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– ¡No quiero sentirme así! -gritaba-. ¿Quién querría sentirse así? Tienes mucha suerte, Ashling. Tú nunca sufrirás como yo, porque no tienes imaginación.

Ashling se aferraba a aquello como si fuera un escudo. La falta de imaginación era algo muy positivo, pues te impedía volverte majara.

Monica se hizo tan imprevisible que Ashling pasó gran parte de sus años de adolescente viviendo, prácticamente, en casa de Clodagh.

De vez en cuando, entre las fases de sopor y las de histeria, había momentos de normalidad. Que en realidad no tenían nada de normal. Cada vez que Monica planchaba una camisa a la perfección, cada vez que servía una comida con puntualidad, crecía un poco más la tensión de Ashling, que sabía que aquello no podía durar. Y cuando su madre volvía a estallar, Ashling casi sentía alivio.

Cuando cumplió diecisiete años, Ashling se marchó de casa y se fue a vivir sola a un piso. Tres años más tarde, Mike encontró un empleo a más de ciento cincuenta kilómetros, en Cork, y la familia se mudó allí, con lo que Ashling raramente veía a sus padres. En los siete últimos años Monica se había estabilizado: la depresión y los ataques de furia desaparecieron tan inesperadamente como habían aparecido. El médico le dijo que aquello tenía relación con la menopausia.

– Ahora está mucho mejor. -La voz de Clodagh la devolvió al presente.

– Ya lo sé -dijo Ashling, suspirando-. Pero aun así no me apetece verla. Ya sé que es horrible decirlo. La quiero mucho, pero no me siento cómoda con ella.

46

Ashling tenía previsto llegar a Cork el sábado a la hora de comer, y coger el tren de las cinco de la tarde el domingo para volver a casa. De modo que en realidad el «fin de semana» se reducía a veintiocho horas. Y ocho de esas horas estaría dormida. Lo cual solo le dejaba veinte horas para hablar con sus padres. No iba a ser excesiva molestia para ella.

¡Veinte horas! Presa de pánico, se preguntó si tenía suficientes cigarrillos. ¿Y revistas? ¿Y el móvil? Estaba loca. ¿Cómo se le había ocurrido decirles que iría a verlos?

Mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla, rezó para que el tren le hiciera un favor y tuviera una avería. Pero no. Claro que no. Eso solo pasaba cuando tenías muchísima prisa. Entonces el tren pasaba varias medias horas inexplicables detenido en vías muertas. Luego los pasajeros tenían que cambiar de tren; después tenían que apearse de nuevo del tren y subir a un autobús donde hacía un frío de muerte, y el viaje, que en teoría duraba tres horas, acababa durando ocho.

Pero el tren de Ashling llegó a Cork diez minutos antes de la hora prevista. Naturalmente, sus padres ya estaban en la estación, esperando con un aire empecinadamente normal. Su madre habría podido pasar por cualquier madre irlandesa de cierta edad: la permanente de mala calidad, la nerviosa sonrisa de bienvenida, la rebeca acrílica echada sobre los hombros.

– ¡Da gusto verte! -Monica estaba a punto de llorar de lo orgullosa que se sentía.

– Tú también. -Ashling no pudo evitar sentirse culpable. Entonces vino el abrazo: un incierto cruce de fino beso en la mejilla y violento achuchón que acabó pareciéndose a una escaramuza.

– Hola, papá.

– ¡Hola, hola! ¡Bienvenida a casa!

Mike parecía incómodo, como si temiera verse obligado a hacer muestras de afecto. Afortunadamente, logró hacerse con la bolsa de Ashling y dedicarle a ella los dos brazos que tenía.

El trayecto en coche hasta la casa de sus padres, la discusión sobre lo que Ashling había comido en el tren, y el debate sobre si se tomaría una taza de té y un bocadillo o solo una taza de té duró unos buenos cuarenta minutos.

– Una taza de té será suficiente.

– Tengo Penguins -la tentó Monica-. Y Mariposas. Las he hecho yo misma.

