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– ¡Dímelo a mí! Desde que empezó lo de Colleen, no hay manera de hablar con él. Trabaja demasiado y se lo toma todo demasiado en serio; luego sale a navegar para relajarse, o sea que no le veo el pelo. ¡Supongo que vosotros tenéis la culpa de su mal humor!

– ¡Tiene gracia! -exclamó Trix-. Porque nosotros creíamos que la culpable eras tú.

Mai empezó a removerse en la silla.

– Lo siento. ¿Te estamos molestando? No hablaremos más de este tema -intervino Ashling, aunque a su pesar, pues encontraba fascinante aquella conversación.

– No, no pasa nada -repuso Mai con una sonrisa nerviosa, sin dejar de removerse-. Es que se me han subido las bragas. No lo soporto.

Lisa tragó saliva, impresionada por la belleza, el descaro y la insolencia de Mai. Estaba segura de gustarle a Jack, pero ahora entendía que él estuviera hechizado por Mai.

Cuando regresó Jack, todos habían bebido tanto que ya ni se molestaron en disimularlo.

– ¿Os lo estáis pasando bien? -preguntó Jack esbozando una sonrisa.

– Este fin de semana hay puente -anunció la señora Morley lanzándole una mirada desafiante. Ella no solía beber, y en la última hora y media había pasado por el recelo, la tranquilidad, un bienestar maravilloso, un arrepentimiento sensiblero, y por último, como era de esperar, la agresividad.

– Sí, ya lo sé -concedió Jack.

– Hola, Jack. -Mai sonrió mostrando todos los dientes-. Pasaba por aquí y se me ocurrió subir a saludarte.

Jack parecía abochornado.

Mai lo siguió a su despacho y cerró la puerta con firmeza.

Cuando Trix puso su taza contra la puerta y luego pegó la oreja a la taza, todos rieron. Pero no hacían falta tazas. La voz de Mai, chillona y furiosa, llegaba hasta las mesas más apartadas.

– ¿Cómo te atreves a ignorarme cuando vengo a verte? Si crees que voy a aguantar que…

A Jack no se le oía, pero debía de estar diciendo algo también, porque entre los arrebatos acusadores de Mai había breves pausas.

– Despejen las salidas -dijo Kelvin imitando a una azafata de avión.

La puerta del despacho de Jack no tardó en abrirse; Mai salió hecha una fiera, fue hacia la puerta y desapareció, dejando un gran vacío en la oficina. No se había despedido de nadie.

– Ahora que el espectáculo ha terminado, me marcho -anunció Kelvin colgándose la mochila naranja hinchable de los hombros-. Tengo setenta y dos horas maravillosas por delante.

Todos recogieron sus cosas y se escabulleron, excepto Jack y Ashling. Jack se quedó porque esperaba una llamada de Nueva York; Ashling, porque había quedado con Joy a las seis y media y no valía la pena que se fuera a casa. Mientras esperaba siguió trabajando, porque le estaba confeccionando una base de datos a Lisa e iba bastante atrasada por culpa de la improvisada fiesta.

– Déjalo, doña Remedios -gruñó Jack-. Mañana es fiesta. Además, debes de estar cansada: de todos modos tendrías que rehacerlo el martes.

– Tienes razón. -Ashling estaba lo bastante sobria para saber que estaba borracha-. No me aclaro.

– Vete a casa -le ordenó él.

De todos modos, ya eran casi las seis y media. Ashling recogió su bolso y, tímidamente, preguntó:

– ¿Haces algo este fin de semana, JD? -Lo hizo porque había bebido, por supuesto.

– ¿JD? -preguntó Jack con curiosidad.

– Bueno… Jack, señor Devine, o como quieras. -Ashling lamentaba que se le hubiera escapado el apodo con que se refería a su jefe-. ¿Haces algo?

– No lo sé -dijo él con hosquedad-. El domingo iré a ver a mis padres. Lo demás depende del tiempo que haga. Si no puedo salir a navegar, me quedaré en casa viendo vídeos de Star Trek.

– ¿De Star Trek? Pues… «larga vida y prosperidad» -dijo Ashling, intentando imitar el saludo vulcaniano formando una uva con los dedos.

Jack se quedó mirándola con cara de pocos amigos.

– Ilógico, capitana Kennedy. Este fin de semana no habrá prosperidad.

– ¿Por qué no?

– Supongo que no se te habrá escapado el detalle de que mi novia tiene un cabreo de mil demonios -admitió, apenado.

