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El corazón le latía muy deprisa; con una mano sudorosa se puso a pulsar los botones del mando a distancia, hasta que encontró a Jerry Springer. Pero ni siquiera él logró distraerla; normalmente, sus invitados parecían personajes de cómic con una vida privada ridículamente enrevesada, pero hoy Clodagh no se sentía diferente de ellos.

Puso Emmerdale, y luego Home and Away, pero no sirvió de nada. Temblaba de impresión por lo que había hecho, y por los estragos que había causado. Entonces recordó que tenía que recoger a Molly en la guardería, y el pánico se apoderó de ella. No podía salir a la calle. No podía.

No soportaba estar sola, pero tampoco soportaba la idea de estar con otras personas, y por un instante se preguntó si se estaría derrumbando. Aquella inaceptable idea la mantuvo paralizada un buen rato; luego hizo un esfuerzo y se levantó de la cama. Derrumbarse era aún más desagradable que enfrentarse al mundo exterior.

Marcus la llamó por la tarde, y, pese a todo, en cuanto oyó su voz Clodagh se alegró profundamente. Estaba locamente enamorada de él; sentía por Marcus algo que hacía años que no sentía por Dylan. Si es que alguna vez lo había sentido. El amor lo vencía todo.

– ¿Cómo estás? -preguntó él, con voz preocupada.

– ¡Muy mal! -dijo ella, entre la risa y el llanto-. Dylan se ha marchado de casa, todo el mundo me odia. Un desastre.

– Tranquila, todo se arreglará -dijo él.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

– Oye, te he llamado antes pero no contestabas.

– Intentaba pasar desapercibido.

– Ashling lo sabe. Se lo ha dicho Dylan.

– Supuse que lo haría.

– ¿Vas a hablar con ella?

– No creo que tenga sentido hacerlo -dijo él intentando disimular la vergüenza que sentía-. Con quien quiero estar es contigo. ¿Qué voy a decirle a Ashling que ella no sepa ya?

Marcus llevaba cinco semanas justificando su relación con Clodagh diciendo que Ashling lo tenía abandonado. Pero en realidad sus sentimientos eran más complejos. No se creía la suerte que había tenido con Clodagh. Era muy guapa, y sin duda la prefería a Ashling. Pero a Ashling le tenía mucho cariño, y le fastidiaba haberse portado como un cerdo con ella. Nada le apetecía menos que someterse al interrogatorio de Ashling.

Era mejor concentrarse en los aspectos positivos. Con una voz cargada de deseo, preguntó:

– ¿Podemos vernos?

– Dylan va a venir después del trabajo. Para hablar con los niños. Dios mío, no puedo creerlo…

– ¿Y después? Podría quedarme a pasar la noche. Al fin y al cabo, ahora ya no hay nada que temer, ¿no?-.Clodagh se animó un poco.

– Te llamaré cuando se haya marchado.

– De acuerdo. Llámame a casa. Espera a oír tres timbrazos, cuelga y vuelve a llamar. Así sabré que eres tú.

Dylan llegó después del trabajo. Estaba distinto. Ya no se lo veía tan dolido, sino más enfadado.

– Estabas deseando que te descubriera, ¿verdad?

– ¡No! -¿O sí?

– Ya lo creo que sí. Últimamente te comportabas de una forma muy extraña.

«Quizá tengas razón», admitió Clodagh.

– ¿Te han visto los niños en la cama con ese gilipollas?

– No, claro que no.

– Bueno, pues más vale así. Suponiendo que quieras seguir viéndolos.

– ¿Qué quieres decir?

– Voy a pedir la custodia de los niños. No podrás impedirlo. Dadas las circunstancias -añadió con crueldad.

Las palabras de Dylan y su dura expresión le hicieron comprender la gravedad de la situación. No estaba familiarizada con aquella faceta de Dylan.

– Por Dios, Dylan -dijo sin poder contenerse-, ¿cómo puedes ser tan…? -Se interrumpió antes de llamarlo «cabrón». Y ¿por qué no lo era, por cierto? De ese modo, todo habría resultado más fácil.

A Dylan parecía divertirle la frustración de Clodagh.