– No, gracias. Esto…

La mención de las Mariposas caseras dejó a Ashling de una pieza. Monica abrió una lata de galletas, mostrando unos bollitos deformes, cada uno con dos «alas» de bizcocho decoradas con una gota de crema. La crema estaba salpicada de grageas multicolores, y cuando Ashling se tragó el primer mordisco (que de hecho era un ala) se dio cuenta de que también se estaba tragando el nudo que tenía en la garganta.

– Tengo que ir al centro -anunció Mike.

– Voy contigo -saltó Ashling.

– ¿Seguro? -le preguntó Monica, decepcionada-. Bueno, pero asegúrate de llegar puntual a la cena.

– ¿Qué vamos a cenar?

– Chuletas.

¡Chuletas! Ashling estuvo a punto de reírse: no sabía que aquel tipo de comida todavía existiera.

– ¿Qué tienes que hacer en el centro? -le preguntó a su padre cuando el coche se puso en marcha.

– Quiero comprar una manta eléctrica.

– ¿En julio?

– El invierno no tardará en llegar.

– Sí, desde luego. No hay nada como estar preparado.

Se sonrieron, y entonces Mike lo estropeó todo diciendo:

– Últimamente no te vemos mucho, Ashling.

¡Por favor!

– Tu madre está encantada de que hayas venido.

Como era evidente que aquello exigía algún tipo de reacción, Ashling dijo:

– ¿Qué tal está?

– Estupendamente. Deberías venir a vernos más a menudo. Tu madre vuelve a ser la mujer con la que me casé.

Otro silencio, y a continuación Ashling se oyó formular una pregunta que, si no recordaba mal, nunca había formulado:

– ¿Qué ocurrió? ¿Qué desencadenó todo aquello?

Mike apartó los ojos de la calzada para mirar a su hija con una expresión truculenta que era mezcla de defensa e inocencia (él no había sido un mal padre).

– Nada. -De pronto su jovialidad se volvió lastimera-. La depresión es una enfermedad, ya lo sabes.

Cuando Ashling y sus hermanos eran niños, les habían explicado que ellos no tenían la culpa de que su madre fuera un caso perdido. Naturalmente, ninguno de ellos se lo tragó.

– Sí, pero ¿por qué sufre uno depresión? -Estaba deseando entenderlo.

– A veces la provoca una pérdida, o, ¿cómo lo llaman?, un trauma -farfulló, y el coche se inundó de su insoportable bochorno-. Pero no es imprescindible -agregó-. Dicen que puede ser hereditaria.

Aquella optimista idea dejó a Ashling sin habla. Se puso a buscar el teléfono móvil en el bolso.

– ¿A quién llamas?

– A nadie.

Mike vio cómo Ashling seguía pulsando botones de su móvil. Ofendido, preguntó:

– ¿Te crees que estoy ciego?

– No llamo a nadie. Solo compruebo si tengo mensajes.

Marcus no la había llamado desde que el jueves por la noche se marchó del piso de Ashling. Durante los dos meses que llevaban saliendo (no es que ella contara los días), habían adoptado la rutina de llamarse todos los días, y ahora Ashling acusaba profundamente aquella ausencia de contacto. Contuvo la respiración, rezando para que hubiera un mensaje suyo, pero no lo había. Guardó el móvil, desilusionada.

Aquella noche, después de la cena, que fue como un viaje en el tiempo (chuletas, puré de patatas y guisantes de lata), decidió llamar a Marcus. Tenía una buena excusa: desearle suerte en la actuación con Eddie Izzard. Pero volvió a salir el contestador automático. Se lo imaginó de pie en el salón de su casa, escuchando su voz pero negándose a descolgar el auricular. Incapaz de contenerse, lo llamó al móvil, pero también salió el contestador. Mercurio está en órbita retrógrada, recordó; sin embargo acabó admitiendo: «A lo mejor es que mi novio está cabreado conmigo».

Era obvio que Marcus estaba dolido porque ella había ido a ver a sus padres, pero ¿tan graves eran los daños? Se planteó brevemente la posibilidad de que fueran irreparables y sintió un escalofrío. Marcus le gustaba muchísimo. Era lo más parecido al hombre de su vida que encontraba en mucho tiempo. Estaba deseando que llegara el domingo por la noche, porque él le había pedido que lo llamara cuando llegase a su casa. Pero… ¿y si seguía sin contestar el teléfono? ¡Dios mío!

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