Ashling no pudo evitarlo. Las palabras salieron de su boca sin que ella se diera cuenta. La culpa la tenía el alcohol.

– ¿Por qué te peleas tanto con Mai? Es encantadora. ¿No podrías esforzarte un poco más? Ella dice que no te ve el pelo porque siempre estás navegando. Quizá si no salieras a navegar tan a menudo… -Se dio cuenta de que se había pasado de la raya y supuso que Jack se pondría furioso, pero él se limitó a reír, aunque de manera desagradable. Ashling recordó entonces que en las riñas de enamorados siempre había dos versiones-. ¿Qué pasa? ¿No es verdad?

Jack esperó un momento y dijo:

– No es que yo quiera criticar a alguien que no está presente para defenderse, pero…

– Entonces ¿no sales a navegar?

– Sí.

– Pero… -Ashling creía que empezaba a entenderlo-. ¿Ella dice que no le importa que vayas, y luego se enfada?

– Algo así -admitió Jack de mala gana.

– Claro -dijo Ashling-. Es que aunque ella diga que no le importa, no es verdad. Intenta hablar con ella y ser simpático. -Se le iluminó la mirada. El problema ya estaba resuelto.

– Doña Remedios -dijo él sacudiendo la cabeza con indulgencia-, ¿por qué siempre tienes que arreglarlo todo?

– Pero si yo solo…

– Doña Remedios -repitió Jack, risueño-. Me lo pensaré. ¿Y tú? ¿Piensas ir a algún sitio este fin de semana?

– No. -En cuanto Ashling se convirtió en el centro de atención, se puso tímida-. Saldré con mis amigos, lo de siempre…

«A lo mejor salgo con Marcus Valentina -pensó-, pero eso no pensaba decírselo a Jack.»

– Que te lo pases bien -dijo él.

Ashling fue hacia la puerta, y de pronto Jack le gritó:

– ¡Doña Remedios! ¡Un momento! ¿Tú también miras vídeos de Star Trek?

Ashling giró la cabeza y contestó:

– No.

– Me lo imaginaba.

– No tengo nada contra ellos.

– Ya, eso dice todo el mundo -murmuró Jack.

– A mí me gusta más Doctor Who.

29

El sábado por la noche, a las siete menos cuarto, Ashling y Ted llegaron en la bicicleta de Ted a casa de Dylan y Clodagh para cuidar a los niños.

– ¿Es de propiedad? -preguntó Ted, admirado, contemplando la casa de ladrillo rojo.

– Es bonita, ¿verdad? -Ashling fue hacia la puerta y pulsó el timbre.

– Supongo que no tendremos que cambiar pañales -comentó Ted, acongojado.

– No, ya son mayores. Solo tendremos que jugar con ellos, distraerlos un poco.

– Bueno, eso no será difícil. -Ted carraspeó y se alisó el pelo con afectación-. ¡Ted Mullins, el hombre más gracioso de Dublín, se presenta, señor!

– Me temo que son demasiado pequeños para tu humor irónico y posmoderno -aclaró Ashling, afligida-. Creo que preferirían el cuento de los tres cerditos.

– Eso está por ver -la corrigió Ted-. La gente subestima la inteligencia de los niños. ¿Toco el timbre otra vez?

Tardaron un rato en abrirles. Dylan apareció con los brazos cubiertos de espuma y la camiseta mojada, pegada al pecho.

– ¿Qué tal? -los saludó. Parecía distraído. Entonces Ashling y Ted oyeron los gritos procedentes del piso de arriba-. Estoy bañando a Craig -explicó Dylan.

– No parece que le guste mucho.

– Lo peor está por llegar. Todavía tengo que aclararle el pelo. -Dylan hizo una mueca de dolor-. Parece que lo estén quemando vivo, pero no os asustéis… Será mejor que vaya con él. -Empezó a subir la escalera y añadió-: Clodagh está en la cocina.

Clodagh estaba sentada a la mesa, desesperada, intentando que Molly comiese algo. Cualquier cosa que no fuera una galleta, una patata frita de bolsa o un caramelo. Molly llevaba un par de semanas haciendo huelga de hambre, solo para fastidiar.

Ashling le dio a Clodagh una carpeta con diez copias de su currículum.

– ¿Qué…? Ah, sí, gracias. -Con un fluido movimiento, Clodagh guardó la carpeta bajo un montón de libros infantiles que había esparcidos por la mesa.

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