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– ¿En el River Club? -Ashling se había quedado casi tan ronca como Trix-. ¿El sábado por la noche?

– Sí -confirmó Lisa, exasperada.

– Mi amigo Ted también actúa allí el sábado -se oyó decir Ashling.

Lisa la miró entrecerrando los ojos.

– ¡No me digas! Estupendo. Así nos lo presentará después de la función.

– Suerte que no tenía ningún plan para el sábado por la noche -comentó Ashling, sorprendiéndose a sí misma con aquella pizca de rebeldía.

– Exacto -coincidió Lisa fríamente-. Suerte.

Mientras todos salían en fila de la sala de juntas, Lisa miró a Jack y le preguntó:

– ¿Qué? ¿Estás contento?

– Eres increíble -dijo él con toda sinceridad-. De verdad. Muchas gracias. Se lo explicaré a la gente de Londres.

– ¿Cuándo lo sabremos?

– Seguramente no antes de la semana que viene. Pero no te preocupes, has tenido unas ideas geniales; supongo que todo irá bien. ¿Te va bien que quedemos a las seis para ir a ver la casa?

Ashling volvió a su mesa dolida y furiosa por la injusticia de que había sido víctima. No volvería a ser amable con aquella zorra. Y pensar que había sentido lástima de ella, por estar sola en un país extranjero. Había intentado perdonarle a Lisa sus continuos y malvados desaires achacándolos a que debía de estar asustada y deprimida. Le avergonzaba reconocerlo, pero a veces Ashling hasta se había reído por lo bajo cuando Lisa insinuaba que Dervla estaba gorda, que Mercedes era peluda, que Shauna Griffin era retrasada mental, o ella misma una pesada. Pero ahora, por ella, Lisa Edwards podría morirse de soledad.

Pegado en su salvapantallas de George Clooney había un post-it con el mensaje de que la había llamado «Dillon». Lo despegó, y la pantalla del ordenador hizo un chisporroteo de electricidad estática. ¿Verdad que no estaban en octubre? Dylan llamaba a Ashling dos veces al año: en octubre y diciembre, para preguntarle qué podía regalarle a Clodagh por su cumpleaños y por Navidades.

Ahhling lo llamó.

– Hola, Ashling. ¿Podemos ir a tomar algo mañana después del trabajo?

– Lo siento, no puedo. Tengo que escribir un artículo muy difícil. Tendrá que ser otro día. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Nada. Bueno, ya veremos. Tengo que ir a un congreso y estaré unos días fuera. Ya te llamaré cuando vuelva.

15

A las seis y diez Jack se acercó a la mesa de Lisa.

– ¿Estás, Lisa? -le preguntó.

Bajo la silenciosa mirada de sus colegas, ávidos de cotilleo, salieron de la oficina y bajaron al aparcamiento en ascensor.

En cuanto se metieron en el coche, Jack se quitó la corbata y la tiró al asiento trasero; luego se desabrochó los primeros botones de la camisa.

– Así está mejor -dijo, aliviado-. Ponte cómoda -añadió-. Quítate lo que quieras. -Terminó la frase bruscamente, y a continuación hubo un violento silencio. Estaba tan abochornado que Lisa casi percibía su calor-. Perdona -balbució con gravedad-. No quería decir eso.

Se pasó la mano, nervioso, por el desordenado cabello, levantando unas sedosas puntas del flequillo que volvieron a caer rápidamente sobre su frente.

– No pasa nada.

Lisa sonrió- educadamente, pero se le erizó el vello de la nuca. Se imaginó desnudándose en el coche de Jack, con los oscuros ojos de él sobre su cuerpo, y el frescor de los asientos de piel contra su piel caliente, y se estremeció de emoción. Se mordió el labio con determinación y se propuso conseguir que aquella fantasía se hiciera realidad.

Tras un conveniente período de recuperación, y cuando ya circulaban por las calles de Dublín, Jack dijo:

– Bueno, te cuento. Resulta que Brendan se va a trabajar a Estados Unidos. Tiene un contrato de dieciocho meses que quizá se amplíe, así que al menos podrías ocupar su casa durante un año y medio. Después ya veremos lo que pasa.

