– Suficiente para dos vasos de vino y una vela aromática.
Lisa le lanzó una rápida y sugerente mirada, pero fue en vano. Sintió cierta frustración al ver que Jack pasaba a la siguiente habitación.
– El dormitorio -anunció.
Era más grande y más luminoso que las otras habitaciones, pero aun así adolecía de aquella atmósfera de granja. Había ramitos en las cortinas blancas, que hacían juego con los ramitos del edredón, y madera de pino por todas partes. Cabecero de pino, enorme armario de pino, cómoda de pino.
«Apuesto a que hasta el colchón es de pino», pensó Lisa con desdén.
– La ventana da al jardín-. Jack se acercó a la ventana y señaló un minúsculo cuadrado de hierba, bordeado de arbustos y flores.
Lisa nunca había tenido jardín, ni le interesaba tenerlo. Le gustaban las flores, como a todas las mujeres, pero solo si iban en ramo y envueltas en papel de celofán, con un enorme lazo de raso y una tarjeta de felicitación. Prefería morir a dedicarse a la jardinería, sobre todo porque los complementos le parecían horripilantes: pantalones con cintura elástica, ridículos sombreros flexibles, cestas absurdas y truculentos guantes estilo Michael Jackson. Era un look nada aconsejable.
Y aunque en julio pasado había asegurado a las lectoras de Femme que la jardinería iba a ser el sexo del nuevo milenio, ella no se lo tragaba. El sexo era sexo y siempre lo sería. Y era algo que ella echaba de menos, por cierto.
– Creo que me dijo que tenía un herbario -comentó Jack-. ¿Vamos a ver si es verdad?
Abrió la puerta trasera, y una vez más tuvo que agachar la cabeza para salir. Cruzó, caminando muy erguido, el pequeño jardín, y Lisa lo siguió, un tanto sorprendida de su propia admiración. Los pájaros cotorreaban bajo la luz del benigno atardecer, el aire olía a tierra y hierba, y por un instante Lisa no lo odió todo.
– Está allí.
Jack le indicó que se acercara a un arriate y dobló sus largas piernas hasta ponerse en cuclillas. Para demostrar su buena disposición, Lisa se agachó con poco entusiasmo a su lado.
– Cuidado con el traje -dijo Jack al tiempo que estiraba un brazo con gesto protector-. No vayas a ensuciártelo.
– ¿Y tú?
– A mí el traje me tiene sin cuidado. -Se volvió y sorprendió a Lisa con una sonrisa pícara.
Ahora que estaban cerca el uno del otro, Lisa se fijó en que Jack tenía un incisivo roto, lo cual contribuía a su aspecto general de inconformista.
– Si me lo mancho suficientemente tendré que llevarlo a la tintorería, y entonces no podré ponérmelo mañana… Eso sería terrible, ¿verdad? -dijo con sequedad.
Lisa rió y acercó un poco su cabeza a la de Jack, solo por divertirse. Vio cómo las pupilas de él se contraían y se dilataban y su rostro iba pasando por diversas expresiones: confusión, interés, profundo interés, de nuevo confusión y por último perplejidad. Todo eso en menos de un segundo. Luego Jack miró hacia otro lado y preguntó:
– ¿Qué es eso, cilantro o perejil?
Uno de sus mechones de pelo se estaba retorciendo y formando un bucle. A Lisa le dieron ganas de meter el dedo dentro y tirar de él.
– ¿Tú qué crees? -insistió Jack.
Lisa, que tenía la sensación de que estaban hablando en clave, miró la hoja que él sostenía y contestó:
– No lo sé.
Jack chafó la hoja con el índice y el pulgar, y luego se la acercó a la cara. Se la puso muy cerca.
– Huele -ordenó.
Lisa inhaló, cerrando los ojos, e intentó oler la piel de él.
– Cilantro -dijo, triunfante, y como recompensa obtuvo otra sonrisa de Jack. Las comisuras de la boca se le retorcían tentadoramente…
– También hay albahaca, cebollinos y tomillo -observó él-. Puedes usarlos para cocinar.
– Sí -dijo ella con una sonrisa-. Puedo espolvorearlos sobre la comida para llevar.
No tenía sentido fingir ante Jack. Aquello de estar locamente enamorada y cocinar para tu amado había pasado a la historia.
– ¿No cocinas?
Ella sacudió la cabeza:
– No tengo tiempo.
– Ya, todas decís lo mismo.
– ¿Y… Mai? ¿Cocina?
Grave error. El rostro de Jack volvió a adoptar una expresión reservada y meditabunda.
– No -contestó. Y añadió-: Al menos no para mí. Bueno, vamonos.
»¿Qué te parece la casa? -preguntó una vez dentro.
– Me gusta -mintió Lisa. Era la mejor de las que había visto, pero eso no quería decir gran cosa.
– Tiene muchas cosas a su favor. El alquiler es decente, la zona es agradable y puedes ir al trabajo a pie.
– Exacto -dijo ella con una seriedad que desconcertó a Jack-. Y me ahorraría una libra diez en cada viaje.
– ¿Tanto? Yo no lo sé porque casi siempre voy en coche…
– O sea, dos libras veinte al día.
– Sí, supongo que sí…
– Once libras cada semana. Multiplicado por toda una vida, asciende a una cantidad muy considerable.
Como Jack se esforzaba en mantener una expresión de interés educado, Lisa adoptó un tono más ligero. Le contó, riendo, su experiencia con Joanne, la casera tacaña. Luego le habló de los otros inmuebles que había visitado, todos ellos espantosos. De aquel individuo de Lansdown Park que dejaba a su serpiente suelta por el salón, de aquella casa de Ballsbridge, tan desordenada que parecía que acabaran de entrar a robarla.
– Pues puedes instalarte aquí cuando quieras -ofreció Jack.
Se levantó y, nervioso, empezó a agitar las monedas que llevaba en los bolsillos del pantalón, un gesto que Lisa conocía muy bien. Era lo que hacían los hombres cuando intentaban reunir valor para invitarla a una copa. Vio aquella lucha interna reflejada en los ojos de él, y se fijó en que tenía el cuerpo en tensión, como a punto de abalanzarse sobre algo.
«Venga, no te cortes», pensó.
De pronto los ojos de Jack se vaciaron, y toda la tensión desapareció de sus músculos.
– Te acompaño al hotel -dijo.
Lisa lo entendió. Notaba que él se sentía atraído por ella, y notaba también sus reservas. Además de trabajar juntos, él salía con una chica. No importaba. Pensaba trabajárselo hasta anular todos sus reparos. Sería divertido: hacer que Jack se enamorara de ella la ayudaría a olvidar las penas.
– Gracias por ayudarme -dijo sonriéndole con dulzura.
– Ha sido un placer. Y no dudes en pedirme cualquier cosa que necesites. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que te encuentres cómoda en Irlanda.
– Gracias. -Volvió a sonreírle con coquetería.
– Tienes demasiado trabajo y eres demasiado importante para Colleen para perder el tiempo visitando pisos.
Vaya, se dijo ella. Acurrucada en la butaca de la habitación del hotel, Lisa encendió un cigarrillo y se puso a mirar por la ventana, que daba a Harcourt Street. Estaba un poco preocupada. Muy poco, pero por poco que fuera ya resultaba sorprendente. Se trataba de la pesada de Ashling. Se había quedado parada al ver que Lisa le había robado la idea, y ahora ella tenía una pizca de mala conciencia.
Bueno, mala suerte; así era la vida. Por eso Lisa era la directora y Ashling una simple mandada. Además, Lisa se había asustado muchísimo cuando Jack le explicó lo que estaba pasando con la publicidad. El miedo la volvía traidora y despiadada.
De momento aquel atenazante terror inicial había remitido un poco. Lisa había adoptado una postura de optimismo prepotente, encerrándose en una burbuja de esperanza desde la que parecía factible generar toda la publicidad que necesitaban. Con todo, lo cierto es que era Lisa la que se la jugaba. Si la revista se estrellaba, no era a Ashling a quien iban a pelar, sino a Lisa. Era así de sencillo. De acuerdo, todo el mundo la tomaba por una bruja, pero ellos no tenían ni idea de la presión que ella tenía que soportar.
Lisa suspiró largamente y exhaló el humo. El recuerdo de la expresión de perplejidad de Ashling la perseguía y la hacía sentirse un poco guarra.
Ella siempre había sabido controlar sus emociones. Siempre le había resultado fácil supeditarlas a un fin superior, el del trabajo. Más le valía retomar el control.