca había lavado tanta ropa de cama como en aquellas cinco últimas semanas. Pues bien, hoy no tendría que hacerlo; ya no había nada que ocultar.
Cogió el teléfono y llamó a Marcus, para que él le recordara que en realidad no habían hecho nada malo. Que estaban enamorados, que no podían evitarlo, que su relación eran perfectamente noble. Pero no lo encontró en el trabajo, y tampoco contestó en el móvil, así que tuvo que apañárselas sola con su angustia.
«Todo es culpa mía -se repetía una y otra vez, como si recitara un mantra-. No pude evitarlo.» Pero el infierno se coló por una fisura, y Clodagh alcanzó a ver la atrocidad que había cometido. Lo que le había hecho a Dylan era imperdonable. Increíble. Temblorosa, se apresuró a coger la primera revista que encontró e intentó olvidarlo todo leyendo un artículo sobre pintura con plantillas. Pero volvió a abrirse aquella fisura, y esta vez fue aún peor. Dylan no era el único al que había tratado como a un perro. También a sus hijos. Y a Ashling.