Lisa asintió sin comprometerse. No importaba, porque ella no pensaba seguir en Dublín pasado un año y medio.

– Está por South Circular Road, una zona muy céntrica -le aseguró Jack-. Es un barrio de la ciudad que conserva mucho carácter. Todavía no está saturado de yuppies.

El ánimo de Lisa inició un leve descenso. Ella se moría de ganas de vivir en un barrio saturado de yuppies.

– Se respira un ambiente muy familiar.

Lisa no quería saber nada de ambientes familiares. Quería estar rodeada de otros solteros y tropezar a cada momento con hombres atractivos en el Tesco Metro del barrio comprando Kettle Chips y Chardonnay. Miró, desanimada, las manos de Jack sobre el volante, y la seguridad con que acariciaban el cuero suavizó un tanto su amargura.

Jack se desvió por una calle secundaria, y luego por otra aún más estrecha.

– Es aquí -anunció señalando a través del parabrisas.

Era una casita de ladrillo rojo. Lisa le echó un vistazo y no le gustó nada. A ella le gustaban las casas modernas y frescas, amplias y aireadas. Aquella casa, en cambio, prometía habitaciones oscuras, cañerías viejas y una cocina poco higiénica con un espantoso fregadero estilo Belfast.

Bajó del coche a regañadientes.

Jack fue hacia la casa, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y se apartó para dejar entrar a Lisa. Tuvo que agachar la cabeza al pasar por el umbral.

– Suelo de madera -comentó ella mirando alrededor.

– Brendan lo hizo instalar hace un par de meses -explicó Jack con orgullo.

Lisa se abstuvo de explicarle que los suelos de madera habían pasado a la historia y que lo que ahora se llevaba eran las moquetas.

– El salón-. Jack la guió hasta una habitación con el suelo de madera de fresno donde había un sofá rojo, un televisor y una chimenea de hierro fundido-. La chimenea ya estaba -aclaró señalándola.

– Hummm. -Lisa detestaba las chimeneas de hierro fundido. ¡Daban un trabajo!

– La cocina -dijo Jack al llegar a la habitación contigua-. Nevera, microondas, lavadora…

Lisa le echó un vistazo. Al menos los armarios eran empotrados y el fregadero era de aluminio, normal y corriente (prefería el riesgo de padecer Alzheimer que vivir en una casa con un fregadero estilo Belfast). Pero su satisfacción se vino abajo cuando vio la mesa de pino con las cuatro robustas sillas rústicas. Recordó con nostalgia la mesa azul turquesa de formica, con ruedas, y las cuatro sillas de tela metálica de su cocina de Ladbroke Grove.

– Me comentó que la caldera no andaba muy fina. Voy a echarle un vistazo-. Jack metió medio cuerpo en un armario y se arremangó la camisa, exhibiendo unos antebrazos bronceados cuyos músculos ondulaban al mover él las manos-. Acércame una llave inglesa que hay en ese cajón, ¿quieres? -dijo señalando con la cabeza.

Lisa se preguntó si aquel alarde de virilidad lo hacía en su honor, pero entonces recordó haber oído decir a Trix que Jack era un manitas, y eso la animó. Siempre había sentido debilidad por los hombres hábiles con las manos, que se manchaban de grasa y llegaban a casa tras una dura jornada de trabajo arreglando aparatos, se bajaban lentamente la cremallera del mono y, con voz sugerente, decían: «Me he pasado el día pensando en ti, cariño». También sentía debilidad por los hombres con sueldo suculento y poder suficiente para ascenderla aunque en realidad ella no se lo mereciera. Creía que la combinación de ambas cosas debía de ser fabulosa.

Jack siguió dando golpes y toqueteando cosas un rato, y luego dijo:

– Por lo visto falta el temporizador. Tendrás agua caliente, pero no podrás programar la caldera. Ya lo solucionaré. Vamos a ver el cuarto de baño.

Curiosamente, el cuarto de baño pasó el examen. Su aseo personal no tenía por qué ser siempre una carrera contrarreloj: no le gustaba ducharse con la esponja de luffa en una mano y un cronómetro en la otra.

– La bañera está muy bien -admitió.

– Sí, y ese pequeño estante que tiene al lado es muy útil -coincidió Jack.

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