Ella recordó que su marido era un hombre de negocios. Y muy bueno en eso. Un hombre implacable, despiadado. Quizá no fuera a tumbarse boca arriba y hacerse el muerto solo porque eso era lo que ella quería. Dylan siempre la había tratado con cariño y amor, y por eso a Clodagh le costaba acostumbrarse a aquel brusco cambio de actitud, aunque la responsable fuera ella.

– Pediré la custodia y me la darán -repitió Dylan.

– De acuerdo -convino ella humildemente. Pero aunque su expresión era de sumisión, pensaba: «No se va a llevar a mis hijos. De eso nada».

– Bueno, voy a hablar con ellos.

Dylan entró en la habitación donde Craig y Molly estaban viendo la televisión. Era evidente que los niños habían notado que pasaba algo, porque habían estado extrañamente apagados toda la tarde.

Al salir, dijo fríamente:

– Solo les he dicho que he de ausentarme unos días. Necesito tiempo para pensar en la mejor forma de enfocar este asunto a largo plazo. -Se frotó los labios con la mano y de pronto Clodagh lo vio completamente exhausto.

Con todo, la compasión que sentía por él se desvaneció cuando Dylan añadió:

– Podría decirles que su madre es una adúltera y que lo ha estropeado todo, pero eso les haría más mal que bien, según me han dicho. Bueno, me voy. Estoy en casa de mis padres. Llámame…

– Te llamaré…

– … si los niños necesitan algo.

Clodagh se quedó mirando cómo los abrazaba fuertemente, con los ojos cerrados. Qué duro estaba resultando todo. Ayer a estas horas reinaba la más absoluta normalidad. Clodagh había hecho stir fry para cenar y Craig lo había escupido todo en el plato, había visto Coronation Street, había conseguido que Dylan cambiara una bombilla, Molly había manchado la pared de su dormitorio con manteca de cacahuete. Retrospectivamente, parecía una época dorada, donde no existían el dolor ni la preocupación. ¿Quién habría podido imaginar que de la noche a la mañana sus vidas iban a experimentar un cambio tan drástico y verse envueltas en semejante amargura?

– Adiós.

Dylan salió y cerró la puerta. Clodagh le había visto hacer la bolsa; él le había dicho que se marchaba, pero aun así ella no había podido imaginárselo hasta que le fue presentado como un hecho consumado.

«No puede ser -pensó, plantada en el recibidor-. No me creo que esto esté pasando.»

Se dio la vuelta y vio que Craig y Molly la miraban en silencio. Avergonzada, esquivó sus inquisitivas miradas y fue hacia el teléfono.

El teléfono de Marcus sonó largo rato, hasta que salió el contestador automático. ¿Dónde podía estar? Entonces recordó que él le había pedido que llamara una vez, colgara y volviera a llamar. Lo hizo a regañadientes; aquello le hacía sentirse como una delincuente.

Clodagh marcó por segunda vez, y Marcus contestó sin demora; al instante su dolor se redujo y lo sustituyó una sensación de aturdimiento y emoción.

– ¿Ya se ha marchado tu marido? -preguntó él.

– Sí…

– Vale. Voy para allá.

– ¡No, espera!

– ¿Qué pasa?

– Me encantaría verte, pero esta noche no. Es demasiado pronto. No quiero confundir a los niños. Verás, Dylan me ha dicho cosas horribles, como que se va a ocupar de que no me den la custodia.

Hubo un silencio, y a continuación Marcus le preguntó en voz baja:

– ¿No quieres verme?

– ¡Es lo único que deseo, Marcus! Ya lo sabes. Pero creo que será mejor que lo dejemos para mañana. Oye, supongo que estarás molesto por haberte visto envuelto en esto -añadió con una risita llorosa.

– No seas tonta -repuso él, tal como ella había imaginado.

– Ven mañana por la tarde -propuso ella tímidamente-. Quiero presentarte a un par de personitas.

Al día siguiente, por la tarde, Marcus se presentó con una Barbie para Molly y un gran camión rojo para Craig. Pese a los regalos, los niños lo recibieron con recelo. Ambos intuían que la seguridad de su mundo peligraba, y aquel desconocido los inquietaba aún más. Para combatir su resistencia, Marcus jugó con ellos con paciencia: le cepilló solemnemente el pelo a la Barbie y le lanzó el camión a Craig cientos de veces. Fueron necesarias una hora de dedicación exclusiva y una bolsa de Percy Pigs para que Molly y Craig empezaran a comportarse con naturalidad